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Hay una añagaza, vieja y eficaz, de la propaganda política que consiste en imputar al enemigo las indignidades propias: acusar al rival de aquello que uno es; asegura el ladrón que son los otros los de su condición. El espectro de sus ejemplos abarca lo más chusco y lo más dramático. El intelectual otoñal que titula algo así como La deriva reaccionaria de la izquierda el libro que justifica su deriva reaccionaria forma parte de esta trampa tanto como que Pinochet iniciara la más larga dictadura del Cono Sur acuñando monedas en las que la leyenda “Libertad” aparecía superpuesta a la representación de una mujer que rompía sus grilletes: los autoritarios, en este relato vesre, eran quienes, con la legitimidad de unas elecciones ganadas, habían querido llevar la democracia a las villas miseria y al interior de las fábricas y los pozos mineros.
Advertía célebremente Malcolm X sobre el riesgo de que los opresores llegaran a convencernos de su condición de oprimidos; los victimarios, presentársenos como víctimas con artes torticeras de ilusionista semántico. Nuestros días nos muestran que no era un temor exagerado: hoy vemos llorar la marginación del coche por el peatón, la vulnerabilidad de la blanquitud, los horrores del hembrismo, el avasallamiento insoportable de las metrópolis por las colonias y, en general, un birlibirloque de nudillos doloridos por la paliza de un rostro. Y todos estos mártires inverosímiles llaman cultura de la cancelación al fin de la cultura de la incontestación –de la cancelación de la réplica, la crítica o la burla, nada de lo cual ataca, en realidad esponja, la libertad de expresión– desde sus columnas dominicales en los grandes periódicos, sus sillones en las tertulias de las grandes televisiones, sus matinales de seis horas en las grandes emisoras, su ambón en el gran teatro en que les conceden algún gran premio con trofeo y sobre con diez mil euros. Como dice Antonio Maestre, sale más a cuenta ser cancelado que invertir a plazo fijo.
La trampa se verifica cada vez que en el debate público nace y prospera alguna indignación legítima. Y no podía no hacerlo en las últimas semanas, cuando hemos conocido la eclosión demoscópica de un fenómeno llamado a hacer retemblar de nuevo el cada vez más esclerótico régimen del 78: una gavilla de movimientos provenientes de la España vaciada a la que algunas encuestas predicen hasta quince diputados que muy probablemente serían determinantes para decantar a izquierda o derecha la formación de gobierno tras las próximas elecciones. Los motivos evidentes de tal eclosión los compendia bien Pedro Vallín: se corresponden con cómo en los últimos cuatro decenios, “a la vez que se diseñaron diecisiete esferas políticas autónomas, se siguió trabajando intensamente en algo que empieza en el siglo XVIII, que es la condición radial del Estado en todas sus infraestructuras, tanto visibles como invisibles”. España se descentraliza –razona Vallín en una entrevista sobre su reciente libro C3PO en la corte del rey Felipe– “a la vez que Madrid […] se convierte en una aspiradora de población y actividad económica. […] Aspiración que, desde que la derecha gobierna Madrid y practica el dumping fiscal, se ha potenciado”.
Los aspirados se revuelven ahora contra la aspiradora, eso genera inquietud en la capital voraz y desafiada, y la maniobra antes caracterizada hace su aparición inevitable: los voceros de su voracidad acusan de insolidarias a estas jacqueries cantonales desde la comunidad insolidaria por excelencia (los pijos de la ciudad de quien esto escribe no se empadronan en Sestao ni en Astigarraga). Metrópoli de un colonialismo interior, el Madrid ayusista clama contra la ruptura de España y la madrileñofobia, y la energía de ese clamor, amplificada por mil y un altavoces, ahoga el ruido de la verdad: la avaricia centrípeta también rompe el saco del Estado-nación; estrujar algo muy fuerte es una manera tan eficaz de quebrarlo como tirar de sus dos extremos. Hay una España a la que salvar cuyos enemigos no conspiran contra ella a cientos de kilómetros de la Puerta del Sol –en desiertos remotos, en montañas lejanas–, sino desde ella misma. Y ante estos, y con todas las prevenciones con que sea recomendable mirar esto alzamientos de la España vaciada –puertas abiertas, cuando se trata de imitar a toda prisa el éxito paciente y cauteloso de Teruel Existe o Soria Ya, a caciques avispados y reaccionarios discretos–, solo cabe asistir con el mayor de los entusiasmos al izado del pendón rojo del cantón de Cartagena.
Hay una añagaza, vieja y eficaz, de la propaganda política que consiste en imputar al enemigo las indignidades propias: acusar al rival de aquello que uno es; asegura el ladrón que son los otros los de su condición. El espectro de sus ejemplos abarca lo más chusco y lo más dramático. El intelectual otoñal que...
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Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
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