Literatura
La cera perdida
Un viaje alucinante por ‘Los Alpes Marítimos’, primera novela de Vicente Monroy
Javier Montes 27/11/2021
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Se habla poco en estos tiempos de las virtudes del encargo. Pues las tiene, y muchas: como sistema de producción impulsó el arte occidental hasta las revoluciones burguesas europeas y su correspondiente exaltación romántica del arte como vehículo privilegiado de expresión personal y exposición íntima, que aún colea.
Así que lo primero es felicitar a Jorge Lago y Manuel Guedán, los editores de Lengua de Trapo, por rescatar y poner al día una versión democrática y dinámica del esquema al elegir y encargar con perspicacia a jóvenes autores unos nuevos Episodios Nacionales. Lo segundo, felicitar a Vicente Monroy por resolver muy notablemente el suyo, que era muy peliagudo: novelar el atentado de La Rambla de Barcelona en 2017.
No era fácil por muchas razones que van de lo particular del caso a lo general del sistema, porque, aparte de virtudes, el encargo tiene su peligro. Su cumplimiento concienzudo, apegado a la letra de lo encargado, degenera en lo repipi, lo pompier y lo kitsch. Les pasó a muchos artistas especializados en la pintura de Historia, género supremo en las Academias y Salones decimonónicos justo por la época en que un gusto burgués más avanzado empezaba a primar bodegones, paisajes y otros géneros tenidos por menores. Están los museos de provincias, los desvanes y las chamarilerías llenos de trabajosos cuadrazos premiadísimos en su momento por crítica y público de Meissonier, Bouguereau o más tarde de Odintsov y otros pintores del estilo, esmerados en representar con fidelidad arqueológica y detallismo agotador La Barricada de la Rue de La Mortellerie de París durante la Revolución de 1848, o a Napoleón III visitando a los afectados por las inundaciones de Tarascón, o El juramento de Stalin ante el Segundo Congreso de los Soviets, o mil otros episodios históricos fascinantemente soporíferos.
En estos casos, cuanto mejor, peor: cuantos más primores y minucias históricas, cuanta más fidelidad científica en guardarropía y atrezo, cuantos más mimos a la intención política del tema y el comanditario, tanto más hortera será el resultado y tanto peor resistirá el paso del tiempo y el cambiante juicio de gusto que conlleva.
La estricta narración del atentado ocupa exactamente cuatro páginas del libro, y lo hace mediante un dispositivo distanciador efectivo, elegante y elocuente
Pero en buenas manos, como es aquí el caso, el rigor del encargo da paradójicamente mucha libertad a quien se somete a él. Lo exonera del dichoso imperativo romántico de expresarse, por un lado; y por otro de la obsesión siempre lindando en lo cursi por la trama y sus tramoyas, que en estos casos le viene dada. Sorteados esos peajes, para un buen artista el encargo supone una oportunidad de oro para el libre ejercicio de estilo. Y en el estilo es al fin y al cabo donde se dirimen las cuestiones que el arte puede tratar con propiedad.
Bien llevado, por supuesto, el encargo encamina al artista exactamente a donde ya pensaba llegar de todas formas. Y proporciona además un marco institucional y un juego estimulante con el contexto al proponer un pacto previo al lector: leemos también para ver cómo se las apañael autor para resolver lo encargado. Ampliamos el plano y pasamos, por así decir, a un campo previo y conceptual. Ya decía Duchamp que el título de un cuadro es uno más de sus colores, y en el vaivén cuádruple entre expresión propia/encargo-ajeno y tema/estilo se juega una partida que gana así una veta fresca e inspiradora.
La decisión de partida de Monroy es ya una declaración de intenciones. La acción de Los Alpes Marítimostranscurre en Barcelona durante el verano de 2017 y cuenta las andanzas de Pablo, un chico meditabundo y despistado a punto de cumplir la fatídica edad de treinta años. Su despiste es signo de bondad y de inteligencia, porque sólo los tontos y los malvados están siempre en situación (esto tan bien dicho lo decía el príncipe de Ligne). Pablo duda sobre el camino a seguir en la vida, vuelve a la casa materna en Barcelona a tomarse un tiempecito para pensarse las cosas y, tras toparse con un amigo del colegio que ha trepado por el escalafón social, se codea con una pandilla de pijos barceloneses que deja pasar el verano (y la vida) entre fiestas, salidas en barco, inauguraciones y psicodramas de clase media-alta. Sin entrar en detalles que destripen la novela, la estricta narración del atentado ocupa exactamente cuatro páginas del libro, y lo hace mediante un dispositivo distanciador efectivo, elegante y elocuente que me guardo.
