Homeopatías (V)
Zozobra
El que naufraga una vez quiere probablemente volver a naufragar. El zózobre, en cambio, busca desesperadamente una grieta por la que salir a algún placer pequeño, positivo y liviano
Santiago Alba Rico 15/01/2022
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Uno de los poemas más perfectos de la historia, el Infinito de Giacomo Leopardi, acaba con esta famosa sinestesia: “e naufragar m’é dolce in questo mare” (“y naufragar me es dulce en este mar”). Se puede naufragar en cualquier medio, líquido o mental: en los “ilimitados espacios” y los “sobrehumanos silencios”, en el amor, en el vicio, en la locura, en internet y, por supuesto, en el mar. Y casi cualquier cosa grande puede naufragar: la salud, la ética, la civilización, la democracia y, desde luego, los barcos. La palabra “naufragio”, nacida en los océanos, volquete de tantos sentidos contiguos y expansivos, ejerce un poderoso influjo sobre la imaginación. Es una palabra en sí misma bonita, que empieza blanca y en voz baja, como de tela, y acaba en la rompiente; y es además un depósito de sueños y amenazas, nutrido por mil lecturas marinas que entroncan con la estirpe misma de la aventura humana y cuyo arquetipo se hizo nombre mucho después de tener sombra: Titanic. El Titanic, en efecto, se había hundido muchas veces antes de hacerlo en 1912 con ese nombre; y se sigue hundiendo todos los días, real y figuradamente, con otros nombres o de forma silenciosa y anónima, sin musas que canten a sus héroes.
El naufragio es fulminante y adventicio: incluso si le preceden a veces oleajes procelosos, nos sobreviene, lo padecemos
Ahora bien, hay una palabra aledaña –pues aledaños y no sinónimos son los significados– que me gusta más: “zozobra”, extinguida en el uso cotidiano y también en retroceso entre los poetas. Es verdad que un barco puede tanto naufragar como zozobrar, pero entre ambos términos hay diferencias que cabe explorar ya en sus diferentes raíces etimológicas. Los dos proceden del latín y los dos son compuestos. “Naufragio” suena a roto porque en efecto incluye el verbo “frangere”, romper, y el objeto “navis”, nave: el “barco roto”, que es como si se rompiera metafóricamente la Tierra misma, en su deriva flotante por el universo: viajamos todos, se dice, en el mismo barco. “Zozobra”, por su parte, es una palabra rara, compuesta de dos preposiciones, “sub” y “supra”, cuyo enlace ha dado lugar a esa aliteración que susurra y agita zumbante las alas: evoca el subibaja de las olas y el vuelco reiterado del esquife en medio de la tormenta: arriba y abajo, abajo y arriba, como el ánimo y las pasiones. El que zozobra no llega nunca a sentir el alivio fatal de la quiebra sonora.
Es verdad –lo hemos visto– que las dos palabras pueden ser empleadas metafóricamente. Leopardi usa de esta manera “naufragio”; como también Neruda en su famoso “todo en ti fue naufragio”. En cuanto a “zozobra”, pensemos por ejemplo, en el verso de Unamuno: “no haces sino nutrir esa mortal zozobra”. Podemos decir, sin embargo, que la primera palabra –”naufragio”– pertenece al orden de los acontecimientos mientras que la segunda –”zozobra”– pertenece al orden de los afectos; o –respectivamente– al orden objetivo y al orden subjetivo. Me explico. El naufragio es fulminante y adventicio: incluso si le preceden a veces oleajes procelosos, es algo que nos ocurre, nos sobreviene, lo padecemos. Cuando llega no hay más que dos posibilidades: o perecemos o nos salvamos. Si perecemos, perecemos. Si nos salvamos, puede suceder aún que los propios restos del naufragio, llamados pecios, nos sirvan de medios de supervivencia en una isla desierta, como fue el caso del famoso Robinson Crusoe, según el conocido relato de Daniel Defoe. Durante siglos, a un lado y otro del Atlántico, los llamados “raqueros” provocaban con luces engañosas, las noches de tempestad, el naufragio de los barcos próximos para apoderarse de las riquezas flotantes que las olas empujaban hasta la costa. Recordemos, por ejemplo, el gran relato de aventuras de John Meade Falkner, Moon Fleet, del que se hizo una versión cinematográfica en 1955; o La posada de Jamaica, de Daphne du Maurier, novela llevada también al cine en 1939. Si lo pensamos sin legañas y contra nuestras ganas de adanismo, todos somos un poco raqueros, pues sobrevivimos gracias a los pecios de la generación anterior, que recogemos todos los días en la playa. A eso lo podemos llamar ciencia, tradición o sencillamente cultura. O mundo, en la versión de Chesterton: “los restos de un naufragio” –decía– con los que construimos nuestros poemas, nuestras relaciones y nuestras instituciones. Cuando se quiere convertir a Robinson Crusoe en el paradigma capitalista del hombre independiente que se ha hecho a sí mismo, a fuerza de ingenio, extrayendo riqueza de la naturaleza desnuda, no sólo nos olvidamos de su compañero Viernes sino de los trebejos que le devuelve el mar y sin los cuales habría sucumbido en pocos días a la adversidad. Nadie empieza de la nada; todos empezamos con un naufragio ajeno.
