Crónicas partisanas
Derechos de explotación
No todo el mundo puede permitirse apuntarse a la gran renuncia pero se ve con claridad a quienes no se apuntarán por más que puedan. Nuestra obligación de trabajar es su derecho a no dejar de consumir por encima de sus posibilidades y las nuestras
Xandru Fernández 9/01/2022
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250 millones de dólares ha pagado Warner por los derechos sobre las canciones de David Bowie. Suena espectacular, y tal vez lo sea, pero lo significativo es que esta es solo una venta más en una larga serie que incluye a Bruce Springsteen (500 millones de dólares pagó Sony Music), Bob Dylan (300 millones, Universal Music Group) o Neil Young (150 millones, Hipgnosis). Es tendencia entre los bardos del baby boom: deshacerse de los derechos sobre sus propias canciones, himnos generacionales muchas de ellas, a cambio de dinero contante y sonante en sumas astronómicas. En la práctica supone que, si compras un disco o pagas por la reproducción de una de esas canciones, la parte que le correspondería a su autor (o a sus herederos) ya le ha sido adelantada por sus actuales propietarios. No creo que afecte demasiado a las finanzas de ninguno de esos millonarios en edad de jubilación. Pero tiene una importancia simbólica difícil de cuestionar: obedece a un cambio drástico en las condiciones en que se escucha la música en nuestros días. Es el cerrojazo a una manera de entender la música popular que abarcó prácticamente todo el siglo XX, desde la generalización del gramófono y la radio. Sea lo que sea lo que esté por venir, no tendrá mucho que ver con la tienda de discos de John Cusack en Alta fidelidad.
Quien aún no se ha enterado de nada de todo esto es la crítica musical escrita por adultos de cincuenta años para ser leída por adultos de cincuenta años. El sector en pleno, vamos, salvo alguna honrosa excepción. Lo que queda del conglomerado del gusto de la era del pop. Donde aún se sigue practicando el manifiesto vanguardista como obra de arte y la crítica musical como programa político. Pero con lenguaje startup, que no falte. Ese discurso cínico, henchido de referencias cultas, tan eficaz en la vida nocturna de antes de Google como cargante y ridículo en la era post-covid, tan cargante y tan ridículo que ha sido uno de los rasgos elegidos por los guionistas de Succession para hacer aún más cargante y ridículo el personaje de Kendall Roy. La era post-covid, en cambio, la han entendido muy bien Springsteen y compañía: es el desierto, y en el desierto solo cuenta lo que llevas contigo. Si pudieras desprenderte de ti mismo hasta volverte tan liviano como la arena, te ganarías el derecho a ir despacio, a descansar cuando no puedas más, algo que es imposible cuando arrastras una carga perecedera y pesada, que tienes que entregar a tiempo y evitar, por todos los medios, que te la roben los moradores de las arenas. La mejor solución, si tienes algo, es venderlo.
Es una gran renuncia. Que no se puede permitir todo el mundo. Que no llega a ser tan generalizada como venden algunos medios, pero tampoco tan anecdótica como les gustaría a algunos sufridores de la política. No puedes renunciar a tu trabajo si no tienes otro que lo sustituya, u otro medio, legal o ilegal, de ganarte la vida. Pero quizá puedas renunciar a creer que algunos ingredientes de la felicidad son tan básicos como te habían explicado. También aquí el ordoliberalismo ha hecho los deberes: tan intensa ha sido su propaganda festivalera en las últimas décadas, tanto ha insistido en su cruzada contra el aguafiestas, el progre plasta, el ecologista cenizo y los vigilantes de la corrección política, que hoy hasta el más rojo de tu comunidad de vecinos, el de ortodoxa guayabera cubana y pañoleta palestina, es capaz de liarse a sarcasmos si le sugieres que estás renunciando a comprar lo que no necesitas y que pronto dejarás de usar el coche porque te pasas más tiempo en atascos que en movimiento. Te acusará de querer volver a la Edad Media, como si la gran aportación de la Modernidad al progreso no hubiera sido la anestesia dental sino el Primark.
No todo el mundo puede permitirse apuntarse a la gran renuncia, es cierto, pero al fondo del espejo se ve con claridad a quienes no se apuntarán por más que puedan, por más que siempre hayan podido, pues en el fondo toda su existencia está anclada en la necesidad de no renunciar, de perseverar en el engaño, de conservar en lugar de renunciar: nuestra obligación de trabajar es su derecho a no dejar de consumir por encima de sus posibilidades y las nuestras. Quizá empiecen a estar algo intranquilos, pero no demasiado: saben que, aunque Springsteen, Dylan y Young vendan los derechos de sus canciones, ellos conservarán su libertad de cantar el “Cara al sol” mientras el servicio les prepara un imbatible chuletón al punto. Porque se han asegurado siempre de estar del lado del que posee los derechos de explotación, y de no pagar por los derechos de otros, ni siquiera por los del “Cara al sol”.
250 millones de dólares ha pagado Warner por los derechos sobre las canciones de David Bowie. Suena espectacular, y tal vez lo sea, pero lo significativo es que esta es solo una venta más en una larga serie que incluye a Bruce Springsteen (500 millones de dólares pagó Sony Music), Bob Dylan (300...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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