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CULTURAS DE CANCELACIÓN

¿Quién teme a la libertad de cátedra?

Que las libertades académicas en Europa y Estados Unidos estén amenazadas es una idea que, curiosamente, une a derecha e izquierda. Pero la verdad es que poca gente comprende en qué consisten estas libertades

Sebastiaan Faber 9/02/2022

<p>Facultad de Derecho de la Universidad de Granada.</p>

Facultad de Derecho de la Universidad de Granada.

Nicolas Vigier / Wikimedia Commons

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“Algo huele a podrido en la Universidad”, afirmó Niall Ferguson el pasado noviembre en una tribuna en Bloomberg. Con un dramático guiño a Shakespeare, el conocido historiador británico advertía de “la erosión de la libertad académica y el auge de una ideología antiliberal” –el wokismo– que se manifestaría en “cancelaciones fulminadoras de carreras; conferenciantes que ven retiradas sus invitaciones; y un abrumador clima de miedo y autocensura”.

Para Ferguson, estas “patologías” de la Academia anglosajona ya no tienen remedio. La única solución es fundar una universidad nueva: concretamente la de Austin, que Ferguson y otros anunciaron a bombo y platillo el 8 de noviembre. Entre otras cosas, ofrecerá “Cursos Prohibidos” que aborden “el tipo de preguntas provocadoras” que se suponen imposibles ya de plantear en otras partes. (El lanzamiento tuvo sus sobresaltos; algunos de los grandes nombres del elenco profesoral anunciado inicialmente, como Robert Zimmer y Steven Pinker, no tardaron en desvincularse del proyecto.)

Ferguson no es el único en constatar con alarma la supuesta pérdida de apoyo entre profesores y estudiantes de valores liberales que antes se asumían como dados. “Heterodox Academy” –una organización liderada por el psicólogo Jon Haidt, quien lleva años advirtiendo contra los peligros de la corrección política y los espacios seguros para las psiques “mimadas” de jóvenes sobreprotegidos– lucha porque las universidades sean más “hospitalarias a personas diversas con puntos de vista diversos” y por animar a “la investigación abierta y al desacuerdo constructivo”. Sus sondeos indican que un 62 por ciento de los estudiantes norteamericanos cree que el clima social de su universidad les impide decir lo que piensan y un 41 por ciento es reacio a hablar de temas políticos en clase. Un 85 por ciento de los que se autoidentifican como progresistas no tendría reparo en denunciar a un profesor si dijera algo que les pareciera ofensivo.

¿Es real el peligro que representan la izquierda políticamente correcta y sus turbas wokistas? “No hay que exagerar”, dice Robert Quinn, director y fundador del Scholars at Risk Network (Red de Académicos en Riesgo, o SAR por sus siglas en inglés). “Incidentes puntuales aparte, en la gran mayoría de las universidades norteamericanas hay espacios suficientes para tener conversaciones razonables, incluso sobre temas difíciles”. 

Quinn sabe de qué habla. Con SAR lleva 22 años vigilando el estado de las libertades académicas en el mundo entero, al mismo tiempo que presta ayuda práctica y económica a profesores universitarios amenazados. Su último informe anual, de 2021, registra 332 ataques contra comunidades universitarias en 65 países. Los ataques van desde despidos a asesinatos, pasando por actos de acoso y censura. 

Una nueva ola de iniciativas legislativas del Partido Republicano prohíben, de forma explícita, enseñar en centros públicos que la historia del país ha sido marcada por patrones históricos de discriminación de raza o de género

De los 13 incidentes que SAR registró en Estados Unidos, los más alarmantes no son las intervenciones wokistas sino las represalias administrativas contra profesores activistas de izquierdas. El informe detalla “acciones de aparente motivación política, incluidos suspensiones, despidos y presiones, dirigidas contra académicos” y expresa preocupación por el auge de los chivatazos (“los esfuerzos por animar a los estudiantes a vigilar la conducta de sus profesores y reportarla a grupos no pertenecientes al sector de la educación superior”). También denuncia una nueva ola de iniciativas legislativas del Partido Republicano que prohíben, de forma explícita, enseñar en centros públicos que la historia del país ha sido marcada por patrones históricos de discriminación de raza o de género. Ya son 14 los estados donde se han adoptado leyes de ese tipo. Otros 17 las tienen en trámite.

