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Nunca lo del “cantar patrás” de esta columna ha ido más en serio, porque adelante está cantando ahora mismo en el MNCARS Pedro G. Romero con toda su gente, en una exposición polifónica, como a él le gusta decir (Máquinas de trovar, hasta el 28 de marzo). Un torrente brutal, enorme, donde cualquiera, a poco que lo intente, puede encontrar su resonancia en algún huequito de esa máquina (comunitaria) que parodia las vanguardias y se acerca al saber popular, y que Pedro G. ha venido poniendo en funcionamiento desde hace más de tres décadas. El título alude directamente al poco reivindicado y grande donde los haya Juan de Mairena, alter ego de nuestro querido Antonio Machado. ¡Buf!, si fuéramos franceses.
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No quiero resumir, ni comentar mucho la exposición. Vayan a perderse en ella. Me gustaría, eso sí, rescatar algunas poéticas que nos involucran a todas las gentes y que desde luego se expanden más allá de los territorios del arte, algo que pretende “en esta legislatura suya” (que ojalá nos dure) el MNCARS, cuando ha decidido también funcionar como máquina que activa imaginarios y situaciones en diferentes redes de colaboración, locales, nacionales e internacionales.
Nada menos esencialista, en la proteica poética de este monstruo-ciborg aflamencado que conforman Pedro G. y su troupe, que la manera que tienen de escaparse de las definiciones y los binarismos propios de nuestra herencia cultural. De ahí el desvarío, en la más positiva acepción de la palabra. De ahí también que sus proyectos hayan logrado convencerme de lo flamenco como una forma de funcionar, más que de ser, una manera de andar por el mundo que no necesita mostrarse (obligatoriamente) ni en el cante ni en el baile. Y, si nos metemos en faena, siempre se ha empeñado también en demostrar que pueden convivir perfectamente Tía Anica La Piriñaca (a la que, cuando cantaba a gusto, le sabía la boca a sangre), con Los Chunguitos, quienes tantas veces nos han hecho tararear eso que tenemos de universal entre los géneros y las opciones sexuales: “Me quedo contigo”.
Más allá de las hibridaciones, tan cercanas a las mercaderías, las propuestas de Pedro G. nos convencen de que el flamenco es pura extranjería. Con diferencias, pero con una manera de comportarse que va de la Hungría del cantante y bailarín Rudolph al Chile de Javiera de la Fuente, de la bailaora de origen africano Yinka Esi a Israel Galván o el Niño de Elche. En Nueve Sevillas, la película reciente de Gonzalo García Pelayo y Pedro G., que podemos ver en las salas del MNCARS (y que se estrena en cines el 19 de noviembre), late esa voluntad de huir de lo uno y grande ligado a las (peligrosas) puras raíces, para desgajar lo libre, que funciona por los trasiegos heterodoxos del mundo plural y manchadito en el que nos gusta vivir.
Así que me siento a mis anchas, pues, por las columnas anteriores habrán comprendido ustedes que no creo que, a estas alturas de las crisis ecosociales, nos convenga nada el esto o el aquello, el si la cultura o la naturaleza, el arte elitista o la cultura popular, las bellas artes o las artes aplicadas. Y, mucho menos, el yo, yo, yo, mi, mi, mi patria, mi país, mi España. Lo que me gusta de Pedro G. Romero es que se le cuela ese franciscanismo que experimentan los protagonistas de Pajaritos y pajarracos del hermano Pasolini, que aprenden el lenguaje de las aves (teniendo en el horizonte –¡ojo!– el cuervo con las proclamas de la izquierda militante). Y me gusta también que se empeñe en mostrarnos que en el flamenco se hallan desde hace tiempo latentes muchos de los problemas que nos incumben en la academia y que tratamos desde el arte, las humanidades y las ciencias sociales: lo subalterno, las migraciones, lo colonial, lo cuir… Vanesa Montoya en el “bocadillo” del cartel de la bienal de flamenco de este año dice: “El flamenco es un género. Ni masculino, ni femenino, ni neutro”. Lo explica muy bien Romero, un personaje (¿ficticio?) en “Saberes delincuentes”, capítulo de un libro de Pedro G. editado con mucho mimo por la editorial Arcadia: Wittgenstein, los gitanos y los flamencos. Allí cuenta que, en 2014, un grupo de gitanos búlgaros y rumanos, artistas y flamencos ocupan la casa que el filósofo austriaco había proyectado para su hermana Margarethe hasta convertirla, si se me permite, en una máquina de trovar paradójica en la que los términos flamenco y gitano friccionan sus equivalencias y desavenencias. Aunque (cito el libro): “Los efectos políticos han sido inversamente proporcionales a los efectos simbólicos. Los gitanos aportan su significación simbólica mientras son excluidos de su representación política”. Quizá, como diría desde estas páginas Pastora Filigrana–otra de las voces de la polifonía pedrogerromeriana– por ser una forma de estar contra el sistema mundo.
En las máquinas de trovar de Pedro G. Romero, los materiales cuentan cosas cuando se ponen juntos y las desmienten al encontrar otras afinidades electivas. Pedro G. es capaz de conseguir que el “Ne travaillez jamais” de los situacionistas franceses nos suene a déjà vu.Ya lo dijo Ignacio Espeleta: “¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?”. Un puro anacronismo, también aprendido del flamenco. Tratar de desmontar (todavía) el mito de la modernidad como vanguardia supone cargarse el tiempo lineal con el que nos acunan los cantos del capital al son de los PIB. Que no está nada mal.
Nunca lo del “cantar patrás” de esta columna ha ido más en serio, porque adelante está cantando ahora mismo en el MNCARS Pedro G. Romero con toda su gente, en una exposición polifónica, como a él le gusta decir (Máquinas de trovar, hasta el 28 de marzo). Un torrente brutal, enorme, donde cualquiera, a...
Autor >
Aurora Fernández Polanco
Es catedrática de Arte Contemporáneo en la UCM y editora de la revista académica Re-visiones.
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