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DECLIVE Y AVANCE

Algún día, quizás mañana

Repaso al cine de 2020

Vicente Monroy 9/01/2021

<p>El león Jackie, imagen del famoso logotipo de Metro Goldwyn Meyer (1928).</p>

El león Jackie, imagen del famoso logotipo de Metro Goldwyn Meyer (1928).

The Kobal Collection

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Empiezo señalando lo evidente: 2020 ha sido un año desastroso para la industria del cine. En cambio, ¡qué gran año para la idea del cine! Siempre ocurre así: cuando los cimientos se agrietan, cuando el Rascacielos Cine se tambalea sobre nuestras cabezas, cuando los profetas del Apocalipsis anuncian su derrumbe inminente, es cuando demuestra su asombrosa solidez. Casi parece que es ese terremoto fatal el que lo sostiene y lo mantiene vivo, en constante mutación. Los periodos de crisis nos obligan a regresar a la pregunta esencial: ¿Qué es el cine? A la luz de esta pregunta, el cine se libera del triste servilismo del capital al que permanece atado en la imaginación colectiva, y descubrimos el caos espléndido que representa como fenómeno. Recuperamos el asombro original del primer día, cuando treinta y tres espectadores parisinos, reunidos en el Grand Café del Bulevar de las Capuchinas, descubrieron las primeras películas de los hermanos Lumière.

Y ¿qué es el cine hoy, cuando celebramos el 125 aniversario de aquel primer día que pertenece tanto al mito como a la historia? Algo muy distinto de lo que fue en el pasado, no cabe duda. Y, con un poco de suerte, también algo muy distinto de lo que será en el futuro. Un arte que siempre es otro. El cierre masivo de las salas que ha provocado la pandemia solo confirma el avance irreversible de una situación que lleva gestándose muchos años. Nos encontramos en un momento de cambio, es decir, en un momento cardinal. Cambio de los modelos hegemónicos, de las jerarquías, de la naturaleza de las imágenes, de nuestro papel como espectadores… A nuestro alrededor, la vida entera del cine se reconfigura, responde a la convocatoria de lo digital, abandona su vieja vocación idealista, cambia de identidad y conquista nuevos territorios.

El cierre masivo de las salas que ha provocado la pandemia solo confirma el avance irreversible de una situación que lleva gestándose muchos años

Sintomáticamente, las imágenes que han dominado nuestras pantallas este 2020 no han sido las que estaban llamadas a hacerlo por imperativos mercantiles (por ejemplo, las de la compleja construcción de líneas históricas/histéricas de la última fantasía de Christopher Nolan), sino otras mucho más sencillas: rostros de familiares y amigos en ordenadores, tablets y teléfonos móviles. Planos que observan, firmemente, sus contrarios. Así, sin quererlo, el encierro al que nos hemos visto sometidos en los últimos meses ha favorecido el regreso inesperado de cierto espíritu perdido del cine de los orígenes. Una anécdota trillada nos habla de los gritos de terror que profirieron los espectadores de los Lumière al creer que el tren de La Ciotat se les echaba encima. Pero se trata de una leyenda vulgar al servicio de una idea del cine como espectáculo-mamut. La llegada del tren a La Ciotat ni siquiera se proyectó en el programa de aquella tarde, y los testimonios de la época demuestran que lo que de verdad sorprendió a los primeros espectadores fue otra cosa: el realismo con el que se agitaban las hojas de los árboles en el fondo de las imágenes y la sensación de vida de los personajes. El cine descubrió una vida secreta del mundo y de los individuos. Una vida escondida en ella misma. “Cuando estos aparatos estén en manos del público, la muerte dejará de ser absoluta”, anunciaba un periódico de la época. Quizás por esto, uno de los primeros impulsos de los hermanos Lumière fue el de volver el objetivo de su cinematógrafo hacia los suyos: los familiares y amigos que son una presencia constante en las escenas íntimas, los paseos, las comidas, las bromas, las tardes de campo que componen gran parte del grueso insuperable de sus películas, a las que he vuelto este año incansablemente. “Grabaron al pequeño Bébé, sus comidas, sus primeros pasos, grabaron a su criado, a su jardinero, y después siguieron grabando el mundo de esta forma, como si fuera una continuación de su casa”.

