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Semblanzas

Las gafas Gainza

El escritor Javier Montes nos invita a un recorrido por la obra crítica de María Gainza, y sufre una metamorfosis parcial

Javier Montes 4/02/2021

<p>Ilustración de la portada de Una vida crítica.</p>

Ilustración de la portada de Una vida crítica.

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María Gainza publicó Una vida crítica por primera vez en Argentina en 2010. Lucía sobriamente su índice como portada, y el título original no era llamativo: Textos elegidos 2003-2010. No se distribuyó en España y pasó desapercibido. Ahora nos llega con título nuevo, prologado, con un posfacio de la autora y varios añadidos. Y me apuesto lo que sea a que se leerá mucho y recibirá muchísima más atención. ¿Por qué? La historia es conocida pero la repetiré por el placer de hacerlo. Como los mejores cuentos, se presenta a la vez aún en progreso y ya redonda: con la misma sensación de inevitables coincidencias perfectas que dan los sueños, las vidas contadas a toro pasado y muchos de los relatos que arma su autora.  

Entre muchas otras cosas, desde los primeros dosmiles María Gainza se dedicó en Buenos Aires a publicar en prensa las críticas de arte recopiladas aquí. Luego escribió un libro deslumbrante, El nervio óptico, donde contaba, entre muchas otras cosas, que se había dedicado a la crítica de arte. Andando el tiempo, Anagrama lo publicó en España y fue un gran triunfo que va ya por su quinta edición, décima traducción y enésima premiación. Le siguió otro éxito: La luz negra, una novela que retomaba el ambiente y el lenguaje del mundillo artístico y jugaba de nuevo el juego de las pistas verdaderas o falsas sobre la vida de la narradora. 

Y ahora que Capital Intelectual relanza el primero de todos los suyos, será una tentación para muchos leerlo como una especie de spin-off de los anteriores, una excrecencia o prolongación de su ficción. “Ah”, pensará más de uno, “así que esto es lo que la María Gainza-personaje de El nervio y La luz escribía y publicaba mientras le pasaban las cosas de las que habla en El nervio y La luz.” 

Es verdad que los libros y la voz de Gainza invitan un poco a sus lectores a esos alardes detectivescos (creo que todos nos sentimos un poco detectives y un poco espías, un poco policías y otro poco ladrones, al leer sus libros). Pero yo prefiero no entrarle al libro por ahí. Un poco por pura deformación profesional, por haber trabajado como crítico de arte en periódicos y suplementos parecidos durante la misma época. Y un mucho porque en este caso no hacen falta juegos entre realidad y ficción: me parecen menos estimulantes que los artículos en sí mismos. 

Que María Gainza es una escritora de primera lo daré por supuesto y no necesitado de confirmación aquí. Pero sí querría llamar la atención sobre lo que esa escritora le hace a la crítica de arte como género. Cómo la practica y cómo no la practica, por así decir: como la desarma y rearma y la dinamita desde dentro hasta ofrecer algo que se le parece pero no es exactamente eso.  

En España, a diferencia de Argentina o Brasil o México, el mundillo del arte contemporáneo es fundamentalmente sospechoso, cuando no directamente irrelevante, para una parte muy amplia del mundillo literario(lo sé porque vivo a caballo de ambos y a menudo recibo muestras de solidaridad más o menos jocosa o compasiva de amigos y colegas, deportivamente dispuestos a la tolerancia con mi peculiar parafilia). Creo que es uno más de los muchos efectos retardados y daños colaterales de los cuarenta años de franquismo que se comieron la mejor parte de nuestra modernidad abortada, pero no abundaré en eso. Ponerse plañidero no es plan. 

Y a la inversa: en el mundillo del arte, la intervención de un crítico con ínfulas o marbete literario también es sospechosa. Si no usa la jerga a la moda, si no deja caer shibboleths para iniciados, si se le entiende bien, en fin, nunca se quitará el sambenito de diletante o de intruso (también en esto pesan muchos años de crítica franquista verbosa e infumable, del D´Ors tardío al plomo Pemán).   

