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Hace unos años se montó un pequeño escándalo cuando en un concurso de belleza una de las participantes, ante la pregunta de qué época histórica le hubiera gustado vivir, contestó que la Segunda Guerra Mundial. Se la acusó de romantizar la guerra y el sufrimiento. Sin embargo, no nos parece tan escandoloso cuando alguien expresa que le hubiera encantado vivir en el Versalles de Luis XIV, como si todo ese privilegio y lujo no se hubieran construido sobre la miseria y sufrimiento de la mayoría del pueblo francés, ni se acusa a nadie de romantizar la esclavitud y el genocidio si afirma que ojalá se pudiera viajar en el tiempo y visitar la Roma de los Césares.
La Segunda Guerra Mundial es, quizás, el último gran relato fundacional que nos queda. Un hecho histórico sobre el que hemos modelado las democracias modernas. Lo poco que conservamos de la idea de Europa, hasta que esta sea devorada definitivamente por los últimos estertores del turbocapitalismo, se ha forjado sobre los escombros de las bombas y los campos de concentración. La Segunda Guerra Mundial como epos y relato en el que es fácil identificar el mal y, por tanto, también identificarse con el bien. No tiene nada de malo que nos queramos colocar en el centro de dicho relato. Hay algo intrínsecamente bueno en imaginarse capaz de todo tipo de heroicidades. Es fácil verse como una resistente francesa, frenando la avanzada alemana en lo más crudo del invierno con los “maltrechos bastardos de Bastogne”, pilotando un Spitfire durante la Batalla de Inglaterra o un tanque KV-1 en la del Kursk. Sin embargo, resulta curioso que la gran mayoría de nosotros solo seamos capaces de imaginar lo heroico en situaciones de excepción.
Tendemos a olvidar que, si bien hubo familias que arriesgaron su vida por esconder judíos en sus casas, también hubo gente que no dudó en denunciarles y mandarlos a una muerte segura. Nadie quiere imaginarse siendo esa persona como nadie quiere ser el vecino de Dachau que ignora el humo y el olor de las cámaras crematorias o un miembro de los Einsatzgruppen en el barranco de Babi Yar. Y, de la misma manera que nos cuesta imaginarnos siendo el esclavo en una cantera romana o el muchacho que vacía las bacinillas de Felipe II en El Escorial, nos cuesta vernos caminando hacia las cámaras de gas o colaborando con los verdugos. Sin embargo, por mucho que nos pese, la mayoría de nosotros no somos más que figurantes en el largo camino de la Historia. Y esto no es necesariamente malo, durante el primer estado de alarma lo mejor que pudimos hacer la mayoría de nosotros fue quitarnos de en medio, una actitud nada heroica pero sí responsable y necesaria. Hubo alguna sobreactuación: la de los “cayetanos” que no podían soportar ni un minuto más encerrados en sus pisos de más de 150 metros cuadrados, pero también de los que hicieron del uso de la mascarilla y el pinchazo de la vacuna –la primera obligatoria, la segunda aceptada por la gran mayoría de la población– una gesta, solo comparable con el Desembarco de Normandía. Más allá de esos excesos retóricos, gran parte de nosotros hicimos lo correcto sin aspavientos, discretamente, porque, quizás, el secreto está ahí: en hacer lo correcto como única forma de evitar que volvamos a necesitar héroes.
Hacer lo correcto de forma discreta y normalizada es, en muchas ocasiones, no reirle la gracia al colega que hace chistes sobre “maricas” o “feminazis”, incluso hacerle saber que es un cretino, expulsar del grupo del WhatsApp de la familia al bobo que siempre sube memes racistas, evitar que tu amigo se lleve a la habitación a la chica más borracha de la fiesta, no votar a partidos que recortan en sanidad y así, si llega otra pandemia, que no tengamos que volver a encontrarnos, otra vez, escasos de camas, personal, material y equipamientos... Hacer lo correcto es denunciar el discurso de odio, no viralizarlo y sobre todo no perdonar a aquellos que pactan con los fascistas. Otras veces es tan sencillo como no dejarse seducir por proclamas nostálgicas que buscan culpabilizar a quien está aún peor que nosotros o entienden la patria como un todo uniforme e inamovible, un destino en lo universal de ambiciones ridículas y miserables. Los adolescentes que se levantaron en armas en el gueto de Varsovia hubieran preferido vivir una vida larga y anodina, sin embargo se vieron obligados a convertirse en héroes a su pesar y sacrificar su vida simplemente porque, unos años antes, muchos otros se negaron a hacer lo correcto. La vida es mejor cuando no necesitamos héroes.
Hace unos años se montó un pequeño escándalo cuando en un concurso de belleza una de las participantes, ante la pregunta de qué época histórica le hubiera gustado vivir, contestó que la Segunda Guerra Mundial. Se la acusó de romantizar la guerra y el sufrimiento. Sin embargo, no nos parece tan escandoloso cuando...
Autora >
Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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