La “zozobra” pertenece, en cambio, al orden de los afectos, donde se instala con uñas afiladas y herramientas de zapa. Recuerdo que una vieja tía mía, hace muchos años, no decía “angustia” o “congoja” cuando la apresaba un disgusto: decía “zozobra”: ay, qué zozobra tengo. Uno no siente “naufragio”, ni siquiera después de haber naufragado, aunque los supervivientes sí pueden sentir “zozobra”. Las combinaciones son numerosas. Por ejemplo: me atrevería a decir que Ulises se dedicaba a naufragar sin sentir casi nunca zozobra; mientras que Penélope zozobraba sin parar, evitando así el naufragio de Ítaca. Y si el chiflado Ben Gunn sentía zozobra en la isla del tesoro, tras ser abandonado por Silver, es la zozobra del capitán Ahab, al contrario, la que provoca, en Moby Dick, el naufragio final cuyo único superviviente es Ismael, el narrador de la historia.
Podemos decir también: el suicidio es naufragio, la depresión zozobra. Y podemos decir: mientras las civilizaciones naufragan millones de personas zozobran. Y también: el placer ambiguo del naufragio, según el verso leopardiano, contrasta con el displacer sin lenitivos de la zozobra. A la víctima de un naufragio la llamamos “náufrago”. ¿Cómo llamaríamos a las víctimas de la zozobra? Llamémoslas por resonancia “zózobres”. Pues bien, los zózobres metafóricos, al contrario que sus aledaños náufragos, no encuentran ningún placer en la “zozobra”, que hace durar, en lugar de disolver, su corazón dañado. Hay algo grandioso en desaparecer dentro de una catástrofe mayúscula, devorado por ese Infinito que nos supera, nos revuelca y nos deshace; el que naufraga una vez quiere probablemente volver a naufragar. El zózobre, en cambio, busca desesperadamente una grieta por la que salir a algún placer pequeño, positivo y liviano. A la Historia le interesan los grandes naufragios; pero la hacen, pena a pena, gozo a gozo, los pequeños zózobres.
Hay algo grandioso en desaparecer dentro de una catástrofe mayúscula, devorado por ese Infinito que nos supera, nos revuelca y nos deshace
La zozobra de Yassin, que naufraga en silencio en el Mediterráneo; la zozobra del pequeño Klaus, que oye con terror los pasos de su padre en el pasillo; la zozobra de Claudia, con los huesos molidos y la nevera vacía; la zozobra de Paco, que se siente culpable de ser viejo; la zozobra de Laura, que oculta como un bubón su deseo de arrojar la toalla. El naufragio del mundo.
¿Y por qué será tan bonita una palabra tan dolorosa? Porque las palabras son bellas por su sonido pero también por su precisión. Ya sabemos que somos náufragos. Aún no sabemos que somos “zózobres”. Y no lo sabemos porque nos falta la palabra, que –como todas las palabras– es un “lugar común”. Hemos perdido también, junto a otros muchos, ese lugar común en el que podríamos encontrarnos, reconocernos y acompañarnos.
Zózobres del mundo, uníos.
Uno de los poemas más perfectos de la historia, el Infinito de Giacomo Leopardi, acaba con esta famosa sinestesia: “e naufragar m’é dolce in questo mare” (“y naufragar me es dulce en este mar”). Se puede naufragar en cualquier medio, líquido o mental: en los “ilimitados espacios” y los...
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Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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