Tránsito
Violencia en el aeropuerto
Viaje de ida y vuelta a ‘Mira la luces, amor mío’ de Annie Ernaux, donde la autora describe el hipermercado como un espacio de sumisión y violencia contra el consumidor
Manuel Gare 8/02/2022
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Recuerdo bien la primera vez que fui a Hipercor durante el estado de alarma. La razón detrás de la visita no era otra que conseguir algún enser que no venden en el Mercadona que nos queda cerca y, en fin, dar un rodeo. Como el hipermercado comparte planta con El Corte Inglés, todas las secciones exteriores –zapatería, joyería, perfumería, librería– estaban precintadas, con plásticos colocados por encima de los productos, inaccesibles siquiera a la vista, contaminados de antemano. Aunque la situación general de la pandemia ya era lo suficientemente grave por aquel entonces, aquella imagen, propia de un rico al que acaban de embargar, me impactó.
Me gusta El Corte Inglés, qué le vamos a hacer. En verano se está fresquito, en Navidad está todo adornado y, durante el resto del año, si eres caucásico y no tienes muy mala pinta, te dejan usar sus servicios gratis. La dupla Hipercor/El Corte Inglés forman parte, inevitablemente, de mi vida. Es raro encontrar en Granada a alguna familia que no haya hecho uso del centro comercial. Como escribe Annie Ernaux en Mira la luces, amor mío (Cabaret Voltaire), el hipermercado es “un espacio familiar cuya práctica se ha incorporado a la existencia”. Por supuesto, mi relación con ECI ha ido variando con el paso de los años. En la actualidad, lo que más me divierte es experimentar –dejo la concreción a la imaginación del lector– con las cajas de autopago.
Dice de ellas Ernaux que son “un sistema difícil de soportar, terrorista, en el que hay que seguir al pie de la letra las indicaciones para conseguir hacerse con la mercancía”, en un ejercicio de obediencia en el que “la máquina se pone cada vez más nerviosa” ante nuestra incompetencia. Como el resto del espacio, se convierten en una forma de violencia hacia el consumidor, sumiso ante el control que ejerce la distribución de los espacios en el hipermercado, las advertencias en forma de carteles amenazantes, las colas y miradas de desesperación entre quienes esperan ante la escasez de cajas y trabajadores, igualmente instrumentalizados y explotados.
Quiso el azar que empezara y terminara el ensayo de Ernaux subido a un avión, previa travesía por dos aeropuertos. Las similitudes entre el hipermercado y el aeropuerto/centro comercial son evidentes: el diseño de espacios y circuitos enfocados al consumo, las extenuantes esperas, las incontables prohibiciones. Con el abaratamiento continuado de los billetes, el aeropuerto se acerca bastante al planteamiento de Mira la luces, amor mío –como el hipermercado, el aeropuerto congrega a todo tipo de clases sociales y etnias; es un espejo de “la forma de ser y vivir de los demás”– hasta convertirse en la expresión definitiva del hipermercado como espacio de represión silenciosa, de un tipo de violencia contra la que es prácticamente imposible actuar.
Las similitudes entre el hipermercado y el aeropuerto/centro comercial son evidentes: el diseño de espacios y circuitos enfocados al consumo, las extenuantes esperas, las incontables prohibiciones
Mientras un tipo del control de equipaje me gritaba en francés –el francés hablado no es mi fuerte, el gritado menos–, mi cabeza trataba de calcular el tiempo que nos quedaba para no perder el avión de vuelta a España. Le había puesto una pegatina a mi maleta que indicaba el peso total: 15kg. El máximo para maletas de mano es, al parecer, 12kg. Los gritos dieron paso a un movimiento de brazo que nos emplazaba a salir de la cola. Al unir los exabruptos, concluimos que debíamos ir al mostrador de facturación, pagar no sé cuánto y perder el avión, dado que nos habíamos pasado la última hora y media atrapados en un atasco y apenas nos quedaban unos minutos para pasar el control y llegar a la puerta de embarque.
Recordé entonces las palabras de Ernaux: “¿Por qué no nos rebelamos?”. Hastiada en una cola del Alcampo, la autora se pregunta por qué no nos vengamos de “la espera impuesta por un hipermercado, que disminuye sus costos mediante la reducción de personal”. Un par de líneas más tarde, se responde a sí misma diciendo que todos estamos “demasiado cansados” y que, por lo general, solemos salir del embrollo, “olvidadizos, casi felices”. “Somos una comunidad de deseos, no de acción”, concluye. A mí, personalmente, no me importaba pagarle cincuenta euros a Air France por el exceso de equipaje a cambio de que nos dejaran volar. Ahora bien: ¿hacer la cola para facturar el equipaje, pagarle –seguramente más de– cincuenta euros a Air France, volver a hacer la cola del control de equipaje, correr a la puerta de embarque, perder el vuelo, tener que comprar otro vuelo para el día siguiente, pasar la noche en vela, y otras mil putadas de vuelta a España?