Para Quinn, estas leyes recuerdan a restricciones educativas impuestas en países como Polonia, Rusia, Turquía o Hungría. “Hay dos tipos de intervenciones políticas dirigidas a la Universidad, ambos oportunistas”, me dijo. “Algunos políticos ven el tema como una ocasión más para captar la atención de su electorado, por más que las medidas que proponen –que no dejan de ser formas de censura– contradigan los valores que ellos dicen defender. También hay políticos –los más peligrosos– que cooptan de forma deshonesta el lenguaje de la libertad académica para desarmar a la Universidad como un lugar desde el cual se pueda cuestionar el poder. No es nuevo, desde luego, que la derecha proponga leyes que ponen a las universidades en la diana. Lo nuevo, en los últimos cinco años, es que logran que las propuestas se adopten y que ganan elecciones con ello”. 

Para la historiadora Ellen Schrecker, especialista en la caza de brujas anticomunista de los años 50, la situación norteamericana viene a ser nada menos que un nuevo macartismo. De hecho, en cierto sentido es peor. “En aquellos años, se pretendía eliminar a toda persona asociada con el comunismo mediante despidos, juramentos de lealtad y listas negras”, afirma. “Pero no se pretendía interferir con los contenidos de la enseñanza, como hoy”. La campaña en el campo educativo de la derecha actual, concluye Schrecker, busca “deshacer la democratización de la vida norteamericana que se inició en los años 60”. 

También en Gran Bretaña las autoridades políticas han esgrimido la supuesta falta de diversidad ideológica en las universidades –y la necesidad de una historia patriótica que una y enorgullezca a los ciudadanos– como excusa para interferir en la vida académica. El Gobierno de Boris Johnson está tratando de “imponer una narrativa única, supuestamente patriótica, sobre la enseñanza de la historia, la investigación y la historia pública”, escribió el historiador Richard Evans en diciembre, señalando los paralelismos con los Gobiernos de Trump y Orbán. Para mayor inri, apuntaba Evans, estas intervenciones estatales se presentan como iniciativas en defensa de la libertad de cátedra ante una izquierda pasada de rosca. “No dejaremos que nadie censure nuestro pasado”, dijo un miembro del gabinete de Johnson hace un año, con poco sentido de la ironía.

Implicaciones de la libertad de cátedra

Quizá no sorprende que la derecha pueda movilizar a su electorado contra las universidades, pintándolas como nidos elitistas de frivolidad, insensatez y subversión. De todas las libertades democráticas, la libertad de cátedra es la peor comprendida. Y no solo la malentiende la opinión pública, sino que muchos miembros de la propia comunidad universitaria apenas tienen idea de lo que implica. 

Si la libertad de expresión nos permite decir memeces, la de cátedra no nos da el derecho a decir memeces que sean reconocidas como tales por nuestra comunidad disciplinaria

“Muchos la ven simplemente como una versión de la libertad de expresión aplicada al profesorado”, explica Henry Reichman, historiador, cuyo libro Understanding Academic Freedom se publicó en octubre. “Pero la verdad es que la libertad académica no es comparable con la de expresión. Para empezar, tiene más sentido verla como un derecho colectivo, no individual. En el fondo, se trata del derecho de la comunidad universitaria a determinar por sí misma en qué consiste la buena enseñanza e investigación, sin miedo de censuras o represalias y sin interferencia de otros poderes. Esto implica que todo miembro de esa comunidad es corresponsable de protegerla y mantenerla”.

Reichman, hoy jubilado, trabajó durante años en defensa de la libertad académica en la Asociación Norteamericana de Profesores de Universidad (AAUP). Como la mayor organización gremial del país (tiene 45.000 miembros), la AAUP fue la primera en definir esa libertad en términos concretos, allá por 1915. Su definición, reformulada en 1940, sigue siendo, a día de hoy, la doctrina más comúnmente aceptada entre las más de 4.000 universidades del país. 

Para la AAUP, la libertad académica tiene cuatro dimensiones: la libertad de cátedra, de investigación, de expresión intramuros (incluida la gobernanza de la institución) y de expresión extramuros (cuando académicos participan como ciudadanos en debates públicos). La AAUP afirma que las y los profesores podemos presentar temas controvertidos en clase, pero no hacerlo de forma persistente a menos que tengan relación con el temario. También estipula que la libertad de expresión extramuros de los académicos está condicionada por nuestro trabajo. Aunque, como ciudadanos, tenemos el derecho a participar en la esfera pública sobre el tema que sea, debemos tener especial cuidado cuando los debates tocan a nuestra propia pericia. A fin de cuentas, representamos a nuestra disciplina y universidad. En otras palabras, si la libertad de expresión nos permite decir memeces, la de cátedra no nos da el derecho a decir memeces que sean reconocidas como tales por nuestra comunidad disciplinaria. 

