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Suelo guardar en mis archivos algunas noticias de esas que, de tan ciertas como son, parecen imposibles. Fechada el 15 de enero de 2013 en Estocolmo, este titular de la agencia EFE siempre me emocionó e intrigó de manera infantil: “Una mujer de la limpieza roba un tren y lo estrella contra un edificio en Suecia”. El cuerpo de la noticia daba algunas informaciones vagas: que el tren estaba vacío, que se saltó la barrera de la estación de Saltsjöbaden y embistió una vivienda habitada, que –salvo la ladrona– nadie había sufrido heridas y que la policía estaba investigando los motivos del robo. Como puede imaginarse, lo que más me interesaba eran precisamente “los motivos del robo”, que excitaron largos ratos mi fantasía, pero seguí la pista en días sucesivos sin encontrar ningún rastro: como solía reprocharles Chesterton, a los periodistas no les atañen las historias sino las bengalas y, una vez se apagan en medio de la noche, la oscuridad vuelve a reinar a nuestro alrededor.
Pues bien, hace dos semanas, por casualidad, tropecé en mi ordenador con esta vieja noticia y decidí intentarlo de nuevo. Tecleé en google y tropecé enseguida –ay– con una entrada de la wikipedia y con una gran decepción. La noticia era falsa. No. No era falsa. Una noche de enero de 2013, en efecto, un tren se había estrellado contra una casa próxima a la estación de Saltsjöbaden; y de dentro de uno de los vagones se había rescatado a una mujer herida, la única pasajera, una empleada de veinte años que estaba limpiando el convoy y que había sido víctima de una avería eléctrica y, después, de las sospechas de la policía y de las calumnias de la prensa. El 28 de enero de ese mismo año, un tribunal la absolvió de todo delito y atribuyó la responsabilidad a la empresa ferroviaria.
Se comprenderá mi desilusión. No porque yo deseara una peripecia morbosa sino porque, de manera objetiva, el titular imposible coincidía con lo que todos, sin saberlo, esperamos de una mujer de la limpieza. Como acababa de fallecer Alfonso Sastre, al que siempre admiré mucho, me acordé de esa distinción que él establece en muchos de sus ensayos y que yo mismo, aunque no en el mismo sentido, he utilizado a menudo. Me refiero a la diferencia entre “realidad” y “verdad”. Para Sastre, los humanos no vivimos en la “apariencia” sino en la “realidad”, pero esa realidad oculta la verdad o, mejor dicho, la obstaculiza, la distrae, la retiene en un grado bajo de cocción: “Una verdad”, escribe, “es una realidad profundizada”. Yo diría, un poco más allá, que hay un lugar en el que toda realidad deviene verdad. Para Sastre, ese lugar era sin duda el teatro. El titular imposible de una mujer que roba de noche un tren en Suecia incluía una verdad teatral que Sastre, ignorante de la noticia, dejó pasar. El lugar donde la realidad deviene verdad es, si se quiere, un lugar “cuántico”. Hace pensar en el famoso gato de Schrödinger: en una habitación el gato –el mismo gato– está vivo; en la habitación de al lado está muerto. En una el gato es real y en otra, verdadero. Aquí lo mismo: en la misma estación la misma mujer sufre un accidente ferroviario al mismo tiempo que roba un tren –el mismo tren– y lo estrella contra una vivienda.
Esta diferencia entre historias reales e historias verdaderas –indispensable para entender el placer epistemológico de la literatura– la he explicado a menudo con el ejemplo de la revolución tunecina de 2011: un joven diplomado en paro que vende verduras en una región miserable de Túnez es abofeteado por un policía y, después de escribir a su madre una carta de despedida denunciando la situación del país, se prende fuego delante del palacio del gobernador. En la realidad, el joven no era tan joven, tampoco era diplomado, no fue abofeteado por el policía (que era además una mujer) y no dejó una carta lúcida y trágica antes de inmolarse. Ahora bien, solo la historia verdadera podía provocar una revolución; y en ese lugar, en ese momento, la realidad estaba condenada a devenir inevitablemente verdadera y ello sin que interviniera ninguna manipulación premeditada. La conciencia popular tenía ese esquema narrativo en su regazo, ya preparado, y se limitó a adaptar a él una realidad que se le aproximaba.
Obviamente no todas las historias verdaderas producen una revolución; pero si son verdaderas es porque introducen más realidad que la realidad misma. Nada irrita tanto a un buen narrador oral como el hecho de que su compañero de viaje, cicatero y realista, resuma ante el auditorio los hechos desnudos de un plumazo, impidiendo así la posibilidad misma de irse gozosamente por las ramas –que es la única manera de crear un árbol. No es solo una cuestión de placer. Stendhal, por ejemplo, solía sacar sus relatos de informes policiales o noticias de prensa. Pensemos en la diferencia que existe entre Rojo y negro y los informes publicados en la Gaceta de los tribunales que le inspiraron el personaje de Julien Sorel y la obra misma.
Así que, volviendo al malentendido del tren, podemos decir que hemos perdido una buena ocasión de contar la verdad de una mujer de la limpieza o –incluso– de las mujeres de la limpieza en general. La diferencia entre la realidad y la verdad es esta: no hay ningún imperativo narrativo que exponga a una empleada de la limpieza de veinte años a un malhadado accidente ferroviario, pero sí hay un imperativo narrativo que obliga a todas las mujeres de la limpieza a robar un tren al menos una vez en su vida. Aunque ninguna lo haga, sabemos que eso está ocurriendo, está ocurriendo sin parar, mientras no ocurre, en el mundo de al lado. La noticia era un malentendido, sí: había confundido realidad y verdad. El periodista se había equivocado y por una vez había contado la historia verdadera, que rozaba apenas –con un hilo o con un pelo– la prosaica historia real.
¿Qué verdad contaba? ¿Fue un plan o un impulso? ¿Qué pretendía nuestra heroína? Hay varias habitaciones porque, al contrario de lo que ocurre con la realidad, hay muchas historias verdaderas posibles. Hay muchas razones por las que una mujer de la limpieza puede querer robar un tren. Que cada uno elija la suya. Yo imagino a Lucia –pues le vamos a dar un nombre de abolengo– con ganas de desmelenarse más que de suicidarse; acabado su trabajo, sola, cansada, de noche, sin muchas ganas de volver a casa, donde su marido ya duerme, se deja arrastrar de pronto por un júbilo de adulterio. En ese gesto veo la metáfora inversa a la del freno de emergencia benjaminiano: una mujer que le quita el freno a su vida y a la máquina que la explota, una especie de ludita al revés que se apodera alegremente de su medio de trabajo y lo quiere hacer correr y correr sin limites ni destino, en una eterna circulación por la red ferroviaria sueca que –ella lo sabe y así lo quiere– solo puede terminar en un estrepitoso y feliz choque sin víctimas.
¿Qué puede resumir mejor la vida verdadera de una mujer de la limpieza –su cansancio, su lealtad a los suyos, su resistencia– que ese momento de felicidad intempestiva, fulminante, inexplicable y diminuta en el que decide una noche robar un tren para poder volver a casa después de haberse marchado de ella para siempre?
Suelo guardar en mis archivos algunas noticias de esas que, de tan ciertas como son, parecen imposibles. Fechada el 15 de enero de 2013 en Estocolmo, este titular de la agencia EFE siempre me emocionó e intrigó de manera infantil: “Una mujer de la limpieza roba un tren y lo estrella contra un edificio...
Autor >
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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