El regreso del cine a nuestros hogares no es, como vemos, del todo antinatural, y quizás responde a una vieja profesión eclipsada por la falsa creencia de que el cine nació como un espectáculo de barraca de feria. En contraste con el dramático cierre de las salas, en los últimos meses hemos vivido también una fantástica eclosión de plataformas de streaming, festivales online, eventos, webs monográficas, archivos de cine histórico o de vanguardia. Estos proyectos no nos hablan de la consumación de la sonada accesibilidad total de la historia del cine en Internet, sino de una necesidad de encontrar nuevas vías para compartir experiencias. Hacer del mundo nuestra casa y de nuestra casa el mundo: ese es el sueño del cine. Un fantástico retroceso del horizonte para aquel que entiende el cine como un campo de exploración. Cito de memoria algunos de los numerosos proyectos magníficos que han nacido este año en la red: Henri, la plataforma gratuita de streaming de la Cinemateca Francesa, la web dedicada a la importante figura de William Greaves, el proyecto delirante del Museum of Home Videos, los screenings en twitch de Screen Slate, (incluyendo las últimas películas de Ken Jacobs, Cory Arcangel y Ellie Ga), el catálogo liberado de la Colección Julia Stoschek, el ciclo Liberating History: Arab Feminisms and Mediated Pasts en The Block Museum, o la serie de documentales After Civilization en la web del Maysles Documentary Center.

Estos proyectos dispares permiten mantener viva la esperanza frente a uno de los principales peligros del cine de nuestra época: el de un control creciente de los canales de distribución y comunicación en manos de las grandes empresas y plataformas de streaming. Internet presenta una tendencia a la monopolización y a la mercantilización de las imágenes, fomentada por la inmediatez de los discursos y el barullo general de los medios de comunicación. El mejor aliado del capital es el olvido, y el cine es un arma de resistencia contra el olvido. Queda mucho por hacer a propósito de la gestión de estos estímulos, pero está en nuestra mano no hacerle el juego a la industria cultural y comprender los cambios profundos y las nuevas responsabilidades que arrastra la mudanza definitiva del cine a Internet.

La consolidación de las prácticas cinéfilas alrededor del streaming ha revelado un panorama muy distinto del que habíamos conocido hasta hace algunos años. La cinefilia tradicional se identificaba con la excepcionalidad de la experiencia del visionado, con la sumisión a las imágenes y con la unidad de la obra. Aferrándose al mito desfasado de la grandeza del cine, las grandes plataformas de streaming intentan simular estas condiciones de manera artificial. Mientras tanto, la cinefilia internauta promueve la atomización del material cinematográfico y el trabajo activo sobre los fragmentos de la obra, que son rápidamente incorporados a nuestras dinámicas sociales y comunicativas. Una parte importante de nuestra identidad virtual se construye alrededor del trabajo con las imágenes.

Está en nuestra mano no hacerle el juego a la industria cultural y comprender los cambios que arrastra la mudanza definitiva del cine a Internet

Gran parte del mejor cine que se hace en la actualidad ha asumido sin solemnidad el compromiso de reflexionar sobre las implicaciones de la naturaleza fragmentaria del cine de nuestra época. A comienzos de este año hemos podido ver en livestreaming la sorprendente My First Film de Zia Anger, una película que no existe, compuesta por los materiales en bruto de una película anterior que nunca pudo estrenarse y por imágenes recuperadas de las redes, stories de Instagram, emails o videos de la campaña de crowdfunding que la directora muestra en vivo en el escritorio de su MacBook, en el que tiene lugar la performance. Su reflexión sobre el fracaso artístico se convierte en una celebración de las nuevas herramientas digitales.

Otras pequeñas obras maestras del collage con materiales cinematográficos que nos ha dejado 2020 son Forensickness, de Chloé Galibert-Laîne (que es una respuesta a Watching the Detectives, la obra maestra de Chris Kennedy), la serie de videoensayos A Machine for Viewing, de Richard Misek, Oscar Raby y Charlie Shackleton, o la todavía más sintética Explosive Paradox de Kevin B. Lee (una emocionante reflexión sobre Platoon, de Oliver Stone). Películas que se preguntan por el valor de la historia en un contexto en el que la manipulación de las imágenes no es una consecuencia, sino una condición de existencia del cine.

Una de las obras más originales que he podido ver este año es la performance PSYCHO, de Ángela Millano y Julián Pacomio, que forma parte del proyecto de investigación Asleep Images. En esta performance, los artistas se preguntan por la posibilidad de que un individuo almacene y reproduzca contenidos cinematográficos, del mismo modo que los personajes de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury memorizaban libros para resistir la destrucción de la memoria escrita de la humanidad en un futuro distópico. Mejor dicho, se convertían en libros. Millano y Pacomio suben la apuesta: se enfrentan a la difícil tarea de convertirse cada uno en una película, respectivamente: Psicosis (en la versión de Hitchcock de 1960) y Psicosis (en la versión de Gus Van Sant de 1998). Experimentan con distintas operaciones para expresar los distintos niveles de la puesta en escena: la narración, los escenarios, el vestuario, los diálogos, la planificación, el montaje, la temporalidad... La dificultad de abarcar todos estos elementos es un desafío comunicativo. Todo su cuerpo se implica en el esfuerzo por transmitir la complejidad de la construcción cinematográfica mediante ejercicios parciales de acción, evocación y gestualidad.

