Crónicas partisanas
La familia, la propiedad privada y el colesterol
Garzón pone nerviosa a la derecha porque es el que tiene la máquina de poner etiquetas. Una etiqueta es un arma muy poderosa
Xandru Fernández 31/10/2021
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¿Qué tiene Alberto Garzón que pone tan nerviosa a la derecha? No es su carisma, desde luego, ni su posición preponderante en un gobierno que tiende a olvidarse de él salvo para desacreditarlo, como hizo hace poco el presidente con su chuletón al punto. Tampoco es su capacidad de revertir el proceso de domesticación de las izquierdas post-15M, muy avanzado ya y de difícil arreglo, salvo en el caso de Yolanda Díaz y eso porque Díaz es izquierda pre-15M. Ni siquiera creo que influya que Garzón tenga el don de la oportunidad o una noción muy retorcida de la misma, aunque eso explicaría por qué en plena semana de aspavientos en el seno del gobierno de coalición es justo él el que acaba protagonizando el debate y relegando a un segundo plano las supuestas tensiones entre socios de gobierno.
Garzón pone nerviosa a la derecha porque es el que tiene la máquina de poner etiquetas. Una etiqueta es un arma muy poderosa. Te la ponen mal y te hunden la vida. Un producto puede ser lo que sea pero, como venga mal etiquetado, pasa a ser otra cosa, y para siempre. Hasta hace poco, por ejemplo, comer Conguitos era un acto de placer. Ahora mismo es un acto de racismo. Lo es desde que unas cuantas caras conocidas de la extrema derecha se exhibieron en sus redes sociales comiendo Conguitos con fruición caníbal. Contestaban a una campaña que exigía cambiar el dibujo de los Conguitos por sus evidentes connotaciones racistas, pero quienes de veras convirtieron el acto de comer Conguitos en una profesión de fe racista fueron (¡oh, sorpresa!) ellos, los racistas. Convirtieron el racismo latente en racismo manifiesto. Al levantarse en armas (es un decir, de momento) contra una campaña de sensibilización plenamente justificada pero relativamente inocua (llevamos décadas diciéndolo sin que nadie nos haga el menor caso), contribuyeron a fijar definitivamente la etiqueta de racismo en el envase de los Conguitos.
Una etiqueta puede afectar al futuro de una marca y, de ese modo, influir en el devenir de los mercados. En ese sentido, el etiquetado de productos es una herramienta intervencionista. Pero no es la ortodoxia liberal lo que defiende esa derecha sobrecogida ante el aviso de que la bollería industrial (¡no ganamos para sorpresas!) no es sana. Por muy liberal que seas, tienes que ser consciente de que la libertad de mercado es como una cancha de baloncesto: una vez en ella, eres libre de jugar o no, incluso puedes saltarte las reglas haciendo trampas, pero, ante todo, tienen que ponerte la cancha. Sin cancha, no hay juego. Pues bien: sin regulación estatal, no hay mercados. Lo que hay es compraventa, endeudamiento, asimetrías de poder que es fácil que se escenifiquen de manera violenta: es, todavía hoy, el mundo del trapicheo y la trata (y por eso el debate sobre la prostitución es tan acalorado, porque trata de etiquetas y de que, donde hay etiquetas, hay regulación y, por tanto, mercado).
Supongo que para llevarse las manos a la cabeza por el etiquetado de los dulces no hay que ser un lunático que planee matar a sus hijos embutiendo sus arterias con grasas saturadas. Tampoco los padres fumadores querían que sus hijos desarrollaran un cáncer, pero ahí estábamos, generaciones y generaciones de niños en casas cerradas a cal y canto y llenas del humo de tabaco del pater familias porque a nadie se le ocurría que aquello pudiera tener nada de censurable. Hoy día, en cambio, no hay padre que pueda disfrazar de ignorancia lo que no es más que pereza, y es más, le tocará, como en mi caso, dejar de fumar porque es su hija la que le exige que no se mate a sí mismo lentamente. No hay prohibición: hay un conjunto de reglas que en ocasiones pueden pasarse de restrictivas pero que en cualquier caso generan marcos de discusión más eficaces que ninguna prohibición explícita. Eso lo saben las derechas. Por eso comen Conguitos como locos, a la espera de que alguien cometa la torpeza de prohibirlos.
Que las derechas hagan el ridículo de esa manera tiene su explicación: están en guerra cultural. Que ese ridículo no le parezca ridículo a todo el mundo e incluso tenga cierto éxito, también: es la reacción histérica a una angustia que atraviesa en nuestros días cualquier discusión política sin ser apenas mencionada, latente como el racismo de los Conguitos, a saber, la certeza de que hemos tocado techo con el crecimiento económico y hay que empezar a recoger cable. Decrecer, por las buenas o por las malas. No estamos preparados para afrontar esa misión histórica, nos falta experiencia en esto de la extinción gradual. De ahí que también en las trincheras de la izquierda cunda el desánimo en forma de rabia por el chuletón perdido, por los tigretones de nuestra infancia, incluso por el puchero de la infancia de nuestros padres y abuelos, a quienes la lucha de clases mataba pero no responsabilizaba de ningún ecocidio. Es la melancolía elevada a estrategia política: recuperar el discurso de las izquierdas de posguerra para ver si así, mágicamente, volvemos a un escenario de crecimiento ilimitado y redistribución escandinava de las migajas del plato. Tan eficaz como regar el suelo para hacer que llueva.
¿Qué tiene Alberto Garzón que pone tan nerviosa a la derecha? No es su carisma, desde luego, ni su posición preponderante en un gobierno que tiende a olvidarse de él salvo para desacreditarlo, como hizo hace poco el presidente con su chuletón al punto. Tampoco es su capacidad de revertir el proceso de...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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