la insuficiencia del lenguaje
El tonito y las lagunas
A propósito de ‘Luz del Fuego’, el último libro de Javier Montes
Luis Magrinyà 13/07/2020
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Todo empieza con el «tonito». Cierto es que una de las razones de Luz del Fuego, el nuevo libro de Javier Montes, ha sido un hallazgo algo casual, típico de viajero: la historia en principio inverosímil de una vedette que en los años 40-50 del pasado siglo fascinó a todo Brasil con sus shows «provocantes» y yendo desnuda a todas partes con unas enormes boas; la historia de una estrella que luego se hizo con la concesión de un islote donde se quedó a vivir en nombre del naturismo y donde daba fiestas a las que todos los invitados –celebrities incluidas− tenían que ir desnudos; la historia de una mujer que, ya en su decadencia, medio olvidada, desasistida y ridiculizada, en plena dictadura militar, acabó posando desnuda en una roca para barcos de turistas donde se la señalaba como indígena caníbal; y que finalmente fue asesinada con todas las horripilantes características del crimen moderno. Vale, comprendo que todo esto inspire. Pero para llegar a esa inspiración el detonante parece que ha sido oír el «tonito» con que los pocos que la recordaban hoy hablaban de ella: el «tonito», una palabra que no está en el DRAE pero que debería estar, porque no es un diminutivo sin significado especial, no es ‘tono pequeño’ de la misma manera que «cerdito» es ‘cerdo pequeño’, no. Es esa mezcla de «diversión y sorna, aprensión y una punta de desprecio» que el narrador recuerda haber oído ya de niño y adolescente y que dice adivinar, entender y reconocer «a la perfección». Bueno, creo que es fácil de reconocer. Todas sabemos que a veces –muchas veces a lo mejor, quizá todas las veces− nuestro nombre se pronuncia con «tonito». Y tampoco somos inocentes de su práctica: yo, por ejemplo, parece que lo practico hasta por escrito. A veces me dicen por Whatsapp: «Vaya tonito»; pues sí, vaya. En fin, a mí me llama la atención que haya sido una cuestión de entonación, un fenómeno oral de los que estudia la paralingüística, una aportación fuera de la palabra que modifica el significado de la palabra, lo que esté en la génesis de un libro. Porque además anuncia que será un libro sobre las palabras y su medio, aquel donde se impone la marca social.
El libro anterior de Javier Montes, Varados en Río, puede leerse y utilizarse como una guía de viaje literario, un género muy interesante. Yo diría que este también, aunque va un poco más allá, porque, en caso de que lo utilicemos como guía, ofrece multitud de avisos sobre lo que hay que hacer, indagar, capear para llegar a «los lugares de interés», y porque además adelanta ese efecto nada infrecuente en quienes visitan una ciudad o un país guía de viaje en mano: la decepción. La mayoría nos hemos topado, dejándonos llevar con confianza por nuestra orientadora, con museos e iglesias en obras, con «insólitos jardines elevados» que luego resulta que están a solo cuatro escalones de la calle, con playas vírgenes que –tras una larga caminata bajo el sol– encontramos atestadas de barquitos de mierda, con clubs nocturnos que son lo último, tan último que están cerrados. La decepción, lo no esperado cuando se esperaba otra cosa, todo aquello que no se corresponde con lo escrito, y el aprendizaje de no ir esperando nada, son experiencias características –correctivos del ánimo− de la lectura de las guías de viaje.
El narrador nos habla de la ausencia de Luz del Fuego de la cultura de su tiempo. Ningún artista la pintó, ningún escritor habló de ella, y ningún astro de la bossa nova le dedicó una canción
En Luz del Fuego asistimos a un curioso movimiento del narrador-guía que va sin grandes dramas del escepticismo al entusiasmo. El libro parte de una base documental muy escasa y no escatima indicios sobre su propia elaboración y la reconstrucción problemática de ese eterno misterio que son los hechos. Ya desde las primeras páginas, al analizar una foto de familia de la biografiada, el guía hace especulaciones y saca conclusiones que le llevan a preguntarse si son «más bien novelería», pretextos para la ensoñación. En páginas posteriores nos aguarda un buen número de delaciones: el serpentario de Belo Horizonte que fascinaba de niña a la protagonista «no es gran cosa […], como espectáculo para adultos deja que desear»; las míticas serpientes son en algún momento «bichos [que] no están para refitolerías», que se comen una colcha, que se escapan por un desagüe y reaparecen, monstruosas, en la bañera de una vecina; una filmación de la célebre danza de Luz del Fuego deja al espectador con ganas de que «sencillamente […] acabe cuanto antes»; un libro de memorias es «tan bien intencionado como soporífero». Hay un magnífico y tronchante capítulo sobre cómo la bailarina aprende a educar a sus serpientes en un ático de Copacabana −su propio aprendizaje del adiestramiento y la convivencia− que es, en su largo y accidentado proceso de prueba y error, una auténtica sucesión de gags. El capítulo tiene por otra parte una brillante coda en la que el narrador, a la vista de la falta de descendencia de su exiguo sujeto biográfico, o sea, «a falta de poder entrevistar a sus nietos», decide «viajar a São Paulo para visitar, al menos, a los nietos de sus boas», las boas que la difunta donó al Instituto Butantan. Y dice: «Pero la muy joven y competente ofidióloga que me espera adentro acaba rápidamente con la novelería»: no hay registro de donaciones, las dos únicas boas que tienen no se sabe de dónde vienen, y además, como acaban de comer, están haciendo la digestión «escondidas y a oscuras, enterradas bajo el manto de grandes hojas secas que cubre el suelo de su cubículo». En fin, lo que sería un efecto muy habitual en todo recorrido con guía de viaje lo es asimismo en todo descenso al desierto de las personas aficionadas a las novelerías: un darse de bruces con la naturaleza esquiva, absurda, perezosa, decepcionante y realmente despreciativa de la realidad.