Esto del destripe admisible o intolerable de los argumentos al reseñar los libros o las películas es delicado, y los aspavientos sobre si hacerlo o no hacerlo son siempre cansinos. Sin embargo, en este caso y dado el pacto previo establecido con el lector es obligatorio mencionarlo: la expectación y la inminencia de la tragedia son parte constitutiva de la novela, y Monroy lo sabe y lo aprovecha.
Por supuesto, un libro sobre el atentado de La Rambla en el que apenas hay mención al atentado de La Rambla sigue siendo un libro sobre él. En la elipsis, la omisión, la latencia, hay por un lado elegancia estilística de Monroy (a la vista está que es un hombre de estilo). Y hay también elegancia moral, ejercicio consciente de una virtud desusada en estos tiempos: la del pudor. La capacidad o decisión de callar ante lo inefable, en este caso ante el dolor y la crueldad incomprensibles. O más bien inaceptables, porque no hace falta decir –¿o sí, ahora que parece que nos adentramos en años o siglos de pensamiento mágico?– que narrar y comprender la mayor de las iniquidades es tarea privilegiada de cualquier artista que se precie pero no conlleva perdonarla, darla por buena o contaminarse de ella.
Y no es exactamente éste un caso del ya muy manido y tan socorrido De-lo-que-no-se-puede-hablar-mejor-callar wittgensteniano. Monroy propone, más bien, de nuevo, un pacto distinto, tácito (obviamente) y en dos pasos: primero se acuerda con el lector/interlocutor el silencio sobre el asunto; después, en su lugar, se habla de otra cosa. Esto trae a la mente, más que al exaltado y críptico Wittgenstein del Tractatus, al sensato y pragmático Forster de Aspectos de la novela y una de sus frases memorables: “Di la verdad, pero dila con rodeos. La verdad está en el rodeo”.
La diferencia es fundamental. La recomendación de Forster presupone como poco la existencia de verdades, la posibilidad de decirlas y la responsabilidad moral del artista que lo intenta. Desde ese punto de vista, lo que viene a decirnos esta novela sobre la Tragedia y el Mal (y la siempre difícil y quizá irresoluble cuestión de su representación artística) no es que ante ellos es “mejor callar”. Es más bien “mejor hablar de otra cosa”. Ese fuera de cuadro (pero no fuera de campo), por decirlo en términos cinematográficos que son familiares al autor (y a riesgo de que el autor refunfuñe y me corrija) es por tanto una cuestión de estilo y por tanto una cuestión moral, como decían de los trávelins los cahieristas a mediados del siglo pasado. A mí me recuerda la brutal brecha/elipsis que divide (y une) Intrusos y huéspedes, una novela de Luis Magrinyà que seguro que Monroy ha leído.
Si en arte toda cuestión de estilo es una cuestión moral, solo en el juego medido de ambas se discernirá adecuadamente la tercera cuestión del mérito de la obra. Y ya lo he dicho: el pacto de este libro, como recurso estilístico-moral, es sobre todo uno pudoroso. Como antónimo absoluto de falta de escrúpulos y abuso del pacto previo con el espectador estaría, por ejemplo, el recurso vil de Spielberg al suspense en la escena de las duchas del lager de las que al final sólo sale agua en La lista de Schindler.
Es un caso de narrador pudoroso que se resiste a la tentación de la impudicia, del aspaviento y del kitsch
En uno de los diálogos del libro uno de los personajes tacha al protagonista/narrador de puritano. Y no lo es: es más bien un caso de narrador pudoroso que se resiste a la tentación de la impudicia, del aspaviento y del kitsch. Es una moda reciente e irritante decir de cualquier cosa (una butaca, una croqueta, una presidenta, una obra de arte) que es “honesta”, traduciendo a lo bestia el inglés honest, cuando casi siempre sería mejor usar “honrado” (o no usar nada). Pero a este libro le va como anillo al dedo la acepción de “recatado, pudoroso” que da la RAE. Y el recato no es ni muchísimo menos en estos tiempos una virtud abundante ni menor.
Digamos que si esta novela fuese una escultura, no sería una talla de mármol desbastado con grandes sudores (poncif romántico por excelencia), ni siquiera un paciente modelado de bulto redondo, sino un vaciado a la cera perdida: la elipsis del tema encargado, su omisión consciente y concienzuda, troquela su silueta y la hace doblemente reconocible y presente, igual que la batalla de Waterloo, fuera de campo para Fabrizio y el lector en La cartuja de Parma es, de algún modo, el relato literario más fiel de esa batalla, de las guerras napoleónicas y de la guerra en general (por algo Lampedusa decía que Stendhal sabía condensar una noche de amor en un punto y coma).
Elegido el procedimiento y establecido el pacto previo entre el autor y el lector, ¿qué les queda por hacer a uno y otro? Pues todo: escribir la novela, y leerla.
Aquí, de nuevo, acechan los peligros, porque el riesgo de la literatura conceptual y de procedimiento está, claro, en que sus resultados sean prescindibles, que no haga falta leerlos o que resulte insufrible tener que hacerlo (a mí me pasa con los experimentos del Oulipo, por ejemplo, pero no con Roussel o con Aira). Y también este peligro lo sortea Monroy con soltura y con inteligencia, haciendo que su novela, aparte de tratar como trata la cuestión de la tragedia, sea una comedia de costumbres burguesa en torno, justamente, a la cuestión del arte burgués (está por ver que haya otro posible o imaginable siquiera, en estos tiempos) y su relación con la Historia y la Tragedia.
Porque el protagonista Pablo tiene inquietudes y buena mano para la acuarela y un hermanito avispado que hace sus pinitos artísticos y se ve ya que llegará lejos; y hablan muchos artistas, coleccionistas y galeristas en el libro; y desde luego salen muchos burgueses, pequeños o grandes; y es señal de la agudeza de Monroy que su novela, decididamente conceptual, sea también una sátira de un arte conceptual (o neo, o post, o reconceptual) que a estas alturas de partido también puede ser academicista, bálsamo para la mala conciencia de burgueses que van los domingos a exposiciones y vehículo del más puro arte pompier contemporáneo.
Volvemos al final a las cuestiones del principio, a propósito del encargo y de la pintura de Historia, y vuelve sobre ellas en realidad la novela, porque la vertebra una idea necesariamente tácita que sin embargo quizá valga la pena explicitar al reseñarla: el dilema entre arte comprometido y no comprometido es falso, artificioso. Lo alientan gentes a quienes no gusta mucho el arte y que, como se aburren con sus cuestiones, le plantan el pegote de debates periodísticos de ese tipo. La única divisoria real, en materia artística, es la que separa a los artistas academicistas y pompiersde los que no lo son. Los primeros son comodones aunque pasen por malditos, son astutos y están siempre en situación, como diría el príncipe de Ligne: dirán verdades ya sabidas y esperadas, predicarán a su elegido círculo de conversos, pisarán y caerán de pie sobre suelo seguro. Los segundos, simplemente, evitarán jugar a ese juego. Los academicistas se pliegan a la autoridad e intentan acertar diciendo lo que creen que se espera de ellos. Los que no, dicen lo inesperado (y en arte solo importa y merece la pena escuchar lo que no nos esperamos).
Aquí vuelve uno a acordarse de Forster, porque si es un gran novelista es precisamente gracias al modo en que, sobre todo en Howards End, trata de forma absolutamente contemporánea la cuestión peliaguda de la mala conciencia individual del burgués biempensante, y la de las relaciones de su clase, la burguesía capitalista progresista e ilustrada, con el Arte, con la Tragedia, y con la Historia. Sus equilibrios imposibles, sus dilemas verdaderos o falsos, sus pequeños (pero desgarradores) dramas, son exactamente los de los personajes de este libro, y los nuestros.
Tanto Howards End como La cartuja de Parma como Los Alpes Marítimos echan mano para esto de un dispositivo narrativo que uno diría inagotable y que nos ha dado a muchos muchas horas de placer lector: las peripecias del desclasado. En Los Alpes Marítimos hay muchos arribistas y también algunos abajistas: son personajes que al trepar o despeñarse por la escalera social cortocircuitan las convenciones de la clase en la que acaban e introducen lo inesperado, el caos, el momento cruel e higiénico de lucidez. Hacen pensar también en La biblioteca en la piscina o El hechizo o La línea de la belleza, las brillantes comedias de costumbres británicas con trepas incluidos del primer Hollinghurst (ahora que le ha dado por hacer, a saber por qué, la Gran Novela Inglesa, se ha vuelto menos interesante) y de nuevo, también, en Magrinyà, cuyo narrador decía pensativo, en Habitación doble, esta frase definitiva: “La relación de la clase media con el lujo no es de las más sencillas…”
Sustituyendo “el lujo” por “la tragedia” creo que tendríamos una buena frase-emblema de este libro y de la manera airosa en que resuelve con honores su encargo (pensándolo bien, se podría sustituir por cualquier otra cosa y seguiría siendo un buen emblema de este libro: la relación de la clase media con cualquier cosa nunca es de las más sencillas…).
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Javier Montes es escritor, crítico literario y de arte.
Se habla poco en estos tiempos de las virtudes del encargo. Pues las tiene, y muchas: como sistema de producción impulsó el arte occidental hasta las revoluciones burguesas europeas y su correspondiente exaltación romántica del arte como vehículo privilegiado de expresión personal y exposición íntima, que aún...
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