respirar
De espirales y hogueras
La insumisión no es un pasado. Sabemos que su tiempo es el de la espiral. Siempre vuelve. Sigue viva. Hoy se nos ofrece de nuevo como la más sensata forma de respirar
Ángel Luis Lara 12/03/2022
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Cuando llegamos a Moscú muchos de nosotros apenas nos entendíamos. Veníamos de mundos diminutos que estaban por todas partes. Cada uno desde el suyo. Portando un idioma particular en el habla y en la escucha. También unas costumbres otras. Y el mínimo tragaluz por el que habíamos mirado la vida hasta entonces. Enseguida supimos que para entendernos necesitábamos aprender la lengua rusa cuanto antes. Mientras tanto, nos empeñamos en inventar los modos de comprendernos. Así fue como descubrimos que en la noche y en la fiesta residía la derrota de Babel. O que para conocernos bastaba con identificar aquello que sentíamos o amábamos. Desde el primer día le nacimos pasadizos al uno y al otro lado de la diferencia. La primera palabra rusa de la que me enamoré fue pirijod. Paso subterráneo.
El idioma común que encontramos Abdel y yo fue el fútbol. Después de las clases de ruso de la camarada Liuba, nos dábamos al balón para hablarnos con los pies. Todavía coleteaba la inercia tenaz de un verano que languidecía. Abdel era de Siria y yo de Moratalaz. En la mímica de gestos y carreras de la que éramos capaces, enseguida resultó evidente que por nuestros respectivos tragaluces no habíamos visto las mismas cosas. Luego aprendí que lo verdaderamente distinto era la mirada. No se trataba de una cuestión de anchura, sino de profundidad. El modo de mirar de mi amigo poseía una perspectiva capaz de posarse en lugares a los que yo no llegaba. No era solo él. Aquellos que habían aterrizado desde sitios como Líbano, El Salvador, Palestina, Angola o Kurdistán atesoraban una astucia de la que yo carecía. Viveza en la inteligencia y densidad en la sensibilidad. También un dolor que yo no podía tocar. En sus pasaportes no lo decía, pero todos venían de un mismo lugar. Se llamaba guerra.
Habíamos llegado a la Unión Soviética para estudiar. Unos con becas de la Unesco. Otros rescatados de conflictos violentísimos. También aquellos que eran enviados por gobiernos o entidades afines a los aires del Kremlin en aquel tiempo. Los destinos eran dispares. A mí me tocó la Universidad Estatal de Moscú. Tuve suerte. La Lomonosov era el centro de educación superior más importante del país. Otros estudiantes marcharon a Kiev, Járkov, Minsk o Leningrado. Éramos jovencísimos. Animales poríferos con todas las esporas abiertas. Aprendíamos rápido. Así que para el inicio del invierno ya balbuceábamos decentemente en ruso y leíamos sin dificultad el cirílico. Eso creció las conversaciones. El frío conspiró con nuestra nueva piel lingüística y trasladó los encuentros con Abdel a los comedores universitarios. Dialogábamos sin reloj. Compartíamos y compartíamos. Estrechábamos el vínculo y estirábamos el bolsillo común en el que guardábamos todo lo que del uno al otro nos aprendíamos. Hasta que un día me dijo que se marchaba. Había llegado para estudiar medicina y partía como enfermero voluntario. Se iba a un país llamado Irak. Uno que no se veía por el diminuto tragaluz desde el que yo miraba los días. “La paz sea contigo”, me dijo antes de marcharse a la guerra. Fue lo último que le escuché. Mi amigo nunca regresó.
Meses más tarde, recibí la llamada de su hermano. Nos encontramos en un bulevar cerca de la calle Arbat. Él me contó que Abdel había muerto en un ataque aéreo. Dieciocho mil toneladas de bombas fueron lanzadas por el ejército estadounidense y sus aliados en las primeras veinticuatro horas de esa embestida. Una de las bombas cayó en el hospital en el que mi amigo ayudaba a salvar vidas. Su hermano mayor trataba de amortiguar su fragilidad envolviéndola con una mirada perdida. Me hablaba para no romperse. Nos abrazamos.
En esos días, la primavera lucía altanera su cíclico trofeo de doblegadora del hielo. Un tiempo en el que la desintegración de la URSS había desbordado irreversiblemente su velocidad de crucero. Estábamos en mil novecientos noventa y uno. El descontento aparecía cada vez más cercado por emociones identitarias. Y las energías encontraban en el muladar pestilente del nacionalismo los materiales con los que alicatar su morfología y su sentido. En el curso de ese proceso, mientras el crimen organizado nos recordaba la naturaleza perenne de la acumulación originaria, los burócratas que habían gobernado el orden soviético se reciclaban. Una mutación virtuosa que no alteraba la verdad de su ADN tornaba los dinosaurios en camaleones. Literalmente. Como la velocidad de la luz, que se mueve a sus anchas en el vacío, la instructora a la que habíamos padecido en sus alucinadas clases de marxismo-leninismo se convirtió en directora de la recién creada cátedra de economía de mercado. Repito, literalmente. Pero eso fue dos años después. En aquel día de primavera, cuando el hermano de Abdel y yo deshicimos nuestro abrazo, me dijo algo que mi cabeza ha refugiado todo este tiempo en uno de sus rincones: “Este país era una mentira insoportable, pero servía para contener el desastre definitivo del mundo. Los árabes sabemos que la caída de la Unión Soviética no es más que el principio del fin”.
Treinta años después he recordado sus palabras. Y anoche soñé con Abdel. No logro reconstruir el sueño, pero sí sé que mi amigo no tenía boca. También me visita el eco del vocablo “abismo”. Esta mañana he buscado el poema de Mahmud Darwish que él me tradujo una tarde. “La rosa se hizo herida y los arroyos, sed”, declara uno de sus versos. Tres décadas después tengo la sensación de que el día en que asesinaron a Abdel entramos en otra dimensión. Una en la que se aceleró el tiempo y, con él, se desbocó la barbarie que hasta entonces existía contenida. Además de robarme a mi amigo, la primera guerra del golfo Pérsico me enseñó a desconfiar definitivamente de los gobernantes y a entender la centralidad sistemática de la mentira en aquello que son y en todo lo que hacen. Da igual el color y el pelaje. Que habiten un palacio presidencial en Moscú, Washington, Kiev, Berlín o la Conchinchina.
En aquellos días, la imagen falsa de un pobre cormorán empapado en petróleo también nos hizo aprender que la información que nos componen los medios no es más que un modo de ficción. Y que las guerras, siembra de una destrucción siempre hecha de muertos y de acaudalados, recrean un combate entre dos narrativas que resultan igualmente falaces. Treinta años después parece que lo hemos olvidado. Como si la amnesia fuera el patógeno más dañino que la pandemia nos hubiera inoculado. Rafael Sánchez Ferlosio lo llamaba fariseísmo. “La regresión a la niñez, la vuelta a Caperucita y el lobo feroz, al punto cero de la experiencia moral: aquel en el que el bueno y el malo aparecen absolutizados y encarnados como figuras ontológicas”, escribió en la página veinticuatro de su copioso libro Sobre la guerra.
Mi amigo Abdel murió en marzo. Yo me marché de Moscú en el mes de julio del siguiente año. Entre los bártulos y las experiencias con las que regresé a Madrid, alojé el firme propósito de hacerme insumiso. Y eso pasó. En cuanto recibí la carta que me llamaba a filas, la rompí en mil pedazos. Conviví casi tres años con una orden de búsqueda y captura. El fiscal me pedía más de dos años de cárcel y lo que entonces se llamaba “muerte civil”, la inhabilitación absoluta para el empleo en cualquier tipo de administración pública. La policía iba a buscarme a casa de mi madre y de mi padre. Ella ya no está, pero él os podría contar cómo lo sufrieron. Nos detenían. Casi mil quinientos de los nuestros pasaron por las prisiones. Pero nos daba igual. Seguíamos y seguíamos. Inventábamos, creábamos, desobedecíamos. Éramos miles.
Tantos años después, cada vez que me reúno con alguno de aquellos insumisos, el sentido en común actualiza en segundos aquel latido. La memoria es una hoguera en torno a la que nos reconocemos. Pero la insumisión no es un pasado. Sabemos que su tiempo es el de la espiral. Siempre vuelve. Sigue viva. Hoy se nos ofrece de nuevo como la más sensata forma de respirar. Del lado de las miles de personas encarceladas en Rusia por negarse a participar del crimen perpetrado por su gobierno. Con las gentes ucranianas que, entre las bombas, escondidas en refugios, no hablan de honor ni de héroes, no piden armas sino paz. Inventemos pirijods. Pasos subterráneos para llegar hasta ellos. “La guerra tendrá mal fin y eso vamos a ganar”, cantaba El Piyayo por tangos. Hagamos hogueras. Dancemos los saberes cantados de los nadies, esos que morimos en todas las guerras.
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Ángel Luis Lara es profesor de Estudios Culturales en la State University of New York.
Cuando llegamos a Moscú muchos de nosotros apenas nos entendíamos. Veníamos de mundos diminutos que estaban por todas partes. Cada uno desde el suyo. Portando un idioma particular en el habla y en la escucha. También unas costumbres otras. Y el mínimo tragaluz por el que habíamos mirado la vida hasta entonces....
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Ángel Luis Lara
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