Evitar la frivolidad y aspirar al rigor, creo y vaya por delante, es de rigor en cualquier crítica. En textos académicos y especializados, probablemente también el lenguaje deba serlo. ¿Pero debe serlo en la crítica escrita para un público (algo) más amplio? ¿Tan mal está la cosa que rigor y claridad serían ya sin remedio excluyentes? El caso es que no paramos de ver a escritores haciendo crítica sobre compatriotas contemporáneos en nuestros suplementos, pero no vemos artistas ejerciendo la crítica de arte. Y desde luego, apenas vemos escritores tampoco. Es verdad que los artistas no siempre se manejan bien con la palabra escrita. Y es verdad que escribir sobre arte no rinde: no da influencia ni visibilidad suplementaria ni ayuda a impulsar la carrera de un escritor en este país (del dinero ya ni hablemos).

En España, a diferencia de Argentina o Brasil, el mundillo del arte contemporáneo es sospechoso, cuando no directamente irrelevante, para el mundillo literario

Pero quizá haya más razones. Hace años organicé varios encuentros en La Casa Encendida entre artistas y escritores contemporáneos que a mi juicio compartían tonos, puntos de vista y maneras de entender el trabajo creativo y podían cubrir esa brecha. Recuerdo una memorable conferencia-casi-performance de César Aira, que luego publicó en un librito que viene muy al caso aquí, Sobre el arte contemporáneo: podría leerse casi como companion del de su compatriota Gainza. Y recuerdo también que preguntaron a Luis Magrinyà si no creía que los escritores españoles aún tenían pendiente asimilar a Joyce del mismo modo que los artistas habían asimilado a Duchamp. Y Magrinyà, rápido como suele, contestó algo así como “bueno, es que los escritores también deberían asimilar a Duchamp”. 

Duchamp cambió las reglas de juego del arte de su tiempo, que pasó a ser ya el nuestro, no al forzarlo a avanzar un paso sino al invitar a sus espectadores a retroceder otro: a ampliar de esa forma el campo de visión y cuestionar las premisas formales, miméticas y retinianas de unas artes encasquilladas en la representación de lo visible. A volver sobre nuestros pasos y desentendernos del asunto para fijarnos en el marco de la representación. A dejar de considerarla material e intemporal para descubrirla inmaterial y temporal (o también: materialista e histórica). 

Desde Duchamp, importa tanto el aparato de convenciones, ideas previas, instituciones y lugares de la representación como el objeto representado, si es que lo uno no va por lo otro. La mayoría de edad espectadora que propició también sugiere la posibilidad de una mayoría de edad lectora: la que profundiza en el tradicional y siempre deseable embeleso lector y lo vuelve más complejo y rico en matices.

El discurso dominante en la crítica literaria de suplementos española sigue siendo, por así decir, pre-duchampiano, atento sobre todo a la verosimilitud e intensidad psicológica y al realismo narrativo. Trama y personajes, trama y personajes, trama y personajes…

“¡Dame personaje!”, le pedía un editor a una amiga escritora que no se lo daba, o no como él quería. ¡Dame, dame! Dame novelas río, dame tormentos y finuras y refitolerías sicológicos, dame drama, realismo, verosimilitud, historias bien contadas, y el que no se ocupe de eso es porque no sabe. Un poco como quienes van a una galería o una expo de arte actual y si no ven cuadros bien pintados piensan que eso lo haría un niño de cinco años, o que eso lo hacen porque no saben pintar. Bueno, quizá no quieran o realmente quizá no sepan, pero porque han dedicado su tiempo a esforzarse por aprender a hacer otras cosas. 

El discurso dominante en la crítica literaria de suplementos española sigue siendo pre-duchampiano, atento a la verosimilitud e intensidad psicológica

Este largo desvío-jeremiada, perdón, quería servir de marco de lectura local a lo que Gainza, desde una más aireada Buenos Aires, le hace a la narrativa en castellano con sus libros: abrir el plano, desbordar el marco, manipular las reglas, crear con ellas formas de interesar distintas de la sempiterna trama, invitar al lector a pasar de leer, simplemente, a leerse leyendo. Creo que también es lo que le hace al género de la crítica de arte en estos textos. 

