Niñering
Los pobres y las vidas que merecen la pena ser contadas
Estoy cansada de ser la otredad, de que mi historia sea irrelevante, de que haya que explicar que los pobres y los inmigrantes son humanos y el agua moja
Adriana T. 9/12/2021
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El otro día leí en las redes sociales una de esas historias destinadas a ser lacrimógenas a propósito de un desgarrador suceso protagonizado por, si no entendí mal, un joven ex-MENA. La narradora del relato concluía diciendo algo, sin duda bienintencionado, que a mí sin embargo me escandalizó: que los MENAs son, atiende a esta revelación, humanos. Humanos de carne y hueso que sienten como nosotros, decía.
A mí me mosquea que haya que explicar que el agua moja, pero a la gente le pareció una historia muy fetén y muy conmovedora y yo pasé de meterme en movidas.
Lo cierto, pensé más tarde, es que sí que hay que explicar que el agua moja, porque, ya llevo un tiempo dándome cuenta de esto, los pobres no despiertan nunca ni la menor empatía ni el menor interés. Sus vericuetos vitales rara vez protagonizan historias de ficción, las narraciones parecen estar siempre dominadas por lo que yo llamo historias de ricos. La gente con la vida más o menos resuelta puede centrarse en sus sofisticados dramas amorosos o de otra índole, pero no así el resto.
No soy una gran cinéfila ni lectora. Lo cuento sin sentirme abochornada por ello, no necesito fingir en cuanto a mis aficiones como quien adorna el currículum laboral para hacerlo más apetecible. Quizá lo fui hace muchos años, antes de que internet y la vida adulta, plagada de constantes interrupciones, destrozaran para siempre mi capacidad de atender, de sumergirme plenamente en el presente, de entregarme en cuerpo y alma a lo que me están contando.
Pero no son las notificaciones emergentes ni las distracciones y el cansancio de la vida cotidiana el único motivo para que me cueste prestarle toda mi atención a las historias que me cuentan. Lo cierto es que buena parte de lo que leo o veo me cabrea. Mucho. Quizá es cosa mía. Admito que no soy imparcial, es más, no tengo problema en reconocer que estoy hipersensibilizada por mi propia experiencia vital. Pero cuando veo alguna chorrada en Netflix o me decido a hojear un libro, no puedo evitar tener la sensación de que la única narrativa que interesa es la del privilegiado. Nunca sabemos nada sobre sus criados, y la gente que posibilita su existencia, las vidas de los adinerados son las únicas que parecen importar, las únicas tan extraordinarias como para que merezca la pena detenerse en ellas. Sé que hay excepciones, algunas muy recientes como la serie Maid (tengo opiniones sobre ella y son reguleras), otras tan antiguas y bufonescas como la redacción de El Lazarillo de Tormes, El Buscón de Quevedo, o Los Santos Inocentes, por citar lo primero que se me ocurre.
No me interesan, sin embargo, las excepciones, a menudo deliberadamente chabacanas (todavía recuerdo la serie Aída que tanto éxito tuvo), o presentadas simplemente como contenido moralizante, o de denuncia social (caso de la citada serie Maid). Parece que los pobres, los inmigrantes y la gente del servicio son anodinos, irrelevantes, no tienen nada extraordinario que contar sobre sí mismos o sus vidas. Como si fueran menos humanos, como si quisieran menos a sus hijos, como si sus ensoñaciones fueran menos importantes, menos dignas. Como si su dolor fuera más tenue, sus esperanzas tibias y casi infantiles, como si sus enamoramientos no tuvieran la capacidad de detener y volver a poner en marcha el mundo. Como si sus sentimientos, su tristeza y su alegría fueran menos elevados y se asemejaran más a los de un animal que a los de una persona.
La mayoría de las veces que una narración tiene como protagonista a un don nadie es para contarnos cómo logra salir de la pobreza y las garras de la servidumbre a modo de fantasía escapista, bien gracias a sus méritos o talentos, bien gracias a un golpe de suerte o al despliegue de un ingenioso ardid que ocupará toda la trama. De lo contrario, no parece haber nada en ellos que merezca la pena ser tratado en una obra de ficción. Los grandes clásicos y sus variadas secuelas que me vienen a la mente van casi siempre sobre ricachones, mientras sus criados aparecen en la obra como simple atrezo.
Cuando veo, yo qué sé, Orgullo y Prejuicio, me siento más identificada con la sirvienta de la que no sé nada que con alguna de las ridículas hermanas casamenteras. Me gustaría saber algo sobre esa gente sin apellido distinguido que se levanta al alba y jamás tiene tiempo libre. Quizá sus sentimientos e historias no sean tan exquisitos y tan dramáticos como los de las jóvenes enamoradas. O quizá sí, pero es un conocimiento que nos está vedado.
Gran parte de la literatura y el cine están hechos por ricos, para ser consumidos por otros ricos, o por quienes aspiran a serlo. Tal vez por eso me cuesta prestarle atención a lo que veo y leo. Estoy cansada de ser la otredad, de que mi historia sea irrelevante, de que haya que explicar que los pobres y los inmigrantes son humanos y el agua moja, estoy harta de haber nacido destinada a ser atrezo en las vidas rutilantes y atribuladas de los privilegiados.
El otro día leí en las redes sociales una de esas historias destinadas a ser lacrimógenas a propósito de un desgarrador suceso protagonizado por, si no entendí mal, un joven ex-MENA. La narradora del relato concluía diciendo algo, sin duda bienintencionado, que a mí sin embargo me escandalizó: que los MENAs son,...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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