Evocaciones
A punto de acabar
Una panorámica por la peculiar e indispensable obra literaria de Manuel Arroyo, fundador de la editorial Turner
Javier Montes 9/07/2021
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A punto de acabar la carrera de Historia del Arte conocí a Manolo Arroyo en su despacho de la calle Rafael Calvo de Madrid, en un piso noble que compartían como oficina la editorial Turner, que él fundó, y la Revista de Libros, donde yo hacía mis primeros pinitos como reseñista.
De eso hace unos veinte años. Por alguna especie de ósmosis, creo que recomendado por el director de la revista, Álvaro Delgado-Gal, Turner me dio también la alternativa como traductor y despaché brevemente algunas mañanas con Arroyo. Recuerdo a la vez poco y mucho de aquellas charlas (y puede que sólo fuera una): que yo, eso seguro, estaba verdísimo y era petulante y sabihondo y debía de resultar insoportable. Y que a pesar de eso debí de inspirarle algo de simpatía. No me acuerdo de qué conversamos, pero sí me queda la impresión emocional y visual de esa corriente simpática, a la vez más y menos que un recuerdo real: la de un hombre no muy alto de pelo muy crespo, muy abundante y muy blanco, sentado a su mesa, mirándome y dejándome hablar y hablar con ironía, sonriendo no solo con la boca sino con toda la cara: muchísimas arrugas de expresión convergían en las comisuras de los ojos y los labios, con un punto de malicia. Era como despachar con un espíritu algo burlón o con un gato primo del de Cheshire. Era la sonrisa siempre pronta, de cauces marcados por años de práctica, de alguien que se veía que había sonreído mucho en la vida; que la había afrontado con esa sonrisa tan mental como física y había visto casi de todo y no se espantaba ya a esas alturas de casi nada.
Lo que Arroyo hace no es exactamente exhumar recuerdos con pretensión de autoridad: son trabajos de destilado y composición que asumen un pacto distinto con los lectores
El sentido del humor, entendido como actitud vital, “no consiste en contar cosas graciosas sino en una mezcla de sabiduría y carácter, de entender y vivir la vida con resignación y entereza, de no tomarse en serio a sí mismo, ni mucho menos a los demás, de ver el lado absurdo de las cosas sin sobresaltarse, de cultivar el desapego, de ser sencillo y natural además de comprensivo y paciente con los defectos de los demás”. Esto tan bien dicho lo decía Arroyo en Pisando ceniza, un libro de un género mixto que contiene relatos, retratos, viñetas y recuerdos y llamaremos de memorias a falta de mejor palabra. Me pasó desapercibido hace cinco años a pesar de reseñas excelentes y he corrido a leerlo ahora que Acantilado publica, en edición de Pilar Álvarez Mexicana, un libro póstumo (Arroyo murió el año pasado) sobre su relación con México, donde tuvo casa y amigos y desde donde armó en los noventa el regreso de Chavela Vargas. También he leído La muerte del espontáneo (A. Machado Libros), que reúne sus textos taurinos (le interesó mucho el género y de propina fue también apoderado de Rafael de Paula), y su única y muy peculiar novela, Por tierra (Ediciones del equilibrista), sobre la que volveré luego.
Los tres primeros libros forman una especie de trilogía informal en un género sui generis que tiende a quedarse en los márgenes del discurso más extendido sobre la literatura seria en España. Ya lo son las memorias, en sentido estricto, y aún más estos libros que lo son en uno más laxo: lo que Arroyo hace está a caballo de lo recordado, lo trascrito y lo novelado, del diario y el cuaderno de viaje. Lo que se propone no es exactamente exhumar recuerdos con pretensión de autoridad, ni contar las cosas o retratar a las personas tal cual pasaron o fueron: son trabajos de destilado y composición que asumen un pacto distinto con los lectores. Dan por supuesto que estarán también ellos tan interesados por la verdad profunda (artística, si se quiere) de lo que se cuenta como despreocupados de la distinción rigurosa entre realidad y ficción, en un juego de confianzas mutuas y de equilibrios que no excluye ni la fidelidad a los hechos ni el entendimiento de que toda versión narrada será siempre, por definición, subjetiva.
Su voluntad de estilo, la prioridad de la coherencia interna y el ritmo narrativo sobre el estricto prurito documental los acercan, para entendernos, más a Casanova o a Chateaubriand o a Torres Villarroel que a la sarta de revelaciones más o menos escandalosas, anécdotas más o menos jugosas y nombres que más o menos suenan que por aquí parece ser de rigor cuando un exministro o un as del deporte publica sus memorias.