En el fondo, explica Reichman, el principio de la libertad académica defiende a los miembros de la comunidad universitaria contra todos los otros poderes que puedan restringir esas cuatro actividades: las autoridades estatales y la opinión pública, pero también las propias administraciones universitarias, que, en Estados Unidos, son muchas veces privadas y dirigidas por líderes empresariales. (De hecho, uno de los eventos que sirvió para definir y defender la libertad de cátedra en Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, fue la decisión de Jane Stanford, cofundadora de la universidad de ese nombre, de despedir a un profesor por su apoyo al movimiento sindical.) 

Muchas de las controversias más recientes en Estados Unidos han enfrentado a profesores con sus propias administraciones, controladas o presionadas por donantes o políticos conservadores, o simplemente reacias a asumir cualquier tipo de responsabilidad legal o riesgo de publicidad negativa. Así, en el pasado mes de mayo, la Universidad de Carolina del Norte, que es pública, sufrió presiones para que negara un contrato fijo a la periodista afroamericana Nikole Hannah-Jones, conocida por su trabajo en el Proyecto 1619, que reinterpreta la historia del país en función de la esclavitud. En octubre, la Universidad de Florida, también pública, quiso impedir que tres profesores testificaran como expertos en un proceso judicial contra una ley estatal promovida por el gobernador. (El 21 de enero, un juez federal condenó la postura de la Universidad, comparándola con el gobierno chino.) 

Para Reichman, este tipo de presiones son mucho más nocivas para la libertad de cátedra que la corrección política o las políticas de identidad. “El peligro verdadero lo representa la derecha”, dice. “Es absurdo pensar que unos chavales de 18 o 19 años, por más apasionada que sea su protesta, puedan ejercer una mayor presión sobre la libertad académica que una asamblea estatal, unos administradores universitarios, una junta directiva o grupos de presión financiados desde fuera. No niego que existen presiones en torno a cuestiones de raza y género. Pero el alarmismo exagerado en torno a ellas es una distracción, muchas veces intencional. Por cada conferenciante controvertido que ve interrumpida su conferencia por protestas, o retirada su invitación, hay miles de casos donde sí se emprenden debates y diálogos sobre temas sensibles. Por otra parte, no sorprende que los críticos suelan añorar una supuesta edad dorada en la que, casualmente, el profesorado apenas contaba con mujeres y minorías”.

Reichman subraya que hay dos elementos clave para la defensa de las libertades académicas: la seguridad laboral en las universidades y la participación del profesorado en su gobernanza

Sin embargo, señala Reichman, la izquierda no está libre de culpa. Hasta cierto punto, se ha dejado embaucar por lo que él llama “el lenguaje del daño”: la idea de que expresiones potencialmente ofensivas en el aula lastiman a quienes las escuchan y que, por tanto, son dignas de denuncias formales y sanciones impuestas por esas mismas administraciones, cada vez más burocratizadas. “Si un docente usa un epíteto racial en el aula, el problema no es tanto que dañe o incomode a sus alumnos. El problema es que emplea una metodología didáctica poco adecuada. En lugar de sancionarle, habría que ayudarle a mejorar su docencia. Por otra parte, llama la atención que la derecha ahora también se esté apropiando del lenguaje del daño. En el fondo, las leyes estatales que el Partido Republicano está aprobando estos días intentan impedir que los alumnos blancos se sientan incómodos cuando aprenden sobre la esclavitud y el racismo estructural en este país”. 

Reichman subraya que hay dos elementos clave para la defensa de las libertades académicas: la seguridad laboral en las universidades y la participación del profesorado en su gobernanza. Ambas, advierte, llevan décadas de erosión en Estados Unidos, en un ciclo vicioso acelerado por la crisis pandémica. Por un lado, un porcentaje cada vez menor del personal docente cuenta con un contrato fijo. (Hace treinta años, era más de la mitad; hoy, es un cuarto.) Por otro, son cada vez más numerosos –y mejor remunerados– los gerentes y abogados, que invocan la eficacia, la flexibilidad y la necesidad de evitar los riesgos legales para hacerse con una porción cada vez mayor del poder institucional. “El deterioro en ese sentido ha sido dramático”, afirma Reichman. “Y, lamentablemente, el modelo norteamericano, que ve la Universidad ante todo como una empresa, se está exportando a otros países”, apunta Quinn, “con todas sus consecuencias negativas para la libertad de cátedra”.

