Niñering
Las malvadas monitoras del comedor que atormentaron a toda una generación
Durante una hora y media, con su miserable salario a juego, no sólo tienen que servir comidas, sino volverse expertas en nutrición, alergias, manipulación de alimentos, desarrollo de trastornos de la conducta alimentaria
Adriana T. 1/12/2021
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Hace unos días, una persona en Twitter comentó muy indignada que cuándo pensábamos abrir el melón de la falta de formación de la que adolecen las monitoras de comedor. Lo dijo así, abrir el melón. Quejarte de lo mal que está el servicio es un tema novedoso y super refrescante. Sus reclamaciones –y las de la gente que le replicaba– eran muy legítimas. Lo digo sin cachondeito, me pareció todo bastante sensato. Tratar con niños es siempre complejo y delicado, y la alimentación no es, en absoluto, un asunto menor. Muchos tuiteros contaron historias terribles acerca del trato cruel, degradante y traumático que habían recibido –ellos o sus hijos– a manos de monitoras de comedor malvadas y, sobre todo, inexpertas. Se generó consenso alrededor de una cuestión: el trabajo de las monitoras de comedor no es ninguna chuminada y hay que exigirles títulos, formación, alguna acreditación. Garantías de que están capacitadas para su noble tarea.
Me entró la risa furiosa, esa risa triste y maníaca que te da cuando es la enésima vez que escuchas la misma mierda que lleva jodiéndote la vida desde hace una década o más. Las monitoras de comedor son cuidadoras. Mujeres precarias, ninguneadas con saña por el sistema como todas las cuidadoras, ya sean –seamos– profesionales o no. Se les hace contratos de hora y media diaria o algo así, con un sueldo en consonancia. Durante esa hora y media, con su miserable salario a juego, no sólo tienen que servir comidas, sino volverse expertas en nutrición, alergias e intolerancias, manipulación de alimentos, desarrollo de trastornos de la conducta alimentaria. Tienen que enseñar modales en la mesa a niños que, a veces, no han comido en su vida sin un iPad delante emitiendo dibujos atronadoramente. Han de vigilar y entretener a los que terminan de comer, acompañarles al baño o a la zona de juegos, proponer actividades si se tercia. Tienen que ser super pedagógicas con las criaturas y tratar de ser un buen modelo para ellos, en tanto que durante el ejercicio de sus funciones se convierten en educadoras. A menudo les toca vérselas con pequeños monstruitos tiranos acostumbrados a montar un buen pollo si de postre no hay helado. A veces se pide que hablen más de un idioma, por eso de aprovechar para que el niño practique inglés mientras se come unos macarrones sin gluten con chorizo. Y en ocasiones también despachan con los padres a la salida y les emiten informes detallados sobre sus retoños, lo he visto a menudo, no es una fabulación mía ni nada. Todo por, quizá, 300 euros al mes. Un chollazo de curro, es un misterio incognoscible que no atraiga a las expertas más valiosas en los campos de la dietética y la educación.
Twitter tenía, por supuesto, la solución a este problema. Se les ocurrió a varias personas a la vez, señal de que iban bien encaminadas: se puede lograr una cierta garantía de capacitación usando para el trabajo a estudiantes o recién tituladas de magisterio. No me digáis que no está bien pensado esto. Yo, la verdad, no recuerdo que en magisterio enseñasen una puta mierda sobre cómo dar de comer a un niño, ni siquiera te contaban a qué temperatura se reproduce más rápido la salmonela en una salsa. Pero qué más da. Cuando buscas a una maestra titulada para hacer labores de cuidado infrapagadas lo que realmente estás buscando es que esa persona tenga vocación. Y cuando hablo de vocación me refiero, como todo el mundo sabe, a explotar deliberadamente y con cinismo a una persona porque anticipas que el amor por su profesión es mucho más fuerte que su amor propio. Que esa persona tan vocacional usará su tiempo libre y su dinero para capacitarse si hace falta, que aguantará sin una queja carros y carretas porque es consciente de lo delicado e importante que es su trabajo, aunque ni se lo paguen ni se lo reconozcan. Aunque sólo algunos se acuerden de su labor en Twitter y sea para lamentarse con amargura de lo inútil que era aquella tía que les servía las lentejas en quinto de primaria.
La fiebre por las cuidadoras tituladas ni es nueva ni atañe sólo a las cuidadoras, pero me repatea en lo más hondo por la cuenta que me trae. Porque mientras se las –nos– sigue tratando como escoria y vivimos sumidas en un océano de contratos precarios y ausencia de los derechos laborales más básicos (no digo ya prestigio o reconocimiento social, eso lo dejo para otra vida), a la peñita le mola ponerse cada vez más estupenda y exigir, yo qué sé, que si una TCAE para cuidar al abuelo en casa y pasarle un poco la fregona, o una pedagoga para darle clases particulares a su mocoso de siete años, o una maestra con su especialidad correspondiente para servir comidas. Todas super bien cualificadas, todas infrapagadas, todas rebosantes de una vocación que a duras penas les –nos– permite llenar la nevera.
Porque la cosa va, como siempre, de dignificar los cuidados por el lado que no es. Y yo ya no puedo seguir escuchándolo sin que me entre una risa triste y maníaca llena de desesperanza y hastío.
Hace unos días, una persona en Twitter comentó muy indignada que cuándo pensábamos abrir el melón de la falta de formación de la que adolecen las monitoras de comedor. Lo dijo así, abrir el melón. Quejarte de lo mal que está el servicio es un tema novedoso y super refrescante. Sus reclamaciones –y las...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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