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Llevaba ya un tiempo viviendo en Suiza y tenía que cambiar de trabajo por enésima vez. Me puse mis mejores vaqueros hechos mierda y descarté conjuntarlos con una camiseta de Batman. De esta elegante guisa me subí al tren y viajé hasta unos de los barrios más fastuosos de los alrededores de Zúrich.
Me recibió un lago espectacular cuya orilla había sido enteramente privatizada a lo largo de dos kilómetros por el eficaz método de llenarla de mansiones ajardinadas con embarcadero particular. Me esperaba una señora suiza, ultradivorciada, dicharachera y entusiasta que necesitaba ayuda con sus hijos y me quiso contratar a los cinco minutos de conocerme. Era buena pagadora. Me mudé con ellos.
Tenía animales, me lo mencionó de pasada, “hay gatos en la casa, espero que no te den miedo o alergia, tiran mucho pelo y tendrás que pasar el aspirador a diario”. Lo típico. No le di importancia, no era mi primera casa con mascotas. Los gatos vienen muy bien en un país agreste en el que la fauna de insectos está bastante desbocada. Casi me alegré.
Eran unas bestias magníficas, de marca cara, realmente hermosos. Poseían unos ojos que parecían relámpagos, un pelaje sedoso y azulado y un carácter voluble y cimbreante que entretenía muchas de mis horas cada día. El macho y una de las hembras no habían sido esterilizados. En mi bendita ingenuidad, fui incapaz de prever todo lo que eso implicaría.
Convivir con un gato adulto y sin castrar es una de las experiencias más enloquecedoras que he sufrido en mi vida. Con todo, el bicho sufría infinitamente más que yo. Todos los días, cada muy pocas horas, llevaba a cabo una performance consistente en trepar hasta lo alto de la secadora y ponerse a mugir con desesperación. Por lo visto este despliegue es el equivalente felino a registrar un perfil en Tinder y llenarlo de fotos escalando montañas y abrazando a niños del tercer mundo.
Mi pobre bichito, descubrí al poco tiempo, no necesitaba esforzarse tanto, porque recibía docenas de visitas de hembras que eran traídas por sus dueños cada semana. A cambio de una generosa gratificación en B que yo recaudaba y luego se embolsaba alegremente mi jefa, los animales eran encerrados durante tres días con sus tres noches en el cuarto de la lavadora. Al cabo, las hembras salían de allí con la mirada de las mil millas y por lo general preñadas.
De todo el delicado proceso de lidiar con nuestros “clientes” me encargaba yo, igual que me encargaba del resto de la intendencia doméstica, de los niños, y de hablar con la limpiadora, el jardinero y hasta con el técnico del lavavajillas. Incluso me estuve ocupando por un tiempo de peinar a un maniquí que vivía con nosotros, pero esa historia ya la contaré cuando se acerque Halloween y tengáis ganas de oír cosas espeluznantes.
Imagino que hay suizos normales, gente como tú y como yo, pero definitivamente, no eran ninguno de los que visitaban aquella casa. Conocí a peña muy variopinta, pero todos tenían en común un factor que saltaba a la vista: estaban como una puta regadera. Algunos eran clientes asiduos y me caían muy bien, les ponía café y les contaba mis vacaciones.
Recuerdo a una señora muy desenvuelta con un físico a lo Kardashian que llegó con la nariz toda vendada y los ojos amoratados (rinoplastia o reyerta callejera, pensé, pero nunca llegué a conocer la verdad) e insistió en meter dentro de una casa llena de gatos a un pitbull muy nervioso al que a duras penas lograba dominar. Conseguí que lo dejara atado fuera tras una ardua negociación.
Recuerdo a la anciana respetable que después de haber traído una por una a todas sus gatas, aseguró que ninguna se había preñado porque en la casa hacía demasiado frío (?) y trató de obtener un reembolso al que en ningún caso tenía derecho, de conformidad con las sórdidas normas que rigen el mercado negro de sementales felinos.
Recuerdo al tipo misterioso que llegó un domingo sin previo aviso, dejó allí a su animal, y cuando lo consulté con mi jefa me dijo que ella no había quedado con nadie esa semana. Llegué a barruntar que los servicios de inteligencia suizos se habían enterado de nuestra casa de lenocinio gatuna y estaban tratando de tendernos una emboscada para reunir pruebas. En el país helvético se aburren tantísimo que no me pareció del todo descabellado.
Recuerdo a un montón de gente que sin duda no me recuerda a mí, y a otros muchos a los que por suerte ya he olvidado.
Una historia tan ridícula se merece un final absurdo, y esta lo tuvo. Los gatos sin castrar a menudo desarrollan el repugnante hábito de marcar toda la casa con orina. Nuestro gato empezó a hacerlo de la noche a la mañana, centrando su obsesión en las sofisticadas cortinas de lino que pendían de los ventanales de la casa. Mi jefa, que había demostrado una paciencia inusitada hasta la fecha para tratar tanto con auténticos humanos chiflados como con las manías de un gato dominado y consumido por su sistema hormonal, no pudo soportar ver sus cortinas mancilladas de aquel modo tan infame. Llevó al gato al veterinario para que le dieran un buen tijeretazo y cerró así su lucrativo negocio de prostitución.
Yo dejé Suiza no mucho después y, por recomendación médica, no volví a tratar con gatos nunca más.
Llevaba ya un tiempo viviendo en Suiza y tenía que cambiar de trabajo por enésima vez. Me puse mis mejores vaqueros hechos mierda y descarté conjuntarlos con una camiseta de Batman. De esta elegante guisa me subí al tren y viajé hasta unos de los barrios más fastuosos de los alrededores de Zúrich.
Me...
Autora >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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