Me parece, al leerlos, que Gainza está, hasta un cierto punto, muy interesada por sus objetos. En ese sentido, como quería Baudelaire, su crítica es realmente parcial, política y apasionada. Pero a partir de ese punto, creo que las obras y los artistas de los que se ocupa fueron para ella en su momento una simple excusa. Por decirlo en la jerga detectivesca que le gusta: una coartada perfecta. La batalla que deja por escrito no es por explicarlos bien al lector: es por explicárselos bien a sí misma. La diferencia es fundamental, porque de ese modo el texto sobre arte se vuelve obra de arte (o literaria, al menos). 

En ese sentido, leerla desde España es una gran ventaja. Todos los textos recopilados se refieren a artistas argentinos, rabiosamente contemporáneos o de su riquísimo y envidiable siglo XX visual, tan poco conocido por aquí. Y es revelador que puedan leerse (y casi mejoren) sin necesidad de ver las obras o siquiera conocer a los artistas sobre los que trabaja. Es llamativo que no sienta uno el picorcillo googleador inmediato, que hoy asalta a la mínima y por motivos mucho más tontos. Leemos y leemos sin necesidad de referirnos al objeto porque el objeto, al final, es la mente de María Gainza trabajando. 

“Delia Cancela dijo que pintaría flores esa mañana”: Así empieza una de sus críticas. Y uno sigue leyendo, inquieto, hasta que vuelve irremediablemente al cabo de cinco frases a la del principio. Y le da vueltas, y le ronda, y se pregunta: ¿esto es o no es una alusión camuflada al principio de La señora Dalloway? Pero la señora Dalloway, si uno se acuerda bien, “dijo que compraría las flores ella misma”, según Virginia Woolf. 

Por otra parte, tanto la crítica de Gainza como la novela de Woolf sitúan su arranque de buena mañana. Y Delia y Dalloway suenan parecido. Y uno, casi sin querer, se sorprende pensando en Gainza pensando en una pintora que se llama Delia y pinta flores y acordándose por involuntaria asociación de ideas de la señora Dalloway y sus famosas flores y sopesando si empezar así su texto y decidiéndose a hacerlo contra todo pronóstico y criterio universalmente aceptado. 

La batalla que deja por escrito no es por explicarlos bien al lector: es por explicárselos bien a sí misma. De ese modo el texto sobre arte se vuelve obra de arte (o literaria, al menos)

¿Por qué? ¿Por pura broma privada consigo misma? Un poco sí, quizá (ahí entra el arte). Y otro poco no, creo yo: precisamente para inspirar ese tipo de elucubraciones detectivescas en pos de sus pasos mentales y sus pistas en alguno de sus lectores. 

Imagino a un lector de la sección de libros, o de música, del suplemento resbalando con sus ojos por la página de arte (pensemos que estos textos están escritos cuando el periódico se leía aún en páginas de papel contiguas, según ese sistema bendito del diario generalista que podía propiciar sorpresas así, y darnos mejor que ningún algoritmo justo aquello que nos resultaba interesantísimo precisamente porque hasta aquel momento no sabíamos que nos interesaba). 

No sabe ni le interesa quién es Delia Cancela; ni María Gainza, ya puestos. Hace años que se desentendió de la página de arte. Y sin embargo pica en esa frase como en el cebo apetitoso de sabor inesperado que encubre un sofisticado anzuelo. Lee cinco o seis frases más, vuelve sobre sus pasos, se pregunta si… etc. 

La trama está armada, el lector ganado. Ya sabe quién es Delia Cancela. Quizá vaya a su exposición. Y desde luego ya sabe quién es María Gainza. Buscará su firma en la sección en el futuro, tal vez. No volverá a pasar de largo por las páginas de arte. No las atravesará con los ojos de puntillas, como si temiera quemarse en una travesía por las arenas ardientes del desierto de los tártaros.  

En otros artículos Gainza cita abiertamente, sin subterfugios, la novela de Buzzati, la poesía de Wallace Stevens, el cine de Larry Clark. Son estrategias parecidas: en el endogámico género de la crítica de arte, parece casi de rigor no citar a escritores. Por ignorancia del crítico, o por su temor a la de los lectores, o por respeto a esa dichosa convención de alergia literaria. 

Ésta, claro, es una convención a la que María Gainza, que estudió Historia del Arte y es una mujer avispada, podría haberse plegado al principio de sus años como crítica. Y sin embargo, precisamente por avispada, decidió desde el principio no hacerlo. 