Qué extraños vínculos afectivos nos atan al cine, ¿no es verdad? En su reciente libro Mysteries of Cinema (Amsterdam University Press), el crítico australiano Adrian Martin recuerda una proyección de Todo en un día (John Hughes) a la que asistió en 1986, después de bajarse unas cuantas botellas de vino con su grupo de amigos. En esas condiciones, la película se convirtió en una experiencia catártica, arrebatadora, que define como un “cine expandido interior”. La plasticidad irrefrenable del cine de Hughes dialogaba con su inconsciente, se acoplaba con sus emociones y la conciencia del tiempo y del espacio se desdibujaban. Superada la resaca, quiso escribir un artículo explicando las características de esta experiencia, pero no pudo terminarlo.

Porque ¿cómo poner en palabras eso que nos hace el cine? ¿Se pueden expresar las corrientes de energía que a veces es capaz de transmitir, y la manera en que nos afectan? ¿O tenemos que resignarnos a mirar cómo cogen polvo en el poblado cajón de lo inenarrable? Estas preguntas se tradujeron, en los años 80, en varias tentativas de Martin de encontrar una manera de hablar de las películas en términos de “formas, contornos, ritmos, intensidades y efectos de todo tipo, técnicos y emocionales”, acuñando una forma de pensamiento sensual que rompiera la barrera entre el análisis y las formas plásticas del cine, rechazando las interpretaciones psicológicas propias de la cinefilia tradicional y la obsesión por el significado de las películas, ese “residuo nocivo de una crítica anticuada, literaria y teatral”. La ambición de reflexionar sobre el cine indirectamente y también por mímesis, le llevó a experimentar con formas híbridas de escritura e ilustración, collages de textos, mezclas de registros y de voces.

La descarga, la fragmentación, el reencuadre, la remezcla y la aplicación de efectos también son herramientas con un fuerte potencial expresivo y político

Después de algunos intentos más o menos decepcionantes, Martin terminó por aparcar este sueño. Pero, dotado de cierta tenacidad australiana, no perdió la esperanza de retomarlo algún día. Explica cómo los directores Terrence Malick y George Miller tuvieron también que aplazar, en los años 80 y durante casi tres décadas, sus ambiciosos proyectos para Q (que más tarde se convirtió en El árbol de la vida) y Mad Max: Fury Road, hasta que la tecnología de la imagen digital estuvo a la altura de su imaginación. La idea del cine, como suele ocurrir, iba un paso por delante de la industria.

También él, como crítico, tuvo que esperar todos esos años para disponer de las herramientas que le dieran acceso a la materia viva de las imágenes y que le permitieran operar sobre materiales obtenidos directamente de las películas. En los últimos años, gracias a los nuevos softwares de edición y a la accesibilidad de las películas en Internet, Martin ha podido retomar su viejo proyecto. En colaboración con Cristina Álvarez, ha desarrollado un hermoso modelo de análisis en el que “formas, contornos, ritmos, intensidades y efectos de todo tipo, técnicos y emocionales” juegan por fin un papel tan importante como las palabras. Desde 2016, trabajan juntos en The Thinking Machine, una serie de videoensayos sobre la historia del cine que ya lleva cuarenta y cinco episodios, y que es un valioso patrimonio de la imaginación de nuestra época.

La descarga, la fragmentación, el reencuadre, la remezcla y la aplicación de efectos sobre materiales preexistentes convierten el cine en un diálogo interior, pero también son herramientas con un fuerte potencial expresivo y político. Después de todo, la historia del último siglo ha sido en gran medida una historia de las imágenes, que se ha construido a través de los medios audiovisuales, usando formas de propaganda y de divulgación de las que el cine ha sido casi siempre un aliado servil. Todos los puntos de vista están cubiertos: la historia del cine es también una historia de la vigilancia. El desarrollo de operaciones que perviertan esta lógica puede revelar motivos ocultos, estrategias de opresión, figuras que se han resistido a desaparecer. Forzando a las imágenes del pasado a revelar su interior oculto, podemos descubrir aquello en lo que el discurrir vertiginoso de la historia oficial no nos permitió fijarnos, y que tienen un efecto real en nuestro presente.

