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En los años treinta, si uno pertenecía a la clase acomodada y elegante de Los Ángeles, probablemente se dejaría ver por El Palomar, un célebre salón de decoración exuberante, con palmeras rodeando la pista de baile, aire acondicionado de última generación, una mini pista de golf, estructuras en forma de minaretes en el techo y capacidad para veinte mil personas. Las damas pagaban treinta centavos de dólar la entrada, los hombres cuarenta, y los tragos costaban veinticinco. El miércoles 21 de agosto de 1935, una noche que podemos presumir calurosa, actuaron allí Benny Goodman y su orquesta y, en ese sencillo, pero emotivo acto, dieron comienzo a la era del swing, la única época en la que las palabras jazz y pop fueron sinónimos.
Y todo empezó, en cierta manera, con las galletitas Ritz, producto principal de la National Biscuit Company.
Con el objeto de promocionar sus galletitas, Nabisco auspiciaba el programa radial Let’s Dance, que se emitía en directo desde Nueva York para todo el país y en el que actuaban tres bandas más o menos representativas de la música del momento. La primera, encabezada por el ahora olvidado Kel Murray, tocaba algo parecido a lo que se conocía como sweet jazz, una música amable cuya manera más precisa de describirla sería como “música de hotel”. A continuación, se oían los ritmos latinos del gironés Xavier Cugat. Y, al final, el hot jazz de Benny Goodman, un talentoso clarinetista (y saxofonista) que había prestado mucha atención a las innovaciones de Louis Armstrong y que, para su trabajo en la radio, contrató a Fletcher Henderson como arreglista y a sus exmúsicos para que les enseñaran a los miembros de su propia banda a tocar esos excitantes sonidos que aún no tenían nombre.
El miércoles 21 de agosto de 1935, actuaron allí Benny Goodman y su orquesta y, en ese sencillo, pero emotivo acto, dieron comienzo a la era del swing
Un prolongado conflicto laboral entre Nabisco y sus trabajadores causó primero la suspensión y finalmente la anulación de Let’s Dance. Al quedarse sin empleo, las tres bandas emprendieron una gira por el país, desde Nueva York hacia la costa oeste. Mientras que a Murray y Cugat les iba razonablemente bien con sus habaneras y sus cadencias amables, el agresivo hot jazz de Goodman cosechaba abucheos y salas vacías. A mitad de la gira, Goodman compró partituras de sweet jazz y, aquella profética noche estival de 1935, inició su presentación en el Palomar con sus temas más tibios. Al ver que la respuesta de la audiencia también era tibia, uno de sus músicos –la leyenda, con un apropiado sentido del dramatismo, adjudica la intervención al baterista Gene Krupa– dijo algo así como “si vamos a morir, hagámoslo tocando lo nuestro”. Goodman ordenó a sus músicos desechar la música de hotel y la banda se lanzó a una interpretación furibunda de Sometimes I’m Happy y King Porter Stomp. Con los arreglos de Fletcher Henderson y los solos del trompetista Bunny Berigan, más la máquina propulsiva de Gene Krupa, aquello fue tan revolucionario como el punk años más tarde. La elegante concurrencia estalló en vivas y aplausos. Era eso lo que habían venido a escuchar.
La razón se debía a los husos horarios. La banda de Benny Goodman tocaba durante la última de las tres horas de Let’s Dance, que en la costa este iba de las doce y media a la una y media de la noche, demasiado tarde, mientras que, en la costa oeste, ocupaba el horario central, en el que la gente se juntaba a escuchar la radio y bailar. Y las repercusiones fueron poderosas: a la orquesta de Goodman le llovieron los contratos, sus grabaciones se encaramaron a las listas de los discos más vendidos y la buena nueva del swing corrió como un reguero de pólvora en un país asolado por la depresión. Tras ser temporalmente entronizado como “el rajá del ritmo”, Benny Goodman terminó siendo nombrado “el rey del swing”.
Esta leyenda, por supuesto, tiene sus bemoles. El swing existía antes de Benny Goodman y probablemente su primer y principal impulsor fue Louis Armstrong, quien, primero con sus Hot Five y luego con sus Hot Seven, popularizó un hot jazz muy rítmico y solos que se columpiaban delicadamente sobre compases tormentosos. Más adelante, Fletcher Henderson y Don Redman consiguieron trasladar los sonidos del quinteto y el septeto de Armstrong a las formaciones grandes, dividiéndolas en secciones (de saxos, de trompetas, rítmica, etc.) y arreglando para esas secciones como si fueran una unidad. En 1935, el swing, aunque no con ese nombre, ya existía, pero en un coto mayormente limitado a los músicos negros. El Palomar, por otra parte, seguía una estricta “política de color”, es decir, solo admitían blancos. Y una de las maneras de interpretar lo que ocurrió aquella noche es la de una apropiación cultural: la gran maquinaria discográfica y periodística blanca se apoderaba de la música más excitante de la época y nombraba a uno de los suyos como su monarca. (Aunque el bueno de Goodman, uno de los primeros directores de orquesta en contratar músicos negros, no tiene la culpa.)