Esto ya era evidente en Pisando ceniza, donde la parte del león se la llevaba la evocación de su amistad con Bergamín, vuelto a España tras su segundo exilio, en unos últimos años que eran también los primeros de la democracia. Arroyo publicó sus libros, fue discípulo y amigo y encontró en él un puente para salvar los cuarenta años de franquismo y entender esa España republicana que su generación reencontró brevemente al final de los exilios, antes de que el discurso oficial de la Transición perdiese un poco el interés y optase por poner al día la componenda monárquica. Bergamín, a pesar de (o justo por) hijo de ministro de Alfonso XIII, la aborrecía sobre todas las cosas: “De un Borbón no se puede uno fiar: pero de un Borbón y Borbón como este, muchísimo menos. Ya lo ha demostrado, puede borbonear a todos y casi borbonearse a sí mismo. De tan Borbón que es, puede llegar a dejar de serlo”, decía sibilino y profético al joven Arroyo.
Hay varias escenas con Bergamín: un viaje en coche de Madrid a Francia; un apuro de dinero para el que Arroyo le consigue una “beca discrecional” del ministerio que rechaza sin dudar (superando así la prueba de fuego a la que todo discípulo acaba por someter a su maestro); un almuerzo con Alberti en Botín tras el que pasan revista, divertidos y malvados, a sus coetáneos del 27 encarnados en los lechones y cochinillos del escaparate (“Mira, mira que rellenito se ha puesto Dámaso, decía Alberti señalando al más apetecible. ¡Qué mala cara tiene Vicente!, apuntaba Bergamín señalando al más descolorido”); y unas horas últimas de ancianidad en San Sebastián, donde Bergamín, revirado, se deja querer por los terroristas vascos para consternación de amigos y encarnación de su figura hasta la sepultura.
El retrato se arma por medio de una especie de conversación soñada, aparentemente natural a pesar de (o justo por) estilizada y reelaborada. Lo es la composición previa de lugar, entendido como lugar simbólico desde donde hablan ambos, y en el que Arroyo se reserva un papel doble de catalizador: como incitador de las réplicas de Bergamín y como narrador que recuerda y opina e interpreta. Y lo es en su condensación del tiempo y el espacio, porque las cinco conversaciones sintetizan las que debieron ser muchas. Cien, o mil: todas las que componen una amistad intelectual entre miembros de dos generaciones. Con sus impulsos pendulares y su dinámica propia, sus ideas y frases y bromas repetidas con placer, sus equilibrios de poder y su asunción más o menos consciente de papeles arquetípicos, como pasa en las conversaciones y las amistades que duran años: sinceras a pesar de (o justo por) rituales.
La amistad y la memoria son estilizaciones de la realidad: deberán relatarse, claro, mediante un ejercicio de estilo equivalente. El de Arroyo es a la vez parco y jugoso, sentido a pesar de (o justo por, y paro ya con las paradojas) contenido. Y llega hasta la ortografía: se toma la licencia de suprimir las comillas y guiones largos que según la convención en español para los diálogos deben preceder y diferenciar los tramos de conversación de las digresiones o reflexiones del narrador. Y así aviva la impresión de intemporalidad y señala tácitamente que las frases son y no son a la vez citas textuales. Al saltarse el uso de los signos que anuncian al lector quisquilloso que “esto fue así, esto se dijo tal cual”, redobla la impresión de verdad que sólo la ficción, o mejor dicho el arte, puede destilar de la experiencia. Comunica el pulso firme de un escritor seguro de sí, de sus recuerdos y de sus medios, a quien no importa saltarse reglas si con eso consigue el efecto deseado. Y seguro también de la complicidad de un lector que no tomará las licencias por torpezas: en este vaivén de inteligencias compartidas está quizá la esencia de lo literario.
El otro elemento que da unidad a sus libros es, ya lo he dicho, ese humor entendido a la vez como actitud vital, como tono y como estilo
En La muerte del espontáneo y en Mexicana hay otra idiosincrasia muy lograda, los títulos de los diferentes relatos se arman con las primeras palabras del relato mismo: “La gente comenzó a llegar al velatorio”, “Siempre salgo de casa”, “Aunque lo tenía delante”. El título baja al relato, el relato sube al título: una manera efectiva y elegante de aludir al carácter siempre deshilachado, en eterna media res, de las cosas que nos pasan, en contraposición al carácter cerrado, construido, de su recuerdo. La memoria es una maraña de la que resulta siempre artificial extirpar un hecho aislado: se necesita la literatura para escribir sobre él, como quien dice, en condiciones de laboratorio. Es un recurso que Arroyo toma probablemente de los índices de los libros de poesía que titulan los poemas con sus primeros versos (esto me lo sopla por Whatsapp su hija Trilce; yo, más prosaico, pensaba en los procesadores de texto que archivan los documentos con sus primeras palabras y suministran a veces títulos excelentes por generación espontánea).
