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El día que el artista visual Rubén Martín de Lucas dibujó en una libreta el trazo de una bandera sobre un pedazo de hielo no sospechaba que unos meses después acabaría poniendo en marcha una expedición al océano Ártico. Rubén, que partió con el propósito de cuestionar el concepto de nación, clavó banderas en icebergs del sur de Groenlandia y los reclamó como naciones propias. Naciones condenadas a derretirse y desaparecer. El proyecto Iceberg Nations, perteneciente a la serie Fronteras Estúpidas, está formado por fotografías, una vídeo instalación, un corto documental y un libro. La publicación Iceberg Nations (Ediciones Menguantes) comienza con una lista de las guerras vinculadas a fronteras. La primera es la guerra entre Países Bajos y el Sultanato de Aceh (1873-1914). 268 guerras después, la lista concluye con el conflicto bélico en el Donbáss entre Ucrania y Rusia, iniciado en 2014.
El libro insiste en la idea de la “naturaleza líquida” de cualquier nación. “Ninguna nación existe de manera física. Su naturaleza, líquida e intangible, se sostiene como construcción mental presente únicamente en el imaginario colectivo. Toda nación, al igual que un témpano de hielo flotando sobre el mar, está condenada a diluirse”, escribe Rubén. El libro es una mezcla de argumentos potentes y visiones poéticas. Alerta de la peligrosidad de los conceptos de nación y patria. Y lanza preguntas-paradojas: “¿Cómo puede ser mío algo que estaba aquí antes que yo? ¿Cómo puede ser mío algo que seguirá aquí una vez yo muera?”. Del mismo modo que las naciones están vinculadas a un pedazo de tierra, bien podrían estarlo a un trozo de hielo o a una porción del espacio aéreo, insinúa el artista.
La Tarta Nación
Trayecto de una tarta entre Colombia, Brasil y Perú. Foto: Bernardo Gutiérrez.
En la década de los dos mil, viví en la triple frontera amazónica entre Brasil, Colombia y Perú el periplo de una tarta que atravesó los tres países hasta que llegó a la casa del cumpleaños. Cuando vi a una joven portando una aparatosa tarta en Leticia (Colombia) comencé a seguirla de forma totalmente irracional. Se subió (y yo con ella) a una canoa de pasajeros con un motorcillo y un toldo. El sol era plomizo y la tarta merengosa parecía condenada a derretirse en cuestión de minutos. En Tabatinga (Brasil), sosteniendo con precisos malabarismos la tarta, la joven abrazó a dos chicas que subieron a nuestra barquichuela. Elogié la tarta, intercambiamos bromas y acabaron invitándome al cumpleaños del sobrinito que vivía en Santa Rosa (Perú), al otro lado del río Amazonas. En una casita de madera, soplamos velas, bebimos Inca Cola, cantamos boleros en un karaoke y bailamos hasta el anochecer. En aquel hogar, todos hablaban indistintamente castellano, portugués y lenguas indígenas. Nadie daba la más mínima bola a aquella triple frontera que no tenía controles, rayas en el suelo o carteles de bienvenida a los diferentes países. Publiqué una crónica sobre aquella entrañable desfrontera. Rememorando el episodio, aquella tarta pringosa se me antoja como la mejor nación posible. Era una espléndida Tarta Nación.
Durante décadas, he atravesado por tierra buena parte de las fronteras europeas y americanas, así como algunas africanas y asiáticas. En la mayoría de ellas certifiqué el carácter líquido de las naciones. Descubrí a la misma gente pescando los mismos peces en las dos orillas de un mismo río. O intercambiando chascarrillos con alguien del otro lado de la raya fronteriza. Desafortunadamente, también me topé con violentos muros y verjas. En la valla que separa Estados Unidos y México a la altura de Tijuana, contemplé cómo algunas familias merendaban separadas por alambres. Compartían dulces y refrescos, cada uno desde un lado de la alambrada, pasándose cosas por pequeños agujeros.
Si la naturalidad líquida de las naciones se concentra en la tarta más cosmopolita de la Amazonia, la obstinación sólida de los Estados nación cristaliza en la verja que separa Estados Unidos y México como en ningún otro lugar. “Hay piedras que rezan todo por la patria. ¿Por qué las mancillamos? ¿Qué nos han hecho ellas?”, se pregunta Rubén Martín de Lucas.
Un planeta sin tierras ignotas
El ecléctico Hakim Bey explicó en T.A.Z. Zona Autónoma Temporal –que desde su publicación en 1991 ha adquirido resonancias míticas– que el último pedazo de la tierra no reivindicado por un Estado fue devorado en 1899. El siglo XX fue el primero sin tierra incógnita. El libro parte de un estudio sobre las comunidades de piratas que se instalaron en pequeñas islas del Caribe a partir del siglo XVIII. Bey encontró el antídoto contra la rigidez de los estados nación y sus fronteras en aquellas efímeras, flexibles y alegres civilizaciones piratas. Y formuló su idea más emblemática: la zona autónoma temporal. La TAZ (por sus siglas en inglés) es una forma de sublevación que “libera un área de tierra, de tiempo, de imaginación”. Un nuevo mundo se concentra en el espacio-tiempo. Disuelve las normas. Dibuja lógicas y relaciones nuevas. Y después explota y se auto disuelve para “reconstruirse en cualquier otro lugar o tiempo antes de que el Estado la aplaste”.
La legión de seguidores de Bey –esa exultante tribu de ravers, situacionistas, hackers, clowns, ocupas y fiesteros varios– nos había hecho creer que la zona autónoma temporal brota en terrenos baldíos, garajes transformados en discotecas, edificios ocupados o en cabañas en la copa de árboles. Ahora, escribiendo sobre la obra artística de Rubén Martín de Lucas, descubro que la zona autónoma temporal libera a las tartas y los icebergs de sus funciones, dando pie a Naciones Icebergs y Tartas Naciones. La TAZ existe siempre como posibilidad. Es algo que, a veces, puede activarse con un gesto mínimo. La TAZ –esa exultante onda expansiva que liquida en milésimas de segundo todas las banderas del mundo– puede llegar a ser incluso un estado de ánimo. Una sensación tan profunda, naif y placentera como el patriotismo.
El día que el artista visual Rubén Martín de Lucas dibujó en una libreta el trazo de una bandera sobre un pedazo de hielo no sospechaba que unos meses después acabaría poniendo en marcha una expedición al océano Ártico. Rubén, que partió con...
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Bernardo Gutiérrez
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