Así abre el plano: las citas son siempre acertadas y ayudan muchísimo a definir el tono y la coloratura del arte que describe (tanto que es casi como si escribiera para ciegos, a veces)

Así abre el plano: las citas son siempre acertadas y ayudan muchísimo a definir el tono y la coloratura del arte que describe (tanto que es casi como si escribiera para ciegos, a veces). Y más: funcionan como luces de posición, como balizas parpadeantes que desde el fondo del texto de la sección de Arte avisan de que ahí hay vida inteligente. 

Gainza escribe como todo buen crítico: convencida de que su asunto, por remoto y peregrino que parezca, es de interés universal. Y como todo buen crítico, crea a sus lectores y les provee luego de un marco de lectura y de la comunidad imaginaria que se materializa en sus textos. Es la misma que la arropa, invisible, a ella al escribirlos: quizá sea aquella Hermandad Universal de los Razonables de la que habló alguna vez Susan Sontag. No por imaginaria resulta una ficción menos consoladora. En realidad, quizá lo uno vaya por lo otro también en este caso. 

Las cargas de profundidad, las balizas en superficie y los anzuelos lindamente revestidos no siempre están al principio de sus textos. Hablando de otro artista, a mitad de artículo, Gainza deja caer con habilidad, al desgaire, casi como sin darse cuenta (o quizá sin darse cuenta realmente, aunque hay muy pocas cosas de las que una escritora como Gainza no se dé cuenta en lo que decide dejar por escrito) la siguiente frase: “Lejos del cinismo de un gesto dadá y un poco más cercano al material como mito de Beuys…”. 

De nuevo una luz de posición, un código morse transmitido en este caso más bien para (o en todo caso plenamente apreciado por) alguien que sepa de arte del siglo XX. El artículo es sobre un artista concreto, pero en menos de veinte palabras, en una especie de driblaje que no distrae de su objeto pero detendrá en la lectura a quien lo disfrute, Gainza ha sabido resumir con maestría la esencia del dadaísmo (“claro, ¡el cinismo!,” piensa uno, dándose cuenta de que acaba de ponerle nombre, gracias a Gainza, a algo que varios manuales de arte de vanguardias no habían conseguido ayudar a fijar tan bien) y la del trabajo de un artista proteico y renuente a la clasificación como fue Beuys: El material como mito… si el lector, aparte de estar al tanto de la vida y obra de Beuys, disfruta leyendo algo bien escrito, apreciará la concisión y la aliteración de una sola tacada. Hace falta, bien lo sabemos, entender muy bien algo y haber pensado en ello mucho tiempo para poder resumir literalmente en dos palabras su esencia sin traicionarla.

Por cierto que esa concisión, además, es no sólo deseable sino obligatoria cuando uno escribe para las páginas de un suplemento cultural, donde las palabras están tasadas. En ellas una escritora concisa como Gainza templó sus armas y aprendió buenas lecciones: lo nota uno en sus libros.  

Muchos de sus textos no son tanto críticas como semblanzas, retratos que son relatos y que bajo su aparente fluidez ocultan muchas horas de entrevistas, de paseos y visitas

En otro artículo, hablando de un dibujante, dice: “La agenda de un adolescente aburrido en clase de Instrucción Cívica. Es así como a primera vista se podría sintetizar su producción”. Y aquí ya no es que veamos luces de posición sino saltar todas las alarmas: esto es Gainza en plenitud de facultades. Después de ampliar el campo y reencuadrar el plano, después de excitar y convocar con destreza a lectores inhabituales o fatigados, después de jugar con las convenciones del género, Gainza se permite lo que sólo los maestros de cualquier género pueden hacer con él para reforzarlo. Paradójicamente, se las carga. 

En esa frase se acciona el juego con congéneres razonables, el recurso a convenciones superiores por universales (la de la memoria compartida, la del humor), la confianza en que su lector ideal, que puede ser cualquiera que haya sido adolescente en su vida, entenderá muy bien que la frase debe entenderse como elogio. 

Si las frases tienen punctum, como decía Barthes de las fotos (y vaya que si lo tienen las de Gainza), la de ésta es, claro, el “a primera vista”. El texto será una invitación a seguir leyendo y mirando, a fiarse y a la vez a no fiarse de las impresiones a primera vista, ni la que produce una obra ni la que produce su texto: a repensar si no será un elogio eso que “a primera vista” parece no serlo. 

