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El reciente artículo sobre la crítica feminista a la ciencia me ha hecho pensar hasta qué punto está inoculada la tesis de las esferas autónomas en las que quedó dividido el proyecto ilustrado de la modernidad. Me refiero a la persistencia de las esferas que componen la cultura: ciencia, moral y arte. Como bien sabemos, acabaron por institucionalizarse y su suerte corrió a cargo de determinados expertos. Es cierto que, gracias a la bienintencionada organización racional de la vida social en manos de los especialistas, hemos conseguido la maravillosa vacuna contra la covid-19; eso sí, para una vida social que no incluye la de los países pobres. Es lo que tiene la Ilustración y sus herencias. El imperativo categórico nos tendría que llevar inevitablemente a la declaración de bien público mundial para la citada vacuna, pero la industria farmacéutica no parece ser muy lectora de Kant.
En un inteligente tuit en torno al colapso de la civilización industrial, Emilio Santiago Muíño decía que la termodinámica y la curva de Hubert “nos demuestran que las leyes naturales ponen los límites, pero no permiten adelantarnos a lo que pasará, porque lo que pasará dependerá del significado y la interpretación social, y este plano del significado es radicalmente polisémico y en disputa: depende de una batalla cultural y moral”. La ciencia se encarga de la verdad, pero no solo ella. Esta batalla cultural y moral tan necesaria hace tiempo que se viene dando en las calles. Produce imaginarios radicales y fracturas epistémicas del proyecto moderno, occidental y colonizador. Los saberes del pueblo no se limitan exclusivamente al hecho de valorar que los pastores barrunten las tormentas (precioso verbo), ni que no se pierda el arte de hacer sebes, como están logrando mis amigos de la Fundación Cerezales en la provincia de León. Pueblo fueron también las minorías del mundo que en el entorno del 68 se rebelaron contra las ortodoxias universalistas. Hasta el propio Jürgen Habermas, uno de los pensadores clave de la transición española “oficial”, tuvo que reconocer (El País de 29 nov de 1984) que lo ocurrido tras las sucesivas revueltas parecía haber influido en la consideración de otras epistemologías, incluida la del gran público, pues los nuevos movimientos sociales (los feminismos entre ellos) tenían como misión que los conflictos encomendados únicamente a los expertos fueran también una cuestión de un dominio público menos abstracto, el de las minorías en lucha. Y, para ello, nos remite al ejemplo de la discusión sobre el empleo de los misiles que tuvo lugar en 1983 en la República Federal de Alemania: “Hasta el año pasado, toda la discusión sobre desarme y control armamentista estuvo restringida a unos pocos enterados. Pero luego, cuando se llegó a la pregunta de si se debían o no emplear los misiles de medio alcance, entonces se pudo ver cómo ciertos contra expertos, en especial los expertos de los movimientos pacifistas, lo planteaban muy claramente (…) se trató abiertamente el asunto de si los Pershing eran armas defensivas u ofensivas. Todo el mundo pudo estar ampliamente informado de estos aspectos. Fue la primera vez que el conocimiento de los expertos en el control de armas se hizo una posesión compartida por un amplio público".
El Ministerio de Cultura fue creado en 1978, antes incluso de que se promulgara la constitución. Fue una esfera sagrada para la UCD, encapsulada en un organismo cuyo modelo directo provenía de la Francia de De Gaulle (Giulia Quaggio, dixit). Sin esa gestión oficialista de la cultura, no parecía haber posibilidad alguna de transición. Sin embargo, en las últimas décadas, los centros culturales y del llamado arte (en un sentido lato) han sido lugar de encuentro de un ecosistema que alberga las distintas burbujas que se han ido desprendiendo del gran mercurio ilustrado de la esfera pública burguesa, esa invención abstracta e ideal que también le debemos a Habermas. Los museos que más frecuento suelen potenciar las investigaciones que provienen de los movimientos sociales y que quizá no sean consideradas “científicas”, pero sin duda trabajan por la verdad y el conocimiento. Y también por cuestiones morales. El PEI del Macba (antes de su desgraciado descalabro), las cátedras del MNCARS, las jornadas de estudios de la imagen del CA2M (Madrid), las propuestas de la Virreina (Barcelona)... suelen acoger con asiduidad a filósofas, antropólogas, sociólogas, historiadoras que conviven con toda naturalidad con artistas, arquitectos y activistas. Una naturalidad y una asiduidad que son valores muy raros de encontrar en la Universidad.
Se puede ser feminista y reivindicar, como hace Marina Garcés, una nueva Ilustración radical, y se puede encontrar desde el ecofeminismo una relación entre Marx y el romanticismo (denostado en el citado artículo de Teresa Maldonado) como protesta cultural contra el capitalismo. Lo que me cuesta comprender es cómo se puede ser feminista y no tratar de activar, al menos desde las humanidades y las ciencias sociales (especialmente quienes hacemos “crítica” y no “clínica”), ese nuevo espíritu científico potenciado desde hace décadas por los movimientos sociales, anclado necesariamente en la multiplicidad y la complejidad de las prácticas, y desde luego, en una epistemología política de la subjetividad.
El reciente artículo sobre la crítica feminista a la ciencia me ha hecho pensar hasta qué punto está inoculada la tesis de las esferas autónomas en las que quedó dividido...
Autora >
Aurora Fernández Polanco
Es catedrática de Arte Contemporáneo en la UCM y editora de la revista académica Re-visiones.
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