Diario itinerante
Banderas y estatuas de Bolsonaro (y Vox)
Bajo la camiseta de la selección, el presidente brasileño lleva ropa interior con barras y estrellas. Si para el trumpismo el nacionalismo puede ser un complemento, semejante fusión es mucho más difícil en Brasil o España
Andy Robinson 14/01/2022
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Uno de los problemas para el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, ya en caída libre en las encuestas de opinión, es que no consigue decidirse sobre si es un nacionalista brasileño o un nacionalista estadounidense.
Bajo la influencia del superministro de Hacienda, el gestor multimillonario de fondos globales especulativos, Paulo Guedes, y de su hijo, Eduardo Bolsonaro, fan de la New American Century y que quiso ser embajador brasileño en Washington, el presidente ha abandonado su viejo nacionalismo desarrollista. Ya es un neoliberal con camiseta amarilla de Neymar.
En los ochenta y noventa, el diputado Bolsonaro estaba hecho de otro material. Defendía un Estado intervencionista igual que los generales de la Junta Militar. Entonces llegó a amenazar con mandar al pelotón de fusilamiento al entonces presidente Fernando Henrique Cardoso por privatizar la minera estatal Vale. Ahora aplaude todas las privatizaciones de las joyas empresariales del Estado –incluso Petrobras se ha vendido en parte– diseñadas por Guedes. Hasta los garimpeiros –los despesperados buscadores de oro que son héroes míticos en la narrativa nacionalista de Bolsonaro– se quejan de que Vale, propiedad ya de los grandes inversores globales y cotizada en la Bolsa de Nueva York, les roba el oro.
Es decir, debajo de la camiseta de la selección, Bolsonaro lleva una ropa interior adornada con barras y estrellas. Pasa lo mismo con otros líderes de la nueva derecha dura occidental. Admiran tanto a Trump que se les olvida que, si para el trumpismo el nacionalismo puede ser un complemento de la ideología imperial, semejante fusión es mucho más difícil en Brasil o España.
El nacionalismo de Bolsonaro siempre se ve diluido por el programa económico de Guedes
Por eso, cuando Santiago Abascal y Hermann Tertsch, líderes de Vox, se reunieron el mes pasado con Eduardo Bolsonaro en Mato Grosso, el Estado de la soja, hubo quienes se fijaron en las contradicciones de un ultranacionalismo español y brasileño aliado con el capitalismo financiero global. Las banderas patrióticas en la capital del agronegocio de Cuiabá escondían el nuevo negocio del siglo para Wall Street: la soja, el maíz, el azúcar, la carne… conforme los grandes fondos buitre globales compran y venden tierra agrícola en Brasil, al igual que compraron y vendieron pisos de protección oficial en Madrid.
Más allá de la nueva consigna del Estado federal brasileño, “patria amada”, el nacionalismo de Bolsonaro siempre se ve diluido por el programa económico de Guedes, que, tras la victoria del presidente en 2018, encandiló a los mercados, las agencias de calificación de deuda en Wall Street y los grandes empresarios de Sao Paulo. Tres años después, Bolsonaro está descubriendo que las preferencias del votante brasileño no tienen por qué coincidir con las del gestor de fondos en mercados emergentes de BlackRock o Blackstone, que compró el fondo brasileño Pátria, especializado en el sector de agroindustria. La coincidencia de perspectiva es aún más difícil en un momento de subidas explosivas del precio de los alimentos, sobre todo la carne, que han dejado a 19 millones de brasileños sin comida en el plato.
Otro ejemplo en Brasil de esta contradicción son los grandes almacenes Lojas Havan, omnipresentes en las anodinas ciudades del interior brasileño, junto a las iglesias evangélicas y las macro churrasquerías.
El dueño es Luciano Hang, multimillonario del ranking de Forbes y uno de los aliados empresariales más fieles de Bolsonaro. Financió la maquiavélica pero eficaz campaña de falsas noticias bolsonaristas difundida en Whatsapp antes de las elecciones de 2018. Se le acusa también de participar en un llamado “gabinete paralelo” negacionista que aconsejó al presidente en su polémica respuesta a la pandemia. Suele lucir un traje color verde y corbata amarilla, los colores de la bandera brasileña. Pero el país que más admira es Estados Unidos.
De ahí las gigantescas réplicas –de hasta 40 metros de altura– de la estatua de la libertad erigidas delante de sus tiendas junto a una enorme bandera brasileña. La estatua más emblemática de EE.UU. se levanta a la entrada de casi todas las tiendas de Hang menos en la capital, Brasilia, donde se le obligó a desmantelarla por violar normas de altura y confundir a los turistas.“No es un monumento estadounidense; nosotros creemos en Brasil. Es un monumento por la libertad. La libertad de opinar”, dijo a una dependienta veinteañera del Havan en Parauapebas, en el estado de Pará en el norte de Brasil. Como todos sus compañeros, llevaba una camiseta verdeamarilla que anunciaba: “El Brasil que queremos solo depende de nosotros”. Solo cobraba 1.400 reales (220 euros) al mes pero lo consideraba un “muy buen salario”.
Lo cierto es que no hay mucha libertad para opinar en Havan. Durante la campaña de la la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 2018, Hang proyectó un vídeo ante los 15.000 empleados en el que advirtió que si no votaban a Bolsonaro “lamentablemente ganará la izquierda y nos convertiremos en Venezuela (…) Havan puede cerrar sus puertas y despedir a 15.000 trabajadores”.