Espacio de disidencia

Quinn está de acuerdo con Reichman en que la libertad de cátedra es un derecho muy mal comprendido: “La propia Universidad ha fracasado a la hora de educarse a sí misma –mucho menos al público– sobre la función central que tiene la libertad de cátedra en toda democracia. Hoy estamos pagando las consecuencias de ese fracaso. Allí hay una gran tarea pendiente”. Para Quinn hay además otro problema: las enormes diferencias internacionales en la definición y codificación de la libertad académica. En el mundo de los derechos humanos, dice, “su comprensión y la implementación aún es muy superficial. En la ONU nos dicen que fuimos los primeros en poner el tema sobre la mesa”.

Aunque concuerdan en lo fundamental, Quinn discrepa de Reichman en su visión de la libertad académica. “Él la ve todavía como un derecho gremial que pueden hacer valer los miembros de una profesión, que es como nace históricamente. Pero yo, a estas alturas, la prefiero ver como un derecho humano a secas. Para mí, en este sentido, es afín a la libertad de prensa: aunque no todos la ejerzan, en última instancia, afecta a todos los ciudadanos. Es fundamental para todo el edificio democrático porque hace posible una crítica informada del poder. La pregunta crucial, por tanto, es no solo si la sociedad y el Estado toleran que exista en su seno un espacio de disidencia –una disidencia informada, educada– sino si están dispuestos a apoyarlo y darle recursos”.

Reichman reconoce que hay problemas con la visión gremial, que no solo limita la libertad de cátedra a los miembros de la profesión, sino que empodera a estos para establecer los límites de ese derecho. Solo la comunidad disciplinaria de politólogos –por poner un caso– está capacitada para decidir si el trabajo de otro politólogo vale o no. En este escenario, es fácil que un gremio, desde su natural instinto conservador, cierre filas y esgrima su autonomía para censurar toda disidencia interna. Este peligro existe, admite Reichman, pero no ha crecido, al contrario. “Me parece que la profesión se ha hecho más tolerante de lo que era en los años 60 o 70”, sostiene. “Sin duda tiene que ver con su mayor diversidad, no solo en términos de raza y género, sino también de experiencias vitales”. 

El caso español

¿Y qué pasa con las libertades académicas en España? A primera vista, el paisaje institucional no puede ser más diferente al norteamericano. No solo porque aquí las universidades más importantes son tradicionalmente públicas, con un profesorado protegido por su condición funcionarial, sino porque en la España democrática, a diferencia de Estados Unidos, la libertad de cátedra e investigación están blindadas de forma explícita por el artículo 20 de la Constitución, en los apartados 1b) y 1c) respectivamente. 

Pero, al igual que en Estados Unidos, la evolución del sistema universitario ha ido socavando esas garantías: no solo por el auge de las privadas –que acaparan más de la cuarta parte del sistema en Euskadi, Madrid, Murcia y Cantabria, el 38% en Catalunya y el 44% en Navarra– sino también por la rampante precariedad laboral. “El grueso de la actividad docente en la universidad pública y privada descansa sobre los hombros de un cuerpo de profesores precarios, mal pagados y exhaustos, que apenas tienen tiempo para veleidades ideológicas”, cuenta el sociólogo Leopoldo Moscoso. “La educación superior en España se ha convertido en una máquina de expedición de títulos a cambio de dinero”.

A pesar de la protección constitucional, los tribunales han dejado un margen relativamente estrecho para el ejercicio de la libertad de cátedra, explica Urías

También en España ha habido cierta alarma por la amenaza que puedan suponer para la libertad de cátedra las políticas de identidad y sus movilizaciones sociales. Cuando, en diciembre de 2019, el filósofo Pablo de Lora vio interrumpida su conferencia pública en la Pompeu Fabra por activistas que cuestionaban su derecho a hablar de la identidad trans, afirmó: “Si el signo de los tiempos es esto, vayan ustedes despidiéndose del pensamiento libre, del intercambio reflexivo y de la posibilidad de conocernos mejor, de argumentar mejor y de pensar mejor”. “Se puede protestar contra ciertas ideas o decisiones, sin por ello llegar al punto de escrachar a una persona de la manera en que se hizo”, escribieron José Luis Martí y Josep Joan Moreso en una tribuna. Pero, al igual que en Estados Unidos, hay quien argumenta que incidentes puntuales como este distraen de problemas más serios y estructurales. 

“En España, la libertad de cátedra es un derecho que se invoca mucho pero que está muy poco definido”, dice Joaquín Urías, profesor de Derecho Constitucional en Sevilla. “Los casos reales han sido muy pocos, casi siempre asociados a centros religiosos. Es que, en España, a diferencia de otros países, la libertad de cátedra también se extiende a la enseñanza secundaria”. 

A pesar de la protección constitucional, los tribunales han dejado un margen relativamente estrecho para el ejercicio de la libertad de cátedra, explica Urías. “Pongamos el ejemplo de una profesora de Biología en un centro religioso. Según la jurisprudencia establecida, no se le puede obligar a que enseñe que el hombre fue creado por Dios. Pero ella tampoco puede utilizar la teoría de la evolución para atacar a la religión católica”. Algo similar ocurre, a nivel universitario, con los contenidos de clase: “Los tribunales han dictado que la libertad de cátedra no incluye el derecho de los profesores a no enseñar el programa impuesto por el Ministerio y la universidad. Y aunque son libres en su forma de enfocar la materia, en los métodos de evaluación –el diseño de los exámenes– tienen que aceptar lo que impongan las autoridades”. Para Marina Echebarría Sáenz, catedrática de Derecho Mercantil en Valladolid, esas limitaciones son bienvenidas en la medida que ayudan a que la Universidad sea más garantista. “No solo es que antes había profesores que abusaban, que los había, sino que desde el punto de vista de los alumnos es lógico que se expliciten de antemano los contenidos de un curso y sus criterios de evaluación. También para garantizar la igualdad de trato”.

“A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, los profesores españoles somos funcionarios. No hay donantes ni propietarios privados que nos impongan limitaciones”, apunta Urías. “Tampoco los estudiantes tienen mucho poder. Apenas hay forma de que echen a un profesor de su cargo”. 

“Se nos vigila apenas”, concuerda José Luis Villacañas, filósofo en la Complutense. “Pero eso tiene una explicación muy concreta: aquí el control del profesorado se impone no en el ejercicio, sino en el acceso. Esto tiene relación con el sentido que ha tenido la Universidad es este país. No se ve como un espacio profesional neutral sino, ante todo, como un espacio público que hay que controlar y ocupar. Eso significa que, si tú eres de los nuestros, pasas por delante de uno más profesional pero ajeno u hostil. Las grandes corporaciones religiosas, como el Opus, tienen aquí un protagonismo central. Si te veo comulgar en misa conmigo los domingos y fiestas de guardar, no tengo que investigar qué dices en clase. Por supuesto, esta actitud da ventaja a las grandes corporaciones: están organizadas, son transversales a las universidades y tienen criterios unívocos y duraderos. Los grupos de amistad académica –que también forman pequeñitos nosotros– no pueden competir”.

Para Villacañas, aquí el control del profesorado no se impone en el ejercicio, sino en el acceso

Para Villacañas, este proceso se ha ido intensificando en años recientes. “Incluso se ha sobrepuesto a la endogamia de siempre”, dice. “Está relacionado con la politización extrema de la derecha y con la experiencia del movimiento 15M. El miedo de tener en contra a la Universidad produjo una reacción en las élites católicas y conservadoras hacia posiciones claramente ideológicas y extremadamente militantes. Por ejemplo, en mi Facultad nuestro Departamento es asociado a Más Madrid y Podemos, pero por percepción indirecta de nuestros trabajos. El Departamento de Metafísica, en cambio, ha respondido contratando a gente del Opus Dei y directamente a militantes de Vox claramente fascistas”.

Esta politización del espacio universitario no es nueva, sugiere Moscoso. Es más, es uno de los motivos por los que no acaba de funcionar el control de pares sin el cual no hay libertad de cátedra digna de ese nombre. “Necesitaríamos una Universidad en la que los académicos debatieran unos con otros”, dice. “Pero en España tal cosa no existe. Los límites de la libertad académica, por tanto, no son determinados por una comunidad autónoma de peers disciplinarios. Los científicos españoles no discuten entre ellos; todo lo más, se desautorizan unos a otros en la prensa en función de sus alineaciones ideológicas”.

En un espacio tan dominado por las luchas de poder, tampoco hay demasiada libertad a la hora de elegir temas de investigación, explica el historiador David Jorge. Las jerarquías académicas tradicionales, combinadas con la precariedad laboral ya mencionada, ejercen una influencia decisiva. Está muy asumida la idea de que “a quien trata de hacerse un hueco en la universidad española no conviene sumarle problemas adicionales con la elección de temas susceptibles de generar vetos”. Además, agrega, “hay una serie de prácticas extendidas entre los catedráticos de la vieja escuela, de la universidad franquista: una tendencia a evitar problemas, por ejemplo, que va en detrimento de un compromiso genuino y dedicado con la formación de los universitarios. Hay caciquismo, voluntad de control, defensa de ciertas parcelas de poder, generación de lealtades –reales o falsas– y servilismos, mediados por temores más que por un respeto real o una autoridad ganada. Son prácticas que se perpetúan entre las generaciones más jóvenes, que han tenido que promocionarse con esas mismas reglas de juego. Naturalmente, no es el caso siempre, ni mucho menos, pero el sistema tiene inercias poderosas”.

“La precariedad influye, claro está”, concuerda Alfons Aragoneses, jurista en la Pompeu Fabra. “Sobre todo, cuando el área de conocimiento sigue siendo un espacio en el que el catedrático o la catedrática tiene un enorme poder para marcar la bibliografía o el temario”. No ayuda que los proyectos se suelan financiar por grupos de investigación, agrega Marina Echebarría: “Hay una presión por estar en los proyectos del propio departamento porque si no todo es mucho más difícil”. De hecho, recuerda casos puntuales de censura o represalia: “A una profesora se le ocurrió abrir una línea de investigación sobre las familias LGBTI. Cuando salió el estudio y resultó que las valoraba positivamente, se intentó que no se publicara y que esa persona no pudiera consolidar su plaza”.

“Ha habido abusos por parte de profesores funcionarios que confundían ese derecho con una patente de corso para hacer lo que querían”, apunta Aragoneses. “Hay catedráticos que abusan de doctorandos, que utilizan un lenguaje abiertamente machista y acosador y que nunca son sancionados. La libertad de cátedra o libertad de investigación y creación son fundamentales y hay que defenderlas a capa y espada; pero deben ser compatibles con un régimen que controle el cumplimiento de la normativa por parte del personal docente”.

Y así como en Estados Unidos, en España las administraciones universitarias están cada vez más preocupadas por los daños que pueden suponer las acciones de su personal docente e investigador –una preocupación que les tienta a violar derechos–. Cuando, el 27 de diciembre, Hèctor López Bofill, profesor de Derecho Constitucional en la Pompeu Fabra, publicó un tuit controvertido (“Se admite resignadamente que mueran casi 25.000 personas de covid-19 y nos da un terror absoluto que se muera alguien como consecuencia de un conflicto de emancipación nacional”), el equipo rector no tardó en anunciar que estudiaba sancionarle. (Tardó tres semanas en rectificar y salir en defensa de la libertad de expresión.)

A Echebarría le preocupa el peso de las redes. “Ocurre cada vez más que tú manifiestas una posición –la justificas e intentas explicar académicamente por qué defiendes lo que defiendes– y te encuentras con que, a través de las redes, se te amontonan las campañas. Con un ataque personalizado, denigrante, con insultos y, a veces, con amenazas serias y creíbles. El boicoteo y el bombardeo en redes sociales se ha convertido en un condicionante más de la libertad de cátedra”. Además, no son fenómenos que pasen inadvertidos en los claustros, dice Aragoneses. “Los equipos directivos de las universidades prestan cada vez más importancia a las redes. Da miedo. Es verdad que es muy fuerte la competencia por captar estudiantes y, especialmente, por captar estudiantes de fuera de la UE. Pero si nos sometemos al márketing perdemos la esencia como universidades”. 

“Algo huele a podrido en la Universidad”, afirmó Niall Ferguson el pasado noviembre en una tribuna en Bloomberg. Con un dramático guiño a Shakespeare, el conocido historiador británico advertía de “la erosión de la libertad académica y el auge de una ideología antiliberal” –el...

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Autor >

Sebastiaan Faber

Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'

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