Niñering
El neoludismo o por qué a una excajera le parecen muy bien las máquinas de autopago
Las cajeras no son pobres ineptas a las que salvamos del desempleo dándoles un curro que las malvadas máquinas les van a arrebatar. Son mujeres (y algún hombre) muy hechas polvo, con dolor crónico en las articulaciones y a las que ya tratamos como a robot
Adriana T. 12/12/2021
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Un fetiche que vengo notando desde hace un tiempo entre algunas personas que se dicen de izquierdas son las cajeras. Concreto un poco más: las cajeras humanas y la defensa enconada de la pervivencia de ese puesto de trabajo a cualquier precio.
Si hay un trabajo marronero, se acerca a uno la probabilidad de que yo lo haya desempeñado en algún momento de mi vida. Así que, por supuesto, he sido cajera. Fue al volver de Suiza hace un par de años, no sé muy bien cómo pasó. Estaba muy quemada del niñering por aquel entonces, mandé currículums sin pensar en lo que estaba haciendo y me cogieron de inmediato en una gran superficie.
Tengo una sospecha, sólo una sospecha, de por qué de entre la ubicua automatización de los trabajos que se lleva sucediendo a nuestro alrededor desde hace, yo qué sé, diría que un par de siglos, hayan sido las cajeras y no otra cosa las que se hayan convertido en el actual estandarte y glorioso bastión del neoludismo. Mi hipótesis sugiere que, por un lado, las cajas de autopago en España todavía son muy farragosas de entender y en general funcionan como el culo. Por el otro, el puesto de cajera, si lo ves cinco minutos, parece una cosa que está muy bien. Un oficio tranquilo, relajado, para señoritas que gustan de socializar un poco. La empresa aportando algo de calor humano al cliente, brindándote una charlita agradable con una joven mientras pagas. Suena como muy cálido todo.
En los apenas seis meses que pasé allí, desarrollé dolores musculares que no había tenido en mi vida
Bueno. Los viejos son adorables: te cuentan su vida y hasta intentan recitarte el pin de su tarjeta para que lo metas tú porque ellos no ven bien. Los jóvenes pagan con el teléfono y ni te miran a la cara. A diario viene peña malintencionada que trata de hacerte el truco con los cambios y encima se rebotan si no lo consiguen (me pasó con una señora de modales zalameros a la que pillé al vuelo cuando me intentó hacer el lío con un billete de 100 euros: se chinó mogollón). Hay clientes que no dejan de hablar por el móvil en todo el tiempo que dura el escaneo y pago de la compra, ignorándote de un modo tan hostil y tan asqueroso que te dan ganas de brincar hasta el otro lado del mostrador y palmearles la cara para que despierten. Y luego está esa gente tan especial que ha oído, sabe Dios dónde, que si amenazan por las bravas con poner una reclamación al establecimiento, pueden lograr que el sol brille en plena noche y la luna ilumine el mediodía. Y, ojo, lo intentan.
Ahora que lo pienso, nada de lo que estoy contando suena a trabajo chulo.
Y no he hecho más que empezar. Hay mucho, mucho más. En los apenas seis meses que pasé allí, desarrollé dolores musculares que no había tenido en mi vida. Todas las compañeras veteranas estaban operadas de movidas de traumatología. Pasar seis, ocho, nueve horas al día repitiendo una y otra, y otra vez el mismo movimiento no es lo óptimo para la conservación de la salud física y mental.
Lo del deterioro de la salud mental es muy complicado de explicar. A algunas personas, nada clasistas, les gusta usar a las cajeras como ejemplo para sus hijos díscolos. Estudia y céntrate si no quieres acabar como ellas, les dicen. Pero ser cajera es dificilísimo: las que no se enteran de nada duran muy poco en ese curro. Te pasas la jornada en un estado simultáneo de hiper concentración para no cagarla con el dinero, los cupones descuento, el loco software de la caja y demás cosas a las que hay que estar muy atenta, y a la vez rumiando la despersonalización más salvaje, propia de un estado de alienación absoluto. Encima la empresa te recuerda que has de sonreír, de hecho cada mes nos enseñaban nuestra estadística de sonrisas, una cosa super retorcida. Las horas pasan muy, muy lentas, y sin embargo, cuando fichas la salida, a duras penas recuerdas qué te ha sucedido durante el día. La tarde en que por fin me anunciaron que ya no me iban a renovar más, me escondí en el baño para chillar bajito de emoción y felicidad. Por poco no lloré.
Lo del baño, ahora que me acuerdo, también estaba reglamentado. Mucho. Para mal. Había que pedir permiso para ir cada vez, y podían dártelo… o no.
Otra cosa muy guapa de ver eran los horarios. Yo tenía turnos rotatorios, pero no en plan esta semana vas de mañana y esta de tarde. No. Mis horarios eran más bien: hoy entras a las 9:00, mañana a las 17:00, al siguiente libras, al siguiente me haces turno partido desde las 10:00 hasta las 22:00, al siguiente a las 12:00 del mediodía, etc, etc. La vida de la cajera está a plena disposición de las necesidades organizativas de la empresa. Dejas de pertenecerte a ti misma. Todavía conservo por ahí los cuadrantes con mis inverosímiles horarios, como quien conserva en un cajón la bala, ya extirpada, que le dispararon en una extremidad durante la guerra.
También tengo guardado el elegante uniforme de poliéster con el nombre de la empresa bordado. Soy una sentimental. En teoría es para que el cliente pueda identificarte como trabajadora, pero yo tengo el oscuro presentimiento de que sirve para recordarnos en todo momento de quién somos propiedad. Los innumerables blister vacíos de ibuprofeno que consumí en aquella época, en cambio, no me los he quedado.
Fetichizar en nombre de los sueldos y las cotizaciones a la seguridad social un puesto de trabajo durísimo y peligroso para la salud me parece un error. En algunos casos bienintencionado, pero un error. Los oficios penosos y fácilmente automatizables no pueden tener cabida en una sociedad civilizada. Sé que es una afirmación controvertida, pero también sé que tuve que pasar meses enteros fuera de allí hasta que me dejaron de doler las rodillas.
Los oficios penosos y fácilmente automatizables no pueden tener cabida en una sociedad civilizada
Habrá quien aduzca que entonces se debe eliminar todo este maltrato laboral y mejorar las condiciones de trabajo. Me pregunto cómo. Recuerdo que en cinco horas de una tarde normal me hacía más de 150 tickets yo solita (¡echen cuentas y asómbrense!), y que aún así a los clientes les molestaba muchísimo esperar su turno. La caja, amigos, no es trabajo para un humano.
No quiero que nadie me malinterprete: todo lo que sea redistribuir de manera justa los beneficios inmorales que obtienen las grandes empresas me parece perfecto. Y también soy muy consciente de lo que busca una empresa cuando empieza a instalar máquinas de autopago en sus establecimientos (pista: no es el bienestar de sus trabajadores). Pero las cajeras no son pobres ineptas a las que salvamos del desempleo dándoles un curro facilito que las malvadas máquinas les van a arrebatar. Son mujeres –y algún hombre– muy competentes, muy hechas polvo, con dolor crónico en las articulaciones y a las que no se les tiene ni el más mínimo respeto ni la más mínima consideración. Son gente a la que ya tratamos como a robots. No sé qué tiene de malo que sean, por tanto, los robots, quienes asuman por fin su trabajo.
Un fetiche que vengo notando desde hace un tiempo entre algunas personas que se dicen de izquierdas son las cajeras. Concreto un poco más: las cajeras humanas y la defensa enconada de la pervivencia de ese puesto de trabajo a cualquier precio.
Autora >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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