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Lo único que sé es que mi familia –¿sigue siendo tu familia cuando no los has conocido, cuando son unos extraños incomprensibles?– viajó a Brasil en el siglo XIX, en un barco de emigrantes. En Argentina me explicaron la única historia que se conoce de aquel viaje, que emprendieron cuatro adultos y una veintena de niños, en un barco con dos camarotes. En uno estaban segregados los hombres, y en otro las mujeres y los niños. Mi antepasado –mi padre recordaba su nombre, yo no– se pasó días investigando el barco, y buscándole un punto débil. Lo halló. Era una pequeña habitación, sucia y olvidada y cargada de materiales. La limpió y ordenó y adecuó, e invitó a su esposa a pasar allá la noche, junto a él, exponiéndose a la ilegalidad y el castigo. Ella se negó en redondo. Ahí nació un enojo y una discusión. Que fue mitigada al día siguiente, cuando ella –investigando, como su esposo con la habitación– encontró algo muy parecido. Un trozo de pan. Se lo comieron solos, en la habitación secreta. Sin niños. Hicieron las paces a través de algo parecido al sexo. Compartir algo inesperado.
Ignoro el significado de esta historia, pues ignoro cualquier detalle de sus protagonistas. No sé si gritaban, si susurraban. Ignoro sus mímicas, el sonido de sus voces y su forma de andar o sentarse. De la historia se desprende, no obstante, un detalle importante, y más allá de su sentido, definitivamente perdido. Aquellas dos personas, analfabetas, disponían de mecanismos culturales para canalizar conflictos. Y que esos mecanismos eran, como siempre, la época. Eran, creo, una suerte de romanticismo, el epicentro del siglo XIX, sus claves. Poseían, así, un romanticismo para pobres. Pero efectivo. Aquella pareja encauzó la fiera con un símbolo que aludía a la pasión. Compartir el pan, la imagen de una entrega absoluta, de un compromiso, en cierta manera nuevo, que les diferenciaba de las generaciones anteriores, y que no solo eran palabras y hechos, sino la voluntad de disfrutarse y de no fallarse. Ese compromiso altísimo y depurado explica, incluso, ese gran viaje en barco hacia lo improbable –y, en primer lugar, me consta, hacia la catástrofe–, como una aventura compartida. Explica a miles de millones de personas que, en aquel tiempo, protagonizaron la gran odisea de la emigración en todo el mundo. Podrían haberse comido unos a otros. No lo hicieron porque, aún golpeados por el hambre, su viaje era, precisamente, la voluntad de no comerse unos a otros, de dejar de ser comidos. Era un viaje con cierto componente idealista, al punto de crear momentos estilizados, como suplir el sexo por un trozo de pan en intimidad. La emigración suele ser eso siempre. Una búsqueda de un comienzo. La plasmación de un ideal, de su anhelo. La igualdad, generalmente.
Supongo, por otra parte, que aquella pareja de desconocidos hicieron lo que hicieron con un pan porque no podían dejar de hacerlo. No tuvieron elección, o fue poca. Era su época. El romanticismo, la cultura predominante en aquel momento, la cultura que impregnaba la poca ficción a la que accedían, las conversaciones, los puntos de vista, los posicionamientos, y que les había calado, con la serenidad y fatalidad que una época lo tiñe todo. Por lo mismo, hoy creo que sus almas estarían poseídas por otra atmósfera sólida y moduladora. La época, otra vez. El neoliberalismo, la cultura que impregna la poca ficción –nunca hemos tenido tantas historias, jamás tan poca ficción– a la que accedemos, las conversaciones, los posicionamientos, lo que nos copa con la lentitud del goteo. Pienso frecuentemente en la anécdota de aquel pan y aquel viaje en esta época y alma, y se me desdibuja. Con esta otra alma, los protagonistas de esta historia no hubieran hecho ese viaje, sino que lo hubieran hecho en su cabeza. De abordar un barco, lo hubieran hecho a codazos. Y, por encima de todo, el pan no hubiera existido. Me pregunto qué objeto hubiera sido el pan. No hubiera sido pan, el símbolo universal de todos los símbolos, sino metal, el símbolo de los objetos. De haber aparecido el pan en esta historia, en fin, hubieran sido dos trozos de pan, que cada uno hubiera comido a escondidas, mirando el vacío, en dos habitaciones. Tal vez mirando una serie en un monitor.
Lo único que sé es que mi familia –¿sigue siendo tu familia cuando no los has conocido, cuando son unos extraños incomprensibles?– viajó a Brasil en el siglo XIX, en un barco de emigrantes. En Argentina me explicaron la única historia que se conoce de aquel viaje, que emprendieron cuatro adultos y una veintena de...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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