El otro elemento que da unidad a sus libros es, ya lo he dicho, ese humor entendido a la vez como actitud vital, como tono y como estilo (lo uno va por lo otro). Es uno muy reconocible y a la vez muy poco visto en la tradición española. A mí me recuerda a dos libros de un género similar: Maneras de no hacer nada y Sin salir de casa, de María Vela Zanetti, ella misma muy bergaminiana, hija de otro exiliado ilustre y otra tapada de la misma generación y círculo ilustrado madrileño de Arroyo, porque también ella publicó tarde sus primeros libros en prosa. Los explicaba con palabras que valen también ahora para los de Arroyo: “Aforismos, cuentos, prosa venial, soliloquios, notas al paso, recuerdos que se mantienen siempre como una especie de mitología privada.”
Hablar de España y lo español a propósito de todo esto lo pide y lo da un poco el propio Arroyo. Las vueltas con España (la ansiedad, la repulsa, la república, los clásicos, los progresos y regresiones) hilan sus recuerdos y los recuerdos de los que recuerda. En el fondo también trataba de España su libelo famoso Contra los franceses (Elba), que publicó al principio como anónimo y era en realidad una manera oblicua de hablar de lo que nos pasa de este lado de los Pirineos.
De nuevo, la relación tormentosa y atormentada de Bergamín con su país durante todo el siglo XX funciona como diapasón y autorretrato. La España de la que se habla aquí es sobre todo un lugar mental, la república literalmente platónica, invisible y deseada y siempre postergada en la que vivieron (a la fuerza ahorcaban) Bergamín y muchos de sus contemporáneos, incluso muerto Franco: “Mi España es la de Cervantes, la de Galdós, no esa que nos ha dejado Franco, disfrazada de monarquía. Mi mundo no es de este reino”.
Frente a las vidas y las muertes poéticas o dignas o incluso heroicas de Bergamín o de Ulacia o Chavela Vargas o Sánchez Mejías, Arroyo evoca la de Franco, “hecho de una piltrafa
Al hilo de este sentimiento de España y de esta manera de problematizarlo (palabra fea pero útil), y a propósito también de la escasez relativa de lo confesional en su tradición literaria en comparación con la francesa o la anglosajona, me viene a la memoria una carta de una anciana Rosa Chacel a un jovencísimo Javier Marías: “Yo no sé si habrás leído un libro mío, bastante malo, quiero decir atropellado, mal construido, cuajado de defectos y excesos, La confesión. Si no lo has leído, no lo leas: te bastará con lo que yo ahora pueda resumirte. El libro, después de dar cien vueltas al asunto, llega a la conclusión de que nuestros escritores –los pocos grandes que en el mundo han sido– evitaron la confesión por repugnancia –vergüenza, más bien– a la mediocridad de la vida española que vivieron. Esta escapatoria es la madre del cordero...”.
Chacel, como Bergamín, figura similar de eterna contrariadora, vivió durante su largo exilio e incluso a su regreso en esa España más mental que material e histórica. Los libros de Arroyo pueden leerse también a la luz de esa teoría suya sobre el género memorialístico en España: como un intento de afrontar esa madre del cordero, de encontrar un estilo, una voz, una actitud que a la vez supere y dé cuenta cumplida de esa vergüenza y de esa mediocridad.
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En Mexicana Arroyo cuenta la muerte del poeta Manuel Ulacia, nieto de un exiliado más, Altolaguirre, que se ahogó en el mar frente a su casa de la costa del Pacífico mexicano. A efectos simbólicos, es el mismo mar que baña La Concha de San Sebastián, por la que pasea con un anciano Bergamín mirando a los chicos que lo surfean y admirando cómo se hacen uno con él y se abrazan a su peligro (Diana Vreeland, la legendaria editora de moda, también dijo siendo ya muy anciana que lo que más envidiaba en el mundo era la belleza, la ingravidez, la actitud juguetona y creativa ante el peligro y la muerte bajo sus pies de los surfistas).
Hay algo de eso aquí. Surfistas, toreros: aparecen en los textos de Arroyo como emblema de un talante ante el peligro, ante la muerte y la vida. Se habla mucho de toros en las memorias de Arroyo, que publicó a Bergamín La música callada del toreo. En Mexicana se pinta diciéndole a alguien (nos lo dice, claro, a nosotros) que en realidad no le gusta tanto ir a los toros como leer sobre ellos.
Yo nunca he sido muy de toros, vistos ni leídos, y quizá precisamente por eso el acercamiento callado y musical de Arroyo, simbólico pero no folklórico, que viene de la Generación del 27 y de Goya, me ha despabilado y llamado la atención. Asoma por ahí de nuevo esa sonrisa flemática ante las cosas de la vida: no su sentimiento trágico (o tremendista), pero sí la conciencia de su contigüidad con la muerte, de su inminencia, de la necesidad de torearla, de surfearla, de esbozar con sus mimbres un tipo de arte o de sonrisa. Frente a las vidas y las muertes poéticas o dignas o incluso heroicas de Bergamín o de Ulacia o Chavela Vargas o Sánchez Mejías, Arroyo evoca la de Franco, “hecho de una piltrafa, luego de semanas en el hospital, entubado por todos los orificios del cuerpo. Era la muerte que se merecía.”
A propósito del temple y los trabajos del artista, a propósito de una genealogía artística española alternativa que no cede a la desesperación, a lo tétrico ni al patetismo frente a la brutalidad o la tragedia, con Rafael de Paula charla sobre “si en el toreo, como en todas las artes, era anterior el sentimiento o el pensamiento […] Luego de una larga pausa nos dijo que para él era primero el pensamiento. Yo el toreo lo pienso, dijo. El sentimiento llega después, si es que llega, añadió con una sonrisa, como disculpando que aquella misma tarde no se había dado”. Quizá resulte esto romántico. Quizá haya un poso de romanticismo también en el estoicismo, en el odio a los aspavientos: “Para Bergamín el pueblo, el auténtico pueblo español que él idealizaba como el viejo romántico que era, lo representaban en la plaza los toreros, y el público, ese público que paga, era sólo eso, público, la encarnación del pueblo domesticado y sin alma que nos había dejado la derrota en la Guerra Civil, la represión brutal de la posguerra y los cuarenta años de dictadura”.
Ya se ve que sus estampas taurinas son también reflexiones políticas e históricas sobre España: asoman la agonía de Franco y la del franquismo, los años de plomo del terrorismo vasco, las últimas condenas a muerte y las manifestaciones de adhesión al Régimen. Los lances de Rafael de Paula o Antonio Ordóñez, el recuerdo de Sánchez Mejías o de Joselito, el relato alucinado de un viaje por carretera a Albacete donde ve la cogida mortal de un joven espontáneo en una plaza desaforada y brutal comparten un aire tenso y doliente. El escritor lucha por describirlo y por mantener la cabeza a flote sobre las olas, por surfear o torear la realidad. Quizá en eso se parezcan esas tres artes (u oficios).
La única novela de Arroyo también tiene que ver con todo esto. Por tierra es un relato despojado, seco, casi de película de Bresson, de los últimos días de un disidente secuestrado, detenido y torturado durante una dictadura militar que es claramente la argentina y a la vez un emblema de todas las dictaduras. Agobia hasta casi asfixiar, pero no renuncia a una posibilidad última de redención, de triunfo interior, de toreo del individuo frente a fuerzas aniquiladoras.
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“Esa aparente facilidad dejaba la sensación, tan reconocible, de que eso casi lo hubiera podido escribir uno mismo”: lo dice Arroyo a propósito de las últimas poesías y coplas que le publicó a Bergamín, y uno tiene esa misma sensación al leer sus libros. Lo que le faltó decir, pero se sobreentiende, es que aparte de reconocible esa sensación es engañosa. La facilidad, la naturalidad de sus libros también son, y esa es la palabra clave, aparentes. No nacen de un esfuerzo por ahuecar la voz hasta que suene campanuda, sino de otro exactamente contrario por temperarla. No son los decibelios ni las florituras, sino su simple uso con propiedad, lo que al final revela todas las posibilidades de una lengua. Las menos visibles pero (o por eso) más admirables.
A punto de acabar la carrera de Historia del Arte conocí a Manolo Arroyo en su despacho de la calle Rafael Calvo de Madrid, en un piso noble que compartían como oficina la editorial Turner, que él fundó, y la Revista de Libros, donde yo hacía mis primeros pinitos como reseñista.
De eso hace unos veinte...
Autor >
Javier Montes
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