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Conocí al as de la República por casualidad, sin forzarlo. Hace ¿20? años, y, durante un tiempo, nos vimos con frecuencia en su casa de Madrid, o en algún restaurante, barato pero con tesoros sorprendentes. Era un tipo divertido, con gran genio personal, orgulloso, de risa fácil. Era una suerte de fiesta. Yo le conocía de vista, de una época muy anterior, a partir de una foto suya, en un aeródromo desaparecido, bajo las alas de su Mosca, mientras su mecánico, con el que bromeaba, le afeitaba. Hace relativamente poco que los hombres se afeitan solos. Siempre lo hacían unos a otros hasta el siglo XX. En la guerra, afeitarse recíprocamente, era lo habitual. La guerra fue el último sitio en el que eso sucedió. Lo que explica la guerra desde otro sitio, como un punto sin espejos. El Mosca, el Polikarpov I-16 era, por cierto, un avión bellísimo. Puro decó. El tipo de avión en el que hubiera subido la chica fresca, libre y sin ropa interior de una película de Lubitsch. En cierta manera eso es lo que ocurrió. En esos aviones subió una época desinhibida, que fue arrancada, troceada y exterminada. Personas jovencísimas, que no tenían prevista una guerra salvaje, subieron a esa máquinas de matar –y, más aún, de morir–, y les pintaron en la cola figuras luminosas. Fichas de dominó, biberones, popeyes, ratones Mickey, chicas de Lubitsch. En el otro bando, biografías más previstas, antiguas y constantes, pintaron fieras. O, literalmente, la muerte, siempre saciada e insatisfecha. Definitivamente, unos aviones y pilotos eran diferentes a otros aviones y pilotos. Con el as –23 derribos, siete derribos colectivos, 12 en escuadrilla–, nunca hablábamos de la guerra. Algo habitual, por otra parte, entre las personas que conocen la guerra. Jamás, así, ahondó en detalles de la Guerra Civil, del maquis en Ucrania, de la guerra en el aire en la URSS. Me explicaba, no obstante, cosas ubicadas en la guerra, que superaban ese paisaje, sin rozarlo, y que conducían a un mundo de vitalidad, de resistencia férrea ante el infortunio. Como un viaje a Teherán, escoltando a Stalin, del que lo único que explicó es que se pasaron horas, en tierra, buscando alcohol para los motores. Necesitaban mucho, pues no todo era para los motores. Hablaba fundamentalmente de esas cosas –momentos de felicidad, de astucia, de alegría, de explosiones de sensualidad y sentido, de recompensas halladas por casualidad, como el alcohol en Teherán–, que en ocasiones, las más de las veces, no requerían la guerra. Explicaba, así, muchas historias de El Molino, que conoció a su vuelta a España. En aquel cabaret hizo una gran amistad con Johnson, el gran cómico de El Molino en los 60 y 70, un icono gay de Barcelona que, por cierto, me explicaba, no era gay en absoluto. Era, en todo caso, otra persona que en Barcelona, o Teherán, buscaba por horas la alegría y su sentido, hasta encontrarla. Recuerdo solo una historia en la que aparecía la guerra. Su primer vuelo de combate.
El superior soviético les explicó, en castellano, lo que tenían que hacer en el aire. El as subió al avión y llegó al combate. Intentó hacer todo lo que había escuchado. Pero resultaba imposible e ininteligible. La velocidad de lo que sucedía era demasiado alta para comprenderla. Hizo lo que pudo. Nada. Cuando aterrizó, convencido de que no había hecho nada, vio su aparato. Era un colador. Salvo él, todo el avión estaba agujereado por las balas. Había hecho, por tanto, mucho. Tomar decisiones rápidas, que un día le conducirían a encontrar alcohol en Teherán, a beberlo con Johnson, o conmigo. Bebíamos, por cierto, mucho vodka con pimienta, acompañado de setas encurtidas. Era una combinación fantástica. Ahora la recuerdo y siento un profundo cariño hacia ese hombre que me dio su vodka, sus conservas de setas y una historia críptica, que no ceso de interpretar.
Pienso frecuentemente en esa historia, que explica la inconsciencia de la conciencia, el suponer no hacer nada y el haberlo hecho. No es una historia de guerra, en tanto el as jamás hablaba de ninguna guerra. Es imposible. No se puede hablar de un sitio sin espejos, en el que, de alguna manera, está suspendido ver. Me hablaba, por tanto, de la vida. De él, de Johnson, de mí. De la incapacidad para planificar la velocidad. De lo apremiante que es, en la velocidad, solucionar dilemas éticos. Son, por otra parte, constantes, invisibles, trascendentes. Lo descubres cuando aterrizas y ves tus agujeros. El compromiso con la vida empieza a ocurrir en ese momento, tras la velocidad, en la lentitud. Es ahí donde tomas, sin saberlo, las decisiones que luego ejerces a ciegas, de manera vertiginosa. Todo ocurre en tu vida privada. La vida pública es su aceleración y deformación. Sabes la solidez de tu vida por los agujeros. Evitar los agujeros en la velocidad, algo razonable, significa haber evitado miles de cosas en la lentitud. Una pérdida incalculable. La nada.
Conocí al as de la República por casualidad, sin forzarlo. Hace ¿20? años, y, durante un tiempo, nos vimos con frecuencia en su casa de Madrid, o en algún restaurante, barato pero con tesoros sorprendentes. Era un tipo divertido, con gran genio personal, orgulloso, de risa fácil. Era una suerte de fiesta. Yo le...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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