La ficción, en otros pasajes del libro, o más exactamente la recreación, las exuberancias que induce la empatía, la astuta glosa de una película, de un recuerdo mal conservado, de una línea casi sin contexto, de la muerte en directo por televisión de Carmen Miranda en el show de Jimmy Durante, o de todo un episodio escabroso y con un gran golpe de efecto cuya procedencia real solo se nos revelará una vez contado (después de que quienes lo hemos leído nos hayamos hecho la pregunta clave: «Pero… pero… pero… ¿cómo sabe el autor todo esto?»)… todos estos recursos sirven para llenar lagunas, siempre de un modo visible y nunca engañoso. Pero en el caso del Instituto Butantan ni siquiera hay recreación. Solo hay un tirarse de cabeza a la laguna, y un golpe cómico con la realidad que nos aplasta.
Se pasa de largo ante lo que intuimos que nuestro vocabulario no tendrá medios para expresar, no por la cacareada maldición de la insuficiencia del lenguaje, sino por el menosprecio
Hay un motivo para todo este lagunear y el libro lo expone claramente. En un capítulo inteligentísimo que a otro no le habría parecido inevitable –y lo es−, el narrador nos habla de la ausencia de Luz del Fuego de la cultura de su tiempo. Ningún artista de renombre la pintó, ningún escritor habló de ella, y ningún astro de la bossa nova le dedicó una canción. Hubo que esperar a 1975 para que una cantante de rock la mencionara. El narrador dice sin tapujos que «su carrera infame y excesiva, ordinaria, cutre, sórdida, vulgarmente fascinada por la adoración de las masas [¡el narrador escéptico!] […] no se endulzaba ni se calmaba con acuarelas, cancioncitas o versos»: «No tienen palabras para describirla. Y, a falta de palabras, directamente no tienen ojos para verla». Esto es muy interesante y además es verdad: no se ve aquello que uno no será capaz de describir. No es teoría del lenguaje: es sociolingüística de la palabra, como también lo es el «tonito». Se pasa de largo ante lo que intuimos que nuestro vocabulario no tendrá medios para expresar, no por la cacareada maldición de la insuficiencia del lenguaje, sino por el menosprecio y la acomodación de nuestra conciencia. Y este libro a mí me parece que es, en este sentido, como un delicado esfuerzo y un regalo: son las «palabras» que a Luz del Fuego le faltan, escritas por alguien que ha buscado los ojos para verla. ¿Hay partes algo sobrescritas quizá? Pues ¡claro! ¿Cómo no iba a haberlas? Pero tanto el cuidado como la desfachatez con que según el caso se rellenan las lagunas o se retrasa la información sobre las fuentes, y la prudencia y el respeto con que el narrador elige dejar ciertos asuntos en manos de otros (de las agencias de prensa en el caso del terrible asesinato misógino al final), son estrategias no menos limpias por ser calculadas. En sus momentos de euforia, son lo que César Aira llamaría «parches púrpura». Porque, a pesar de todas las tradiciones, sueños, mitologías y culturas con que el narrador la relaciona, Luz del Fuego no está lo que ahora diríamos resignificada: sigue siendo tan infame y cutre como debió ser. Ahí veo una veta Manuel Puig, cuya semblanza como exiliado en Río trazó tan bien el autor en su anterior libro. Y porque tampoco se trata de eso –de nuevo– tan cursi y paternalista que ahora oímos también a menudo: dar voz. No se trata de «dar voz» a nadie, sino de «palabras» que se dan, con la propia voz, y su propia variedad tonal, en un generoso acto de confraternización.
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Una versión anterior de este texto fue leída en el acto de presentación de Luz de Fuego (Anagrama), en el que acompañaron al autor Luis Magrinyà y Lorenzo Caprile.
Todo empieza con el «tonito». Cierto es que una de las razones de Luz del Fuego, el nuevo libro de Javier Montes, ha sido un hallazgo algo casual, típico de viajero: la historia en principio inverosímil de una vedette que en los años 40-50 del pasado siglo fascinó a todo Brasil con sus shows...
Autor >
Luis Magrinyà
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