El patriotismo de Hang, nacido hace 58 años en Brusque, una ciudad fundada en el siglo XIX por inmigrantes alemanes, brilla por su ausencia en la declaración de la renta. Ha sido juzgado en cuatro ocasiones por delitos fiscales, blanqueo de dinero y evasión tributaria por millones de reales. Solo ha evitado la cárcel gracias a un poderoso equipo de abogados.
Como otros patrocinadores empresariales de la nueva derecha occidental, Hang vio una excelente oportunidad en la pandemia para exigir libertad cuando las medidas de confinamiento amenazaban con hundir su negocio
Como otros patrocinadores empresariales de la nueva derecha occidental, Hang vio una excelente oportunidad en la pandemia para exigir libertad cuando las medidas de confinamiento amenazaban con hundir su negocio. Haciéndose eco del negacionismo de Bolsonaro, tachó al conservador gobernador del estado de Sao Paulo, Joao Doria –que adoptó políticas de confinamiento anticovid–, de “dictador” del “estado más comunista de Brasil” (Sao Paulo es en realidad un estado conservador) frente a “la libertad” de Bolsonaro y los almacenes Havan. Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, que eligió el eslogan electoral “comunismo o libertad” en los comicios madrileños del año pasado, tal vez propondría algo parecido a El Corte Inglés, cuyo anterior presidente, ya fallecido, apareció en la lista de patrocinadores de grupos afines a Vox.
Pero la convivencia de la estatua de la libertad y la bandera brasileña de orden y progreso (o la española de orden solo) se ve cada vez más difícil. El programa made in USA de Guedes de liberalización y desestatalización no ha dado resultados en un momento de estaflación –estancamiento económico y, a la vez, inflación–, destrucción de empleo y pobreza que ya vuelve a sus niveles anteriores a los gobiernos de Lula a principios de siglo.
Más bien la venta a precio de saldo (el real ha caído en picado) de activos de empresas como Petrobras ha agravado la crisis de empleo y la pobreza.
Diecinueve millones de brasileños sufren hambre en estos momentos. Tampoco se ve con buenos ojos que Guedes, al igual que Hang, tenga fondos en centros offshore, según los ‘Pandora papers’. Por muchas banderas brasileñas que ondeen bajo la presidencia de Bolsonaro, los brasileños se sienten traicionados otra vez. La popularidad del mandatario ha caído en de manera fulminante en el último año.
El problema al que se enfrenta Bolsonaro quedó patente en varias entrevistas con empleados en los almacenes Havan: “Yo estoy esperando a uno que no sea ni Lula ni Bolsonaro”, dijo una dependienta veinteañera. “Si Lula se presenta, gana”, resumió otra.
En la agroindustria, un sector elogiado hasta la saciedad en la conferencia de Eduardo Bolsonaro, Abascal y los conservadores rancheros de Mato Grosso, Guedes está haciendo lo necesario para que entren los fondos equity de Wall Street que empiezan a controlar la producción de materias primas en un millón de hectáreas de tierra con la ayuda de Cargill, ADM y Bunge. Los campesinos sin tierra, tal y como se explica aquí, son víctimas de desahucios para allanar el camino a la financiarización de la tierra brasileña. Tras la primera ofensiva de los bancos, “las tierras caerán en manos de un fondo inmobiliario”, explicó el economista Cruz Alberto Mechera de Carvalho en el medio digital GGN.
En este sentido, Guedes ha creado una serie de vehículos financieros (Fiagro-Fondo Inmobiliario del Agronegocio) para que los grandes fondos puedan entrar en la explotación agrícola en Brasil. “Los 17 Fiagro creados por actores financieros y bancos como el Banco do Brasil, BGT Batial (que tiene como uno de sus fundadores al ministro de Economía Paulo Guedes), XP investimentos, Itaú, Banco Daycoval (…) invierten en el agronegocio comprando sus activos (títulos que representan la tierra, las commodities, los servicios ambientales y los derechos de crédito/deudas)”, explica Larissa Packer, del Instituto de Investigación Grain.
Según la ONG Amazon Watch, BlackRock –muy presente en los fondos buitre inmobiliarios en España– es uno de los principales accionistas de las diez empresas que provocan más deforestación del mundo. La liberalización financiera llevada a cabo por el gobierno de Bolsonaro y Guedes “coloca Brasil y al agronegocio como destino de las inversiones extranjeras por medio del mercado de capitales”, afirma Packer.
“Toda la cadena de producción y distribución de la gran agroindustria expulsará al agricultor familiar”, dice Mechera de Carvalho. “Empresas especializadas, posiblemente extranjeras, van a administrar tierras en nombre de los fondos para desnacionalizar la agroindustria”, añade. Así el nacionalismo brasileño (perdón, estadounidense) de Jair Bolsonaro acaba vendiendo la tierra de la “patria amada”.
No es de extrañar que los líderes de Vox –especuladores inmobiliarios y poco amantes de los impuestos– quieran codearse con los Bolsonaro.
Uno de los problemas para el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, ya en caída libre en las encuestas de opinión, es que no consigue decidirse sobre si es un nacionalista brasileño o un nacionalista estadounidense.
Bajo la influencia del superministro de Hacienda, el gestor multimillonario...
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Andy Robinson
Es corresponsal volante de ‘La Vanguardia’ y colaborador de Ctxt desde su fundación. Además, pertenece al Consejo Editorial de este medio. Su último libro es ‘Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina’ (Arpa 2020)
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