“No significa nada si no tiene ese swing”
¿Y qué es esto del swing, después de todo? “It doesn’t mean a thing if it ain’t got that swing”. La frase, que ha quedado inmortalizada en la canción homónima de Duke Ellington e Irving Mills, tiene un origen más oscuro. Se dice que solía repetirla el trompetista James Bubber Miley, cuya fama se debe principalmente a su virtuosismo con la sordina en forma de desatascador; otro rumor se la adjudica, en realidad, a Cootie Williams, su sucesor. Finalmente, están quienes la atribuyen a un diálogo entre los compositores de la canción: el ruso judío Mills, más que letrista, era promotor de jazz, y al parecer estaba explicándole a Ellington que su música no hacía bailar a la gente, precisamente por carecer de ese swing.
Ateniéndonos al universo del jazz, el swing se refiere a dos cosas muy distintas, aunque con muchos puntos en contacto: por un lado, un estilo desarrollado en las décadas de 1930 y 1940, caracterizado por una música bailable, interpretada sobre todo por grandes bandas y que tuvo, incluso, variantes regionales, como el swing de Kansas, menos arreglado y más basado en riffs, representado por Count Basie. Por otro lado, una característica que atraviesa la historia de esta música y que puede darse, también, en otros géneros musicales.
El swing es un recurso rítmico, un pulso, que genera una respuesta visceral en el oyente, caracterizada por mover la cabeza o golpear los pies contra el suelo
Son muchas las maneras en que se ha intentado definir qué es, exactamente, ese segundo sentido del swing, con explicaciones que van de lo técnico hasta lo metafísico e, incluso, lo político. Quizá la más satisfactoria de las respuestas es aquella que pone el sentido en el receptor, más que en el emisor: el swing es un recurso rítmico, un pulso, que genera una respuesta visceral en el oyente, caracterizada por mover la cabeza o golpear los pies contra el suelo. La cuestión se vuelve más críptica a la hora de explicar cómo se logra esa reacción: se empieza a hablar de subdivisiones rítmicas irregulares, de marcar el ritmo no exactamente dónde está escrito, sino unos microsegundos antes o después, lo que, para algunos, reflejaría la influencia de la tradición africana, menos binaria que la europea. Sin embargo, otros aluden a las notes inégales (o swingadas) de la música clásica o barroca, un recurso expresionista que consistía en alterar la duración de las notas escritas, insinuando un ritmo desigual, relacionado con la interpretación, más que con la composición.
Cuando Goodman, probablemente inspirándose en Louis Armstrong, decía que el swing tiene que ver con la libertad expresiva, con que un solista pueda tocar una frase como quiera, el propio Armstrong, poco amigo de las definiciones, se burlaba: “Ah, el swing –dijo–. Bueno, antes lo llamábamos síncopa, después ragtime, después blues, después jazz y ahora swing. ¡Cómo os liais, blanquitos!”. “Si lo preguntas es que no lo tienes”, dictaminó Fats Waller. En un video que circula por internet, Duke Ellington, siempre didáctico, enseña cómo chasquear los dedos y mover la cabeza para estar en la onda: no hay que forzarlo, hay que dejarlo fluir; no hay que golpear sobre el compás, puesto que se considera agresivo; hay que afectar despreocupación: hay que tener swing.
Y tras las definiciones del swing se ocultan, insoslayables, las insinuaciones políticas y raciales. En la década del cincuenta, Miles Davis, siempre atento a cualquier cosa que oliera a prejuicio racial, lo describió diciendo “si el tío te hace mover el pie, si lo sientes en la espalda…”, para luego acusar de no tener nada de swing a Dave Brubeck (a la sazón figura estelar del cool jazz intelectual y cuya aparición en la portada de Times enfureció a Davis). Fue nada menos que Charlie Mingus quien salió en defensa de Brubeck, diciéndole, en una carta abierta publicada en Down Beat, que Dave es “el tipo con más swing según tu definición, porque en Newport hizo que toda la audiencia moviera los pies y golpeara las palmas”, para luego aconsejarle que tuviera cuidado con lo que decía de otros músicos.
Al igual que ocurre con la improvisación, el grado en el que el swing está presente –o ausente– puede usarse para establecer el estilo. El bebop de después de la Segunda Guerra Mundial, como reacción al swing de grandes bandas, si bien no lo descartó del todo, sí intentó todo lo posible por librarse del componente de baile y entretenimiento que tenía el jazz sancionado por los blancos hasta el momento. El cool jazz limó sus aristas y lo redujo a una insinuación, una sombra. El hard bop lo recuperó, añadiéndole ritmos blues y funky para atraer a una juventud negra que estaba cayendo en las fauces del rock and roll. La vanguardia y el free jazz hicieron todo lo posible por eliminarlo de la música. Por suerte, no lo lograron. Por eso, otra manera de explicar este impulso, este balanceo, es la siguiente: el swing es como el amor; es muy difícil de definir, pero cuando está, sabes que está y, cuando no está, sabes que no está.
En los años treinta, si uno pertenecía a la clase acomodada y elegante de Los Ángeles, probablemente se dejaría ver por El Palomar, un célebre salón de decoración exuberante, con palmeras rodeando la pista de baile, aire acondicionado de última generación, una mini pista de golf, estructuras en forma de minaretes...
Autor >
Eduardo Hojman
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