Lo demuestra Luis López Carrasco en El año del descubrimiento, una de las películas en las que pensaremos en el futuro cuando nos acordemos de ese 2020, y que nace como un proyecto de recuperación y reorganización de las imágenes olvidadas de un momento relevante de la historia de España: las protestas obreras que llevaron a la quema de la Asamblea Regional de Murcia en febrero de 1992. Imágenes que existieron, pero que los medios se las arreglaron para no mostrar frontalmente, o para mostrar lo suficientemente desorganizadas para que no significaran nada. Condenándolas a un segundo plano, pusieron frente a ellas otras por las que ahora nos damos cuenta de que hubo que pagar un alto precio: las Olimpiadas de Barcelona, la Expo de Sevilla, el desarrollo de grandes infraestructuras, la entrada de España en el mundo por la puerta grande.

La heterogeneidad de las obras que nos ha dejado 2020 hace honor al espíritu de intercambio y descubrimiento que puso en marcha la historia del cine

López Carrasco repara las grietas que separan las imágenes de la prosperidad y las imágenes de la opresión. La imagen de lo que fue y la imagen de lo que será son realidades coincidentes en el plano, aunque nunca superpuestas. Su unión provoca extrañas interferencias y anacronismos. Esta duplicidad se representa con una pantalla partida que no tiene ninguna intención vanguardista, sino una finalidad bien clara: no permitir que el espectador se forme una imagen sólida de lo que ve y de lo que escucha. Una forma de resistencia contra la creación de imágenes monolíticas, de apariencia irremisible, que abunda en nuestra época. El año del descubrimiento ahonda en las imágenes detrás de las imágenes, descubre la necesidad de grabar otras nuevas porque el tiempo ha dejado las que existen incompletas. Pone en el centro del cuadro caras y palabras olvidadas. Demuestra que, 125 años después de la invención de los Lumière, organizar y ofrecer información, mostrar, sencillamente, claramente lo que no ha sido mostrado, sigue siendo un acto revolucionario.

Los cineastas y los artistas que recorren este artículo (Zia Anger, Chloe Galibert-Laîne, Richard Misek, Oscar Raby, Charlie Shackleton, Kevin B. Lee, Ángela Millano, Julián Pacomio, Cristina Álvarez, Adrian Martin, Luis López Carrasco) ofrecen muestras del camino emocionante, inesperado que se abre para el pensamiento del cine cuando se independiza de los modelos dóciles de la esclavitud industrial y reaviva su pasado, se pregunta por su presente y fantasea sobre su futuro. La fantástica heterogeneidad de las obras que nos han dejado en este 2020 hace honor al espíritu de intercambio y descubrimiento que puso en marcha la historia del cine, que transformó para siempre nuestra mirada sobre las cosas y también sobre nosotros mismos.

Es cierto que han cambiado muchas cosas a lo largo de estos 125 años de vida del cine. Quizás algunas cosas hayan ido a peor. ¡Qué importa! Hoy toca celebrar. Si nos paramos a observar con atención, nos damos cuenta de que lo esencial permanece intacto: la aportación del cine a la historia de las formas, su revolución de la historia de la comunicación, su lealtad a la historia de los pueblos, su desafío a la historia del arte. Mientras mantengamos los ojos abiertos frente a los tesoros de nuestra época, el término cine seguirá siendo polisémico y misterioso, y se resistirá a aceptar una definición firme. Algún día, quizás mañana, conseguiremos responder a la vieja pregunta: ¿Qué es el cine? Pero no será hoy. Y frente al aburrido lamento cinéfilo por lo que nos depara el futuro, por el avance implacable de la digitalización y por el declive de cierto encanto de otra época, nunca es mal momento para recordar las palabras con las que Jonathan Rosenbaum terminaba su ensayo fundacional Adiós al cine, bienvenida la cinefilia, que siguen sonando igual de oportunas que el primer día: “Si el público puede encontrar otra vez la manera de sentir el cine como algo propio, aunque esto signifique salir de las salas, las posibilidades serán ilimitadas. Aunque sabemos todo lo que podríamos y odiaríamos perder, todavía no hay forma de saber lo que podríamos ganar”.

Empiezo señalando lo evidente: 2020 ha sido un año desastroso para la industria del cine. En cambio, ¡qué gran año para la idea del cine! Siempre ocurre así: cuando los cimientos se agrietan, cuando el Rascacielos Cine se tambalea sobre nuestras cabezas, cuando los profetas del Apocalipsis anuncian su derrumbe...

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Autor >

Vicente Monroy

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