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Como buena asturiana que soy, gran parte de mi familia no nació aquí. Una parte importante procede de una amplia selección de pueblos castellanos y hasta cuento con un bisabuelo cordobés –y guardia civil, pero esto último no se menciona en las reuniones familiares–. Formamos la típica familia asturiana diglósica que mezcla el grandonismo xixonés –que hace que nos peleemos por pagar la ronda de cañas– con la austeridad castellana. Como a Clarice, a mÍ también me separa solo una generación del hambre y, a pesar del paso de los años y la pequeña prosperidad que lograron alcanzar mis abuelos maternos, nunca lo hemos olvidado. En mi casa, marido e hija no se ahorran bromas sobre cómo he heredado algo más que el pelo oscuro y rizado de mi abuela materna.
Abandonado por la izquierda patria cualquier intento de repensar la realidad y de elaborar alternativas políticas a la pesadilla neoliberal, ocupados en delirios nostálgicos de vuelta al terruño, la familia heteropatriarcal y el pisito en propiedad, o envueltos en ensoñaciones grandilocuentes en las que hemos alcanzado la cumbre al conseguir una vicepresidencia en el gobierno de Sánchez, hemos dejado el campo abierto para que las utopías emancipadoras sean sustituidas por una suerte de aceptación trágica de la inevitabilidad de la realidad política. En esta etapa del capitalismo de demolición, toda nuestra libertad parece residir exclusivamente en poder elegir a quién queremos hacer más millonario: quizás a Amancio, por crear unos vaqueros que nos hacen el culo fantástico, o podemos ayudar a que los directivos de Disney se paguen un viaje espacial. Por eso, voy por la casa apagando luces en habitaciones vacías, como si controlar el gasto en luz de mi casa fuese ya todo un acto de rebeldía política.
Cuando, como señalaba Gonzalo Torné en Twitter, hablamos de la continua subida del precio de la luz en los mismos términos con los que celebramos los récords olímpicos, no hacemos más que asumir que lo que sucede es un fenómeno natural o una maldición, en vez de un suceso que hunde sus raíces en un tipo de planificación política y económica que antepone al bien común la extracción de beneficios sin límite, y que necesita de la complicidad de la clase política. Lo que nos está pasando con el precio de la luz no es muy diferente a lo que ha ido sucediendo con otros bienes de primera necesidad –como la vivienda– o con nuestros derechos laborales. Al eliminar su regulación, al aceptar que la intervención política solo es legítima cuando favorece los intereses empresariales, nos topamos de bruces con la especulación, la desigualdad y la usura. Si premiamos en las urnas a los mismos que han ido regalando lo público y aceptamos que desde la política y el gobierno poco se puede hacer para que se siga especulando con los bienes de primera necesidad, excepto apelar a la “empatía de las empresas”, obtendremos lo mismo que obtendríamos al pedir empatía al psicópata que nos quiere asesinar: nada.
Durante la mayoría absolutista de Rajoy, una de sus ministras expresó su malestar porque le parecía muy poco decoroso que la gente pobre tuviera móviles con conexión a internet. En la adaptación televisiva de Norte y Sur, de Elisabeth Gaskell, Margaret Hale se muestra escandalizada al saber en qué se van a gastar unas muchachas el (mísero) jornal que han ganado en la fábrica del señor Thornton. Sin embargo, este le responde que él es su jefe, no su padre. Esa actitud de damas de la caridad, en la que los pobres no solo tienen que ser pobres y parecerlo, también tienen que ser humildes y austeros, sigue presente en gran parte de la clase política española, como cuando Carmen Calvo nos intentó timar con un burdo juego de manos sobre lo importante que era quién ponía la lavadora y no cuándo se podía poner sin tener que ir a empeñar un riñón al Cash Converter.
El precio del recibo de la luz es un bumerán que regresa para golpearnos. El aumento de los costes ya está afectando a las empresas y estas los están empezando a trasladar a los consumidores. Acercándonos como vamos al invierno de nuestro descontento, lo vivido en la Cañada Real podría empezar a convertirse en algo habitual. Si nuestro gobierno es capaz de tolerar que en nuestro país un bebé sea hospitalizado con hipotermia, no sería muy aventurado imaginar que pronto en las secciones de ‘Estilo’ de la prensa comenzasen a aparecer artículos sobre qué tipo de velas podemos usar para iluminar nuestras casas, o en lo empoderante que es lavar en el río. Lo llamarán veling y rivering y, al igual que se nos intentó hacer creer lo sostenible que es comer de los contenedores de la basura, acabaremos gritando, como Goethe en su lecho de muerte, que hay que abrir más las persianas para que entre la luz.
Como buena asturiana que soy, gran parte de mi familia no nació aquí. Una parte importante procede de una amplia selección de pueblos castellanos y hasta cuento con un bisabuelo cordobés –y guardia civil, pero esto último no se menciona en las reuniones familiares–. Formamos la típica familia...
Autora >
Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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