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Al final, llegaron a un acuerdo con la tropa alemana. La idea era que la tropa saliera de la caserna cercada, con la guerrera abrochada. Que desfilaran unos metros con cierto orden hasta un punto en el que, primero los oficiales, luego los soldados, entregarían su arma. Así se hizo. El narrador que explicaba esta historia, que yo escuché fascinado, de niño, explicó que no hubo problemas. Tan solo uno. Un soldado alemán, un adolescente, jovencísimo, hizo lo convenido. Pero, antes de entregar su arma, saludó a la romana, tomándose su tiempo, su épica y su ruido. Era un fanático. “¿Lo mató?”, se dijo, a sí mismo, el narrador. Pero no lo mató. Cuando acabó su historia, el narrador no podía evitar modular en su rostro una expresión extraña. Era cierto orgullo. El orgullo, imprevisto, inconfesable, de no haber matado. De hecho, aunque nadie lo supiera, ni siquiera él, la historia, su sentido, no era explicar una rendición, sino ese otro hecho, trascendente. Aludía a que el narrador nunca más volvió a matar, sino que en breve –una década, dos– todos los que habían matado dejarían de hacerlo. No porque no creyeran que no fuera justo, o porque dejaran de creer que les amparaba una razón amplia frente a la brutalidad, que seguía matando. Simplemente, un día, en un segundo, dejaron de matar, como el narrador de esta historia. Es prácticamente imposible volver a matar cuando has dejado de hacerlo. No es fácil matar. Es aparatoso y denso y eterno. Aunque lo hagas una sola vez, no acaba nunca. Dejarlo de hacer oxida ese botón. Ese óxido es una moralidad superior a la moralidad, en tanto es una esencia, como el óxido. El óxido es pigmento. Un matiz. Leve. Pero innegociable. El óxido puede acabar con una máquina fabulosa.
Tras la última generación que murió y mató, nosotros dejamos de matar. Matar requiere muchos atributos, por lo que, sin darnos cuenta, los perdimos también. Perdimos el odio, la furia, los gritos, la crispación, los ojos inyectados, el insulto. Todos esos puentes de hierro que conducen a la ferocidad extrema. Si te fijas, no solo no transitamos por ellos, sino que nos son tan extraños que no recordamos cómo volver a ellos. Lo ignoramos todo sobre la ferocidad, al punto que, cuando vemos ejercer alguna de esas viejas disciplinas, incomprensibles, nos maravillamos, como al contemplar un animal que creíamos extinto. Por eso, cada vez más, la maravilla copa nuestro rostro. Ellos siguieron matando. Dejaron de hacerlo tarde, sin la decisión y el sello del óxido. El odio, la furia, los gritos, la crispación, los ojos inyectados, el insulto, no son, por tanto, óxido, sino un aceite que lubrica algo que ya no comprendemos. Su ferocidad barniza unos puentes intactos, y cada día más brillantes. Solo su ferocidad será suficiente, pues olvidamos cualquier recurso ante ella. Pero no tendrán suficiente con su ferocidad. Se imaginan corriendo y gritando a lo largo de un puente. Hacia nosotros, que ya no estamos.
Al final, llegaron a un acuerdo con la tropa alemana. La idea era que la tropa saliera de la caserna cercada, con la guerrera abrochada. Que desfilaran unos metros con cierto orden hasta un punto en el que, primero los oficiales, luego los soldados, entregarían su arma. Así se hizo. El narrador que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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