CULTURA POP
Sobre lo ‘kawaii’, el capitalismo y la cultura japonesa
Todo colorido, casi naíf, todo con cierto trasfondo sórdido que purpurina y reflejos no pueden eliminar. Nuevamente me asaltan dudas. Imagino este ambiente en otros contextos y no puedo sino estremecerme
Marcos Pereda 18/04/2022
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¿Un reportero madurito y con aire snob que se acerca hasta una feria de cultura pop japonesa en Barakaldo? Vamos, esto tiene su punto, de ahí sale una historia magnífica. Eso pensé, sí. Y para allá que puse rumbo, porque el periodismo gonzo es lo que tiene. Aunque sea un gonzo chico, ustedes me entienden, tampoco hablo de infiltrarme en los Hells Angels. Pero vamos, estuve y se lo cuento, porque es una experiencia peculiar.
Una de las formas más dolorosas de envejecer (no, una de las formas más dolorosas de reconocer tu propio envejecimiento) es acudir a la Japan Weekend Fest. Allí (casi) todos van disfrazados. Personajes de manga, de animes, de películas, cantantes pop, referencias cruzadas. No reconozco a nadie, no identifico ningún rol. Bueno, sí... alguien lleva una máscara como las que se ponían en la Edad Media los médicos, cuando todo eso de la peste. Sospecho que es otro avatar que se me escapa, pero resulta paradójicamente confortable. La edad media de chicos y chicas (muchas, muchas chicas) estará por los veinte años. Pienso en el final de Soy Leyenda, la novela de Richard Matheson. Cuando Robert Neville es lo anómalo. Pues allí... lo mismo.
Dentro hay un montón de expositores con... cosas. Cosa de todo tipo. Hasta 68 artistas mostrando allí sus creaciones, por ejemplo. No voy a engañarles, la mayoría parecen sacados del mismo sitio, pero también veo otros (un puñado) que te arrancan sonrisas hasta sin pretenderlo. Hay talleres de origami (huyan del tópico: no hay palomitas de papel, sino dragones, robots, creaciones alucinantes que uno ni se puede explicar), otros donde escriben tu nombre con kanjis japoneses (el mío no es para tanto, como todo), exposiciones de espadas que parecen cortar bastante, armaduras samuráis (mira que eran mamarrachos los samuráis, no me extraña que fascinasen al tullido de Millán) y, en general, cualquier tipo de merchandising que usted pueda imaginar. La mayoría cuco. Muy cuco. Tremendamente cuco, ese concepto kawaii que tanta importancia tiene en la cultura nipona y que llena nuestras retinas con bichejos adorables de párpados enormes, sonrisas tiernas y aspecto de no afectarles que suba la luz.
Ojo, en el fondo hablamos de la Kindchenschema, esa teoría que nos habla de cómo los bebés (y otros cachorros de mamíferos) son adorables por una “decisión evolutiva”, con el fin de potenciar el afecto instintivo de sus progenitores. Ojos grandes con respecto a la cabeza, aspecto suave, cierta indefensión, rostro de estar siempre esperando un abrazo. Tan kawaii, ya ven. Que el creador de esta Kindchenschema fuera Konrad Lorenz (alguien que encontraba muy poco kawaii a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, no sé si me entienden) es solo otra vuelta de tuerca a este juego de espejos y paradojas al que me estoy enfrentando.
Todo lo anterior tiene su importancia porque Japón, lo japonés (y, a veces, lo que entendemos en occidente como “lo japonés”) ha generado buena parte de nuestra cultura popular desde hace más de medio siglo. Lo expone perfectamente el periodista Matt Alt en su obra Manga, arcades y karaokes. Cómo la cultura japonesa reinventó el mundo, traducido recientemente por Editorial Península. Allí se nos habla de juguetes hechos con hojalata, de personas que escuchan música por la calle gracias a una miniaturización genial y de salarymen al borde del colapso que buscan desahogos mientras berrean canciones malas.
No es baladí el último elemento. La cultura japonesa es una celebración indisimulada del capitalismo más profundo, ese que se manifiesta comercializando cualquier figurilla que usted tenga en mente, pero también exprimiendo de forma inmisericorde a generaciones completas de tipos con traje y corbata cuya única aspiración en la vida es servir a su corporación (y, secundariamente, al Dios dinero). No es ajeno este sitio, donde hay cientos de productos al alcance de la mano (snacks rarísimos, camisetas, cascos, gorras con las orejas de Pikachu, bisutería de colores que te hacen sangrar las escleróticas) y son mayoría los que cargan una bolsa con impresiones chillonas en su mano derecha. Con todo, la cola más larga es la del bar. Hay cosas que ni toda la influencia pop del mundo puede arrancarnos.
(Muy rico el sake).
Digamos que estoy a mitad de camino entre la hiperrealidad braudillardiana y un no-lugar a lo Augé. No hay nada cierto, no hay nada aprehensible. Solo que yo soy un tipo irreflexivo y frívolo, no tengo alma de pensador, y por ello todo esto me parece de lo más cómico. Pensemos que hay unos cuantos paisanos con el famoso disfraz del dinosaurio (uno de ellos, ganador de todos los ganadores, lleva un disfraz de dinosaurio portando la enseña republicana a modo de capa, y a mí me estalla la cabeza totalmente), otros luchando con espadas de plástico en una esquina (coreografías perfectamente estudiadas, ejecución lenta e indisimuladamente paródica). También hay muchas banderas arcoiris. Muchas. Muchísimas. Y una chica con el cartel “reparto abrazos” colgado del cuello. Y bastantes orejas puntiagudas, como las de Galadriel. Y todos sonríen, y se lo pasan genial, y nadie molesta a nadie, y cuando hay pisotones se pide perdón, y los agudos del karaoke popular resuenan por toda la sala (aprendí aquella tarde que en la música japonesa los agudos son realmente agudos).
Existe, con todo, otro contrasentido al cual no puedo abstraerme. Leí hace poco en La cultura del odio, el fabuloso libro de Talia Lavin (traducido por Capitán Swing) cómo algunas de las manifestaciones prácticas de este universo vital eran caldo de cultivo perfecto para inserciones ultraderechistas y linchamientos digitales. Efectivamente, allí la autora demuestra que los movimientos más extremistas encuentran espita abierta para difundir sus ideas en comunidades online, amparándose en elementos como alienación y soledad. Es algo sobre lo que también alerta Matt Alt, y ambos autores lo hacen tomando casos reales sucedidos en los últimos tiempos... La parte menos bella de esta mascarada, supongo (aunque a mi alrededor no vea nada de eso).
Sí que hay, imposible obviarlo, una hipersexualización del cuerpo femenino. En dibujos, azafatas, en los disfraces de algunas asistentes. Estilo Lolita, que es (también) un concepto más nipón que nabokoviano. Todo colorido, casi naíf, todo con cierto trasfondo sórdido que purpurina y reflejos no pueden eliminar. Nuevamente me asaltan dudas. No hay problemas, no hay nadie molestando a otras personas. No, al menos, que yo pueda ver. Imagino este ambiente (imagino estas imágenes) en otros contextos y no puedo sino estremecerme. Aquí los chavales (quizá el elemento cronológico es importante) parecen vivirlo con una naturalidad que se escapa a los ojos del cronista cínico. Me pregunto hasta dónde puede llegar el constructivismo cultural en estos casos. Y hasta dónde sería deseable que llegara.
Salgo de aquel sitio. Hace calor, casi me mareo, no tengo yo edad para estos asuntos, oigan. Al aire libre camino unos metros, llego hasta un parquecito, me siento en el primer banco que pillo. Todo muy cool, ya. Justo por delante de mí pasa una chica paseando al perro más pequeño de todos los mundos donde críen perros pequeños. Ella lleva pelo blanco, jersey blanco muy ajustado, pantalones blancos, botas blancas con plataformas enormes. La correa del can, imitación a diamantes, centellea con cada paso. Miro detrás de mí, donde los dinosaurios y los superhéroes.
Sonrío.
¿Un reportero madurito y con aire snob que se acerca hasta una feria de cultura pop japonesa en Barakaldo? Vamos, esto tiene su punto, de ahí sale una historia magnífica. Eso pensé, sí. Y para allá que puse rumbo, porque el periodismo gonzo es lo que tiene. Aunque sea un gonzo chico, ustedes me entienden, tampoco...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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