Porque las críticas seleccionadas por Gainza son todas buenas. En los varios sentidos que puede cobrar la palabra aquí, y concretamente en el que ella misma explicita en una, al hablar de los peligros de trazar “siluetas demasiado laudatorias, y en consecuencia, sin profundidad. Olvidando que la crítica no necesariamente supone jactancia o malicia; sino, también, dar cuenta de dobleces y complejidades”. Consecuentemente, muchos de sus textos (y mis favoritos, sin duda) no son tanto críticas como semblanzas, breves vidas de artistas, retratos que son relatos y que bajo su aparente fluidez ocultan muchas horas de entrevistas, de paseos y visitas, de pesquisas cuidadosas (porque las escribe la detective). En ellos Gainza pone en marcha todas las estrategias de la consumada narradora que es, y desde luego recuerdan las “pinceladas biográficas” de los artistas de los que habla en sus libros (perdón por el cliché, pero pocas veces sirvió tan bien para describir una técnica tan incisiva como voluntariamente leve y desprovista de la autoridad postiza del biógrafo al uso). 

Acaban conformando un retrato de familia elegida, una galería de antepasados favoritos y una declaración de principios: como se puede adivinar en su manera de elogiar al dibujante que decíamos, a Gainza le gustan los marginados, los pringaos de la clase, los balas perdidas, los tapados que de pronto adelantan a los demás contra todo pronóstico y apuesta. La imagen del adolescente que dibuja a su aire, siguiendo su camino, mientras los demás atienden o fingen atender aburridos discursos del profesor de turno, se revela como declaración de principios y actitud vital. Por supuesto, como autorretrato.  

“Cada vez que miro [una obra de arte predilecta] algo se comprime dentro de mí, es una sensación entre el pecho y la tráquea, como una ligera mordedura. He llegado a respetar esa puntada, a prestarle atención, porque mi cuerpo alcanza conclusiones antes que mi mente. Más tarde, rezagado, llega a la escena mi intelecto con su incompleto kit de herramientas”. 

Esta cita, en cambio, no proviene de ninguno de los artículos de Una vida crítica, sino de El nervio óptico. Esto es un poco hacer trampa y contradecirme, porque había dicho al principio que no buscaría el correlato fácil entre los libros y los artículos de Gainza. Pero es tan tentador hacerlo, al final, y en general es tan tentador y satisfactorio contradecirse… Me acuerdo y me busco como coartada a la gran Janet Malcolm, que alcanzó una de las cumbres del género de la crítica de arte cuando se contradijo no una ni dos ni tres sino cuarenta y una veces al probar a escribir sobre el pintor David Salle en su famoso artículo para el New Yorker “Cuarenta y un arranques en falso”. Creo que tanto la cita tramposa como el artículo de Malcolm pueden ayudar a sugerir el tono y la coloratura de este libro.  

Y Gainza precisamente nos enseña a no desdeñar absolutamente ningún material que tengamos a mano para hacer una crítica de algo. 

Yo no he llegado a las cuarenta y una contradicciones para escribir ésta, por suerte para todos. Ni siquiera a los diez folios que el amable Gonzalo Torné me fija como límite generoso (bendito sea Torné y bendita la prensa digital que no tasa tanto cada palabra y da cobijo a lo que el diario en papel no abarca… aunque con esta bendición caiga en otra contradicción). También, debo decir, me doy cuenta ahora al releerlo de que invenciblemente he escrito un poco a la manera de Gainza, de que se me ha pegado no sólo su manera de mirar, sino de decir, quizá de pensar (bueno, o eso quisiera yo). Tras leer el libro de Gainza nos notamos caladas en la nariz unas gafas Gainza (lo mismo que hay unas gafas Proust o unas gafas Chejov o unas gafas James). Maldición quizá no eterna, pero tan persistente como placentera, que perseguirá a quien lea sus páginas. 

María Gainza publicó Una vida crítica por primera vez en Argentina en 2010. Lucía sobriamente su índice como portada, y el título original no era llamativo: Textos elegidos 2003-2010. No se distribuyó en España y pasó desapercibido. Ahora nos llega con título nuevo, prologado, con un posfacio de...

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Autor >

Javier Montes

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