Nos saltamos la cola. Aprovechamos la aparición en escena –la vida, bendito teatrillo– de un tumulto de gente y nos colamos por debajo de la cinta como si nos fuera la vida en ello. Puesto que el control de peso es previo al control de equipaje, tan solo nos enfrentamos a la taquicardia del momento. Arranco la pegatina –abusan de nosotros, nos ponen una pegatina, nos mandan a pagar y asentimos y pagamos–, pasamos el control, nos subimos a cabina con los 3kg extra y llegamos al aeropuerto de Málaga, tal y como estaba previsto, a las once de la noche, donde aún nos espera un viaje en coche a Granada. Empiezan aquí los apuntes, cuestionamientos y moralejas de esta historia.
Escribe Ernaux que el principio de la riqueza puede medirse por la capacidad de uno para “servirse en una estantería de productos alimenticios sin mirar antes el precio”. Es “la humillación infligida por las mercancías. Son demasiado caras, luego yo no valgo nada”. En la página de Air France, se puede leer que los 12kg solo aplican a la clase economy. Para las clases superiores, el tope son 18kg. Si, en definitiva, no se trata de una cuestión de seguridad y todo suma al peso total del avión, vayan las maletas en bodega, en cabina economy o en primera clase, podemos concluir que la única diferencia reside en la consideración hacia el consumidor que paga más o el que paga menos.
Aún peor: mientras la cola normal de control de equipaje del dichoso Charles de Gaulle permanece abarrotada de gente, controlada por apenas dos trabajadores, justo al lado se encuentra la cola express, dedicada a algún tipo de clase premium, gestionada por el mismo número de trabajadores, completamente vacía. Es humillante y, con todo, los trabajadores del aeropuerto, como los del hipermercado de Ernaux, son poco más que víctimas de un sistema abusivo cuya máxima expresión es la supresión del individuo. Es ahí donde se encuentran trabajador y viajero en el aeropuerto; ninguno de los dos es completamente libre mientras permanece dentro del espacio.
He roto con la premisa principal del ensayo de Ernaux: inmiscuirme en los hechos que acontecen dentro del hipermercado/aeropuerto. Pero –y aunque no pretendo hacer aquí una llamada a la desobediencia–, la realidad es que, por limitado que sea nuestro campo de acción dentro de estos espacios, sí que disponemos de cierta capacidad de decisión que conviene ejercer, empezando por dónde compramos o con quién volamos y terminando por cuánto decidimos pagar por un producto o servicio y cuánto exigimos a cambio. Entre medias, está todo lo que, como describe Ernaux, “revela el aumento del dominio del capitalismo neoliberal, cuya fascinante forma es el híper[aeropuerto]”.
Aunque en el epílogo de Mira la luces, amor mío hay cierta consideración-melancolía hacia el hipermercado como lugar “de libertad y de igualdad de acceso” que deja al ensayo en una posición ambivalente, resulta difícil separar el relato que hace Ernaux de estos espacios de una forma clara de violencia hacia el consumidor. Ir a comprar, transitar el híper, es solo un trámite que concluye en el pago del carrito –llenarlo obedece, explica Ernaux, a consideraciones que van desde el género a la educación o la posición socioeconómica– y la vuelta a casa, donde el influjo neoliberal continúa afectando a nuestras vidas y trabajos precarios, determinantes en la próxima visita al hipermercado.
De forma análoga, el aeropuerto –transformado poco a poco en un gran centro comercial–, se convierte en trámite. Aunque el control, las prohibiciones y el abuso se producen dentro del espacio, es en el avión donde más se evidencia la separación de clases sociales, la violencia que la capacidad económica ejerce sobre el individuo. Comprar un billete de bajo coste, apretarse dentro de una cabina economy, pelearse por un cubículo de equipaje, recibir alguna patada, descubrir la huella de carbono de tu asqueroso vuelo. De nuevo, una pregunta: ¿por qué no nos rebelamos? La comunidad del deseo, responde Ernaux. Soñamos con disfrutar de las vacaciones, con volver a casa, con el próximo viaje. Me olvido del agotador aeropuerto, del incómodo avión. El trago pasa. Y vuelvo a El Corte Inglés.
Recuerdo bien la primera vez que fui a Hipercor durante el estado de alarma. La razón detrás de la visita no era otra que conseguir algún enser que no venden en el Mercadona que nos queda cerca y, en fin, dar un rodeo. Como el hipermercado comparte planta con El Corte Inglés, todas las secciones exteriores...
Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí