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La casa de la Conversación
Tomándonos algo en ‘El año del descubrimiento’
Luis Moreno-Caballud 2/04/2022
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Un sueño y un bar
Hay un bar en Cartagena que se llama El año del descubrimiento. Con ese nombre sugestivo, suena más bien a que debería ser un “bar de copas”, un “pub”, un “bar de noche”, pero no, es lo que con la crueldad y literalidad de la adolescencia solíamos llamar, en aquellos años, “un bar de viejos”. Eso sí, para entrar en él hay que pasar primero por un sueño que se repite, y después por otro bar que, este sí, es “de copas”, un bar “de jóvenes”.
El sueño que se repite es un sueño sobre el pasado. Pero el pasado es el presente. Así que el sueño carga con un gran peso. En él, yo vuelvo a estar en la Escuela, en algún tipo de Escuela, me doy cuenta de que no he acabado todo, de que sigo debiendo algo, me quedan más exámenes, más oposiciones, más horas lectivas que cursar, me había confundido, creía que ya por fin había acabado todo, pero no, me quedaba algo, y esto me coge por sorpresa, me preocupa, tengo que ver dónde tengo que ir, qué tengo que cumplimentar, no estoy bien preparado, ¿estaré aún a tiempo? ¿se me habrán pasado los plazos? Y entonces vuelven esos años, que son estos años, porque el pasado es el presente, me veo en el pueblo donde crecí, pateando las calles arriba y abajo, nunca me he marchado de allí, la gente conduce sus coches, aparca, saca dinero del cajero, están haciendo recados, compras, gestiones, trabajando, todo el mundo está trabajando, van a reparar coches, a instalar aires acondicionados, van y vienen a los almacenes de fruta, a la fábrica de jeringuillas, y los que no trabajan, como yo, van a sacarse cursos, han ido a la gestoría a cumplimentar algo, están a punto de hacer tres copias certificadas, fotografías tamaño carnet, y la solicitud, el curriculum, pero yo no lo he hecho, estoy confundido y me empiezo a encontrar con amigos de mis padres, amables, que se interesan por mis gestiones, ¿ya has acabado?, “no”, les digo, “me quedan unos asuntos por resolver”, ellos entienden, porque son gente de la Escuela, me llevan a secretaría, pero allí no resuelvo nada, tengo que dejar muchas respuestas en blanco en la instancia porque no he preparado lo necesario, perderé el año, me quedaré caminando por la Avenida de Aragón arriba y abajo, vagando, repitiendo una y otra vez el mismo camino por no saber en qué mejor emplear el tiempo.
Pero es entonces cuando me doy cuenta: mientras cruzo el puente una y otra vez y llego hasta las afueras, y luego vuelvo una y otra vez al casco viejo por la vía principal de esta ciudad pequeña, me doy cuenta de que los demás están haciendo lo mismo que yo; todos, mis amigos del cole, los del instituto, sus padres, toda esa generación adulta que nos envió a la Escuela y a buscar Trabajo, y a su vez los abuelos, ya de vuelta, esos “viejos” que se paran a mirar las obras mientras van y vienen, y hasta los muertos, porque aquí no falta nadie, aunque no se den cuenta de que están muertos y sigan pretendiendo que todo es normal, todos estamos venga a ir de arriba abajo, fingiendo como ellos, como los muertos, fingiendo que hacemos recados, que trabajamos, que hemos tenido que pasarnos un momento por no sé donde, que estamos matriculados, que tenemos algo que hacer, aunque solo sea llenar el tiempo con paseos arriba y abajo porque, como yo, “hemos perdido el año”. Unos en coche, otros andando, sea como sea, todos estamos en este carrusel imparable y ahora veo en los ojos de los demás, con disimulo, que saben que yo lo sé, y evitan mi mirada.
Y entonces me despierto.
Después está el bar nocturno, que ya no es un sueño: allí se teje otra cosa, que tiene que ver con llenarlo todo con palabras y con humo y con música muy fuerte que compite con nuestras palabras, y trago, y calada, y frase, y golpe de bombo en los altavoces, con todo eso vamos armando un espacio, y este espacio es nuestro. No hace falta mucho, no hace falta ni que haya más gente en el bar, podríamos ser muy pocos, podríamos incluso ser solo dos, si está oscuro y la música suena muy fuerte, y tenemos para beber y para fumar y a lo mejor algo más, depende de cómo vaya la noche. Y algunas veces no era ni siquiera de noche, a veces era a plena luz del día, pero mientras hubiera una manera de bajar las persianas y poner la música a todo volumen, se ponía en marcha todo, teníamos el tiempo para que continuara ese otro ritual, esa otra circulación, que no es la de los humanos fingiendo que tienen algo que hacer, y sufriendo profundamente por ello, sino la de los humanos regalándose unos a otros su palabra, creando un espacio para el decir y escuchar. La primera forma de organización humana, según algunos: la Conversación.
Los bares fueron más casa que nuestras casas. Allí compensábamos por ese mundo diurno en el que la Escuela y el Trabajo conspiraban para aplastarnos
Y las vueltas y vueltas que dábamos allí, en ese otro carrusel… Crecimos en los bares. Fueron más casa que nuestras casas. Allí compensábamos por ese mundo diurno en el que la Escuela y el Trabajo conspiraban para aplastarnos. Recuerdo, a veces lo he comentado con amigos, que por más tarde y de madrugada que fuera, por más borrachos que estuviéramos, y por más altísima que sonara la música (mi pueblo alojaba una de las discotecas con más decibelios del mundo, no exagero), siempre seguíamos hablando y hablando, era un bla bla bla que luchaba contra el sonido brutal, nos dolía la garganta de forzarla, si había un DJ malo y se hacía un silencio entre canción y canción de pronto estábamos desnudos y una frase o una palabra gritada casi al oído quedaba ahí flotando en medio de ese silencio: “Este es el tabaco que fumaba mi madre”, o “te quedas con una sonrisa de mierda…” o “¡oye, hazte un porro!”. Recuerdo salir del bar enfrascados aún en la conversación, quitándonos la palabra de la boca unos a otros y de pronto sentirnos ridículos por estar hablando tan alto, bajar la voz, y ahí en el silencio de la calle, hubiera sido mucho más cómodo hablar. Pero mucho más difícil.
¿Y de qué por favor, de qué demonios hablábamos y hablamos tanto, de qué se habla tanto en los bares, en la noche?
Pero quizás la pregunta no es tanto por el qué. En esta modalidad, la del “bar nocturno”, o la de la “fiesta juvenil”, simplemente, se hace bastante evidente que se trata de disponer unos mínimos elementos capaces de crear cierta intensificación del lenguaje (la oscuridad, la música fuerte, el alcohol, las sustancias capaces de alterar la percepción…), y quizás ahí tenemos una clave de lo que está en juego en toda Conversación: la creación de una intensidad colectiva y de una posibilidad de transformar la percepción. Un espacio autónomo. En el que lo que decimos pueda afectarnos, pueda cambiarnos, pueda cambiar nuestro mundo, pueda parar el carrusel de la vida diurna, con sus múltiples requisitos, quehaceres, faltas, obligaciones, al menos por un rato, y darnos una distancia. Por eso quizás, dábamos y damos tantas vueltas a las cosas en nuestras conversaciones en los bares, porque había que deshacer todas las otras vueltas que la vida diurna sigue y sigue haciéndonos dar, en sentido contrario. Permanecer aquí hablando, a las cuatro de la mañana con la vista nublada, hablando de nada y de todo, es seguir construyendo un espacio ajeno a la vida que nos han construido. Después, la embriaguez tiene sus propias lógicas y exigencias, claro, la Conversación Embriagada es solo una modalidad de la institución más antigua de la humanidad, y tiene sus peculiaridades, que ya Luis López Carrasco exploró con inteligencia en su anterior película, El futuro (2013). Es una cuestión de velocidad: la embriaguez acelera el proceso de construcción de autonomía del sentido, pero lo asienta sobre una estructura muy frágil, amenazada por múltiples frentes y susceptible de disolverse en el aire como el humo del cigarro, o en una resaca culpable, incapaz de recuperar el valor de lo vivido y de lo hablado. Pero, en cualquier caso, me parece que este pórtico, este túnel oscuro de conversación casi ininteligible, nocturna, a gritos y cubatas que López Carrasco ha colocado a la entrada de El año del descubrimiento (2020), tiene la virtud de recordarnos –en una película en la que es tan absolutamente importante lo que se cuenta oralmente– la dimensión casi de danza que la Conversación también tiene.
Hablando del Trabajo que nos habla
Entramos pues, por fin en ese bar de viejos llamado “El año del descubrimiento”. Podría estar en cualquier barrio, podría estar en mi pueblo. Antes, nos hemos asomado ya a una doble visión, doble ventana, que nos acompañará durante todo este viaje a las profundidades del bar. A la izquierda, 1992, el año supuestamente triunfal del Estado español, con los Juegos Olímpicos y el quinto centenario del “Descubrimiento”, a la derecha, el sufrimiento por la pérdida de empleos en Cartagena en ese año, que llevó a una revuelta y a la quema del parlamento regional. A la izquierda, la persona que habla, a la derecha, la persona que escucha, con la reverberación de las palabras del otro en los microgestos de su rostro. Pero pronto veremos que no se trata de jugar a un dualismo perfecto (historia oficial vs contra-historia, habla vs escucha, palabra vs gesto), sino, tal vez, de, como decían Deleuze y Guattari, usar los dualismos contra sí mismos, desplazarlos como muebles inevitables en una habitación en la que queremos abrir espacio. Y ese espacio es, de nuevo, el espacio de una circulación de la palabra y del gesto, esa danza humilde pero capaz de generar sentido, por más precario que este sea.
Especialmente si ahora, a plena luz del día, se trata de intentar entrar en ese ritmo, ya no desde la euforia de la embriaguez, en la que todo resulta interesante, sino desde la brutal derrota de un bar cualquiera en un barrio cualquiera por la mañana, donde el Trabajo y la Escuela, el va-y-ven del Tener Qué Hacer ya no es ese carrusel loco al que una puede mirar desde la distancia que otorga la noche y sus super-poderes efímeros, sino la aplastante y lenta rueda de molino a la que una está pegada como si una fuera una calcomanía.
Rostros cansados, ajados, sobre la barra. Silencios. Humo de tabaco. Ahora suena la radio, los saludos matutinos. Ojeras, máquinas tragaperras, la puerta que se abre y se cierra. Un hombre sentado ante un vaso temprano de cerveza parece hablar solo: el grado cero de la Conversación. Tal vez todo esté perdido.
Pero si hemos venido aquí, a este bar cualquiera en el que uno bien podría acodarse en la barra y desaparecer, es porque tenemos una gran conversación pendiente, que en su primer momento se ha planteado como esa disonancia, como esa ruptura entre los dos relatos de 1992.
Pronto nos damos cuenta de que para llegar a hablar de eso, sin embargo, tendremos que hablar antes de muchas otras cosas. En un primer momento, de estos rostros cansados, de estas bocas que bostezan, poco podrá salir que no sean, de una forma u otra, historias de trabajo. Llevo años volviendo una y otra vez, a esta cita de Marsé que, me parece, describe eficazmente el llamado proceso de “modernización” (“la continuación de la guerra por otros medios”, según Fernández-Savater):
“Y entonces, cuando el vecindario ya estaba sustituyendo su capacidad de asombro y de leyenda por la resignación y el olvido, y el asfalto ya había enterrado para siempre el castigado mapa de nuestros juegos de navaja en el arroyo de tierra apelmazada, y algunos coches en las aceras ya empezaban a desplazar a los mayores que se sentaban a tomar el fresco por la noche; cuando la indiferencia y el tedio amenazaban sepultar para siempre aquel rechinar de tranvías y de viejas aventis, y los hombres en la taberna no contaban ya sino vulgares historias de familia y de aburridos trabajos…” .
Yo, como niño y adolescente privilegiado y de clase media que fui, pensaba que el trabajo era por definición mecánico y monótono, y que si podía haber algo así como “historias de trabajos” serían ciertamente aburridas, tal como dice Marsé en esa cita nostálgica. Pensaba (o más bien sentía, o tenía la tácita noción), que el trabajo era sobre todo un espacio de silencio, un ámbito de obediencia y automatismo casi ajeno a las palabras, y más aún a los relatos. Un espacio mudo, indiferente.
Contrariamente a lo que quizás les puede haber pasado a otras personas de clase media, tuve la oportunidad de desmentir pronto este prejuicio. Mis amigos currantes, los que dejaron la Escuela en la adolescencia, no paraban de hablar de sus trabajos, y sobre todo, lo que era para mí más sorprendente, no paraban de hablar sobre lo que habían hablado cada día en ellos. En sus lugares de trabajo se conversaba, constantemente, se diría que todo lo demás era secundario. Ir a currar a la construcción era sobre todo ir a filosofar y discutir con los paletas en la obra, trabajar en el almacén de fruta era estar con Fulanito y Menganito todo el día de bromas y de chismes, meterse de dependiente en la ferretería era exponerse de lleno a un flujo constante de noticias sobre lo que pasaba en el pueblo, que después uno podía transmitir y re-elaborar. Un curro era sobre todo un ambiente lingüístico, un flujo conversacional, un bla bla bla que entraba dentro de ellos y que se traían consigo. Más tarde, cuando alterné pasajeramente mis estudios universitarios con un trabajillo a tiempo parcial en una oficina, pude comprobar en mis carnes lo que ya sabía: que no hay silencio en el trabajo, que el trabajo es una máquina de crear sentido, que no te puedes sustraer a ella. Mi sueño de ser un Bartleby pronto se vino abajo: mi trabajo era totalmente rutinario, lo cual me gustaba, y yo podía más o menos realizarlo en silencio, pero aún así desde que pisaba la oficina me sumergía en un océano verbal en el que fluían corrientes burocráticas, nociones sobre quién era yo y quién eran los demás, sobre qué era la oficina y su labor, multitud de riñas y cuestiones personales que afloraban, chismes, malentendidos, clichés, asunciones tácitas… Mientras estaba allí podía quizás “preferir no hacer” esto o aquello, pero no podía preferir no entender el lenguaje, no podía preferir ser un ser no-verbal, tal cosa no me estaba dada, como humano.
No hay silencio en el trabajo, que el trabajo es una máquina de crear sentido, que no te puedes sustraer a ella
Mi privilegio, eso sí, me permitía nadar hasta la costa de ese océano verbal fácilmente cada vez que me marchaba de allí, y secarme sin que me quedara apenas un residuo de sal en la piel. Ahora bien, esa experiencia me confirmó que los ambientes laborales de sentido difícilmente podían ser considerados como “aburridos”. Tal vez, desde luego, angustiosos, claustrofóbicos, perversos, injustos y mezquinos a menudo, pero ciertamente no aburridos porque, como me demostraban cada día mis amigos currantes, sus empleos les suministraban un tejido verbal con el que ellos iban confeccionando, inevitablemente, la forma de sus vidas. Estaban hechos de esas palabras. Por la noche teníamos los bares, sí. Pero el día tiene muchas horas y, mientras no inventáramos otra cosa, incluso para alguien de clase media como yo, hacía falta currar por dinero. Así que íbamos y vamos a los curros y a las Escuelas a que nos den dinero, y junto con él, nos dan lenguaje, aunque no sea el lenguaje que queremos.
El abismo del desempleo puede ser entonces, sobre todo un abismo de silencio. “Si estoy trabajando, bien, porque estoy distraído... Pero si no estoy trabajando, lo paso mal y me aburro, y luego lo pagan estas, también… Tienes que estar trabajando y todo eso porque si no luego lo pasas mal… te mueres de asco, y te pones malo, te pones enfermo, porque eso me ha pasao a mí, luego te pones a comerte el coco y te pones malo, entras en depresión…”. Sí, por supuesto, es miedo a no tener dinero para comer, para pagar un alquiler, pero ese miedo va acompañado también de una interrupción del flujo del sentido, de un silencio, de un vacío (“quién soy yo sino trabajo”, “no valgo para nada”, etc…).
Por eso es tan importante poder hablar, recomponer la circulación del sentido, aunque sea, como diría Marsé, hablar de “aburridos trabajos”. Sin duda hay mucho en el mundo del trabajo que es profundamente tedioso, especialmente en los empleos que se han inventado el neoliberalismo, pero en ese bar de Cartagena, en “El año del descubrimiento”, el hablar del Trabajo (y de la Escuela) que nos habla, que nos tiene y nos hace ser lo que somos, no es aburrido, porque nos da la posibilidad de abrirnos a otras formas de ser.
Así, que poco a poco, entre bostezos matutinos, se irá tramando en ese bar una conversación, hecha de muchas, y estará inevitablemente empapada de lo que el Trabajo (y la Escuela) ha dicho sobre nosotros, de lo que nos ha hecho ser y decir:
“Yo no me iba a dedicar a depilar, yo me iba a dedicar a maquillar. Yo quería sacarme primero y segundo de Estética para meterme en Caracterización. Y me metí en eso, no lo terminé, y claro, fue como que me rendí un poco. Allí ya me rendí un poco, y dije, ‘pues na, yo aquí a trabajar que es lo mío, porque estoy viendo que no se me da nada lo que me gusta, no se me da nada bien…’”
“Cuando yo era pequeño no me preguntaron ‘¿tú qué quieres ser de mayor?’, eso, en las películas de Hollywood sale. Pero en una familia de trabajadores de Cartagena no te preguntaban eso: yo iba a trabajar en la Bazán como mi padre y como mi abuelo, estaba clarísimo…”
“Yo quería trabajar, yo quería salir de casa, entonces la forma de salir de casa era… trabajar, marcharme…”
La Escuela dice: tú no sabes. El Trabajo dice: tú no puedes. Son grandes colaboradores, dos caras de la misma moneda. La Escuela te mete bien en la cabeza que lo que sí conoces, que lo que sí sabes hacer, no vale. Desde muy pequeñitos, nos discapacita. Hasta el día de hoy, es la mayor herramienta de colonización de las mentes y de los pueblos, como dice el pensador palestino Munir Fasheh. En la Escuela vamos quemando nuestras habilidades, nuestro deseo de aprender. Nos volvemos torpes. Y de esa torpeza se alimenta inmediatamente el Trabajo, que se mete pronto en medio para añadir otra capa más de incapacidad: no puedes vivir sin dinero, sin mi no eres nada, no existes. Así que, ¿qué haces perdiendo el tiempo en la Escuela? Sal y trabaja. Trabajar es seguir haciendo lo que hacíamos en la escuela (tareas mecánicas asignadas por otros en las que no se aprende casi nada), pero ahora por dinero.
La Gran Devaluación
Es una operación mágica, de la magia más diabólica posible. Es la Gran Devaluación. Lo que era un deseo y una potencia de jugar con formas y colores capaces de transformar un rostro, se convierte en un callejón sin salida, en un complicado trámite burocrático para el que hay que memorizar gran cantidad de informaciones técnicas, y del que una sale derrotada, solo para encontrarse sirviendo copas desde las 5 de la mañana hasta mediodía, y desde las 6 de la tarde hasta las 4 de la mañana.
Un deseo de marcharse de casa, un deseo de salir al mundo y de conocer gente, se transforma en un turno de doce horas al día lavando, haciendo camas, limpiando y sirviendo mesas en un hotel, hasta que te rompes un brazo en una lavadora estropeada.
Un deseo de aprender, de hacer las cosas bien, de hacer felices a tus padres, se convierte en tu primer accidente laboral, a los 14 años (una barra de hierro de 200 kilos cae sobre tus pies y te arranca todas las uñas), o en la obligación de memorizar los nombres de los ríos, cordilleras y depresiones de Europa y de vomitarlos en un examen.
Un deseo de experimentar, de conocer, de viajar, de “comerte el mundo” se convierte en la práctica cotidiana de la sumisión y la derrota, porque “el mundo te come a ti”.
El deseo colectivo de alejarse de la incomodidad, del tedio, del hambre, del dolor, de la enfermedad, del cansancio, de la vulnerabilidad, se convierte en un deseo de Europa, en un deseo de pertenecer a una abstracción “europea, “moderna”, que se va poblando de imágenes, especialmente en torno a 1992: grandes estadios deportivos, altos edificios de oficinas, largas autopistas, deslumbrantes espectáculos culturales en los que están representadas “todas las culturas”…
Es fácil quedarse mirando a esas fantasmagorías; son retransmitidas por radio y televisión constantemente, están por todas partes, ofrecen un consuelo, algo con lo que identificarte, o simplemente llenan tu cabeza, te proveen de una explicación, de un marco de interpretación de la realidad. “Estábamos peor, vamos hacia mejor”. Nosotros: “España”.
Sin embargo, aquí en este bar de Cartagena, no imperan esos ídolos. Aquí la gente mira a su alrededor y se regala el lujo de decir lo que ve, lo que piensa, de decírselo a la cámara, o de decírselo a sus compañeros de Conversación. Y lo que ven es un mundo al revés, un mundo extraño y desquiciado, bajo los efectos devastadores de la Gran Devaluación. En este mundo, la inmensa curiosidad y capacidad de juego de los niños se ha convertido en violencia. Aquí una niña le atesta un puñetazo a una maestra porque ésta ha intentado darle un abrazo, y hace bien, porque si no se lo diera podría dejarse afectar por un cariño que sabe que va a ser pasajero (la maestra buscará el traslado a otro barrio en cuanto pueda), y que nadie más le va a dar. La niña tiene que mantenerse dura para no derrumbarse cuando su madre le desea que le atropelle un camión, ocupa sus manos en hacer bolsitas de plástico para la cocaína como las que ve por todas partes. Otros niños prueban suerte con las apuestas deportivas. Aquí el mar amanece un día de color verde, otro completamente blanco, como si fuera leche. Y después se cubre de peces muertos. El aire se vuelve algunos días irrespirable, y cuando se corre la alarma, las madres se precipitan a sacar a sus hijos de la escuela, aunque en realidad deberían dejarles allí encerrados para que no respiren esa podredumbre. Las fábricas que envenenan el mar y el aire ofrecen a la población a cambio polideportivos, piscinas, equipamientos. Pero, gracias a la Gran Devaluación, hay tanta gente que ha aprendido a odiar profundamente todo lo suyo, que a menudo el barrio aparece destrozado, se llevan los bancos, rompen los espejos, ensucian las calles… Las niñas se hacen mayores, y si vuelven solas a casa se exponen a que se les acerquen solitarios conductores que las confunden con prostitutas. Hay tanta gente sin empleo, y ya sabemos lo insoportable que puede ser ese silencio del paro por las noches, que algunos hasta llegan a creer que tienen que defender por encima de todo a los dueños de esas fábricas que envenenan agua, tierra y aire, y a otras similares, porque son quienes les pueden dar trabajo. Incluso fabrican teorías según las cuales los jefes, que no tienen que trabajar para vivir y dejan que otros trabajen para ellos, son más importantes que los que se ven obligados a trabajar, porque tienen “más responsabilidad”.
En eso, están igual que los que viven enganchados a las fantasmagorías de la tele, sumidos en una profunda confusión. Aquí en el bar, en el arduo esfuerzo de hablar de tanta miseria e injusticia, al menos se alcanza a ver que la realidad está rota. ¿Qué clase de mundo es este en el que uno está rodeado de huertas que dan magníficos frutos, famosos en todo el mundo, pero sabe que nunca los probará, porque se envían a miles de kilómetros? ¿Qué clase de mundo es este en el que una respira basura, come basura, casi tiene que pagar por conseguir un trabajo en el que esclavizarse, y si se queda sin trabajo se enferma de la cabeza?
¿Cómo conseguir no preferir la confusión?
En este bar encontramos a nuestros padres muertos. Ellos, que nos enviaron a la Escuela y al Trabajo. Algunos, como el mío, que tuvieron la posibilidad de mantenernos lo máximo posible en la Escuela, y de protegernos, todo lo que pudieron del miedo al no saber y al no tener. “Estudia, hija, aprovecha que ya tendrás tiempo para trabajar”. En mi caso, el padre pudo conseguir que no tuviéramos que pasar por lo mismo que él: hijo de pobres y encima rojos, se aferró a la idea de “ser buen estudiante” y a las becas, se pasó gran parte de su vida sumido en oposiciones y exámenes tardíos que ahora vuelven en mis sueños, no sabremos nunca el daño que esto pudo hacer a su corazón frágil. Aquí, intentamos aprender de sus muertes y de sus desgracias. El padre al que por ser “de izquierdas” se lo llevaron al servicio militar, luego a la guerra, luego a un batallón de disciplinamiento en África, un total de 6 años de secuestro y penalidades. El que quedó sordo y trabajaba junto a las máquinas más ruidosas, y luego cayó en una depresión profunda y se alcoholizó hasta la muerte. El que fue a la cárcel 8 años por pasar ocho días de huelga en una mina. El que murió de hambre en el exilio en Francia. El que cayó muerto en una manifestación, después de que la crisis hubiera acabado con su intento de abrir una pequeña empresa. “La crisis”. ¿Qué crisis? ¿La del 39, la del 78, la del 2008? ¿Cuándo no ha habido crisis para lxs de abajo?
Sí, aquí, hablando entre personas, hablando de nuestras heridas, es posible ver que la realidad está rota, que algo ha estado y está profundamente quebrado. Y sin embargo… ¿cómo no preferir la confusión?
¿Cómo, en este perverso mundo al revés, no ceder a la tentación de echarnos la culpa a nosotrxs mismxs?
¿O lo que es peor, echársela a los que están peor?
La escucha, la danza y las redes que somos
De nuevo, no parece que sea un qué sino un cómo el que nos puede salvar de esas otras fantasías que ya no son las de la “modernidad europea”, sino las que fácilmente derivan hacia el fascismo (“vienen a quitarnos el trabajo”, “cuando les detienen entran por una puerta y salen por otra”, “roban por vicio”, etc).
En este bar, en “El año del descubrimiento”, percibimos cosas que habitualmente quedarían ocultas. Por ejemplo, ya lo hemos dicho, vemos a la gente que no habla, sino que escucha. La doble pantalla a menudo nos permite esta sencilla pero crucial ampliación visual: plano y contra-plano a la vez, el rostro que habla y el rostro que escucha. Esto, en cierto sentido, lo cambia todo. Porque ese momento habitualmente despreciado de la escucha, esos asentimientos, miradas, esos “sí”, esos “ya”, esos “hmm” que se intercalan en el discurso del otro, merecen aquí nuestra mejor atención, y constituyen un antídoto microscópico pero potente frente a la Gran Devaluación: “Sí, te estoy escuchando, sí, entiendo y siento lo que estás diciendo, sí, compartimos un espacio de inteligibilidad, este espacio es nuestro y en él podemos transformar nuestra percepción y nuestra comprensión del mundo, aunque no estemos de acuerdo”. Todo está dispuesto para que aquí, tanto entre las personas que hablan en el bar, como entre ellas y nosotras, las espectadoras, se articulen relaciones de atención y escucha solida. Aquí no se habla para representar a nadie, aquí no se habla desde la abstracción, sino desde la afectación y la capacidad de afectar. Como explicó Suely Rolnik, si la escucha es profunda, y va más allá de los prejuicios con los que habitualmente nos representamos el mundo, entonces nuestro cuerpo se transforma:
“Por ejemplo, si yo te miro sólo con mi capacidad de percepción lo que veo es una forma que rápidamente asocio con mis representaciones y así puedo ubicarte inmediatamente como: argentino, hijo de desaparecidos, militante de tal grupo, etc. En dos minutos ya estás ahí, fuera de mí. Pero si yo pongo en actividad esa capacidad otra de todos los órganos de sentido, del ojo, del tacto, del olfato, de la escucha, tu presencia viva como conjunto de fuerzas me afecta y pasas a ser una sensación en mi propia textura sensible, como si fueras parte de mi cuerpo. Pero esto no es una metáfora, es real. Todo el tiempo se acumulan sensaciones porque todo el tiempo estás vulnerable al entorno y llega un momento en que toda esa novedad ya no puede ser expresada a través de las representaciones. Esa es la paradoja que te fuerza a crear: uno se siente forzado a expresar lo que ya es una realidad sensible pero que no está todavía actualizada en la realidad concreta”.
Si hablas con otros, si entras en conversación, es porque admites un Común, un espacio de construcción de sentido compartido
Ese hombre que se declara franquista ante la cámara y ante quienes le escuchan en el bar, ese hombre que dice con Franco vivíamos mejor porque los empresarios no se atrevían a despedir a nadie, que admite haber visto cómo la policía le crujía a hostias a un amigo suyo sindicalista sin hacer nada, se convierte en parte de mi cuerpo, su mezcla de desafío y disculpa, su vergüenza mezclada con desprecio, su miedo, pasan a ser sensaciones mías, me afectan. Me cuestionan, no quedo inmune. Lo mismo ocurre con el panadero, su escenificación de la humildad y la derrota, su sonrisa esforzada que más parece al borde del llanto que de la risa, la dureza que camufla el aparentemente inocuo “sueño” de tener una pequeña pensión para este final de su vida, todo eso me atraviesa. O el chico joven, que insiste en que debería volver el servicio militar obligatorio, para que los jóvenes se espabilen y dejen de ser “niños de papá”, su intento de persuasión desarmada rápida y brutalmente por su interlocutor, el deseo que revela la puerilidad de su fantasía de sumisión militar, todo eso forma un bloque de sensaciones que incorporo a mi ser. Por supuesto que “no estoy de acuerdo”. Pero entro en la danza, sigo el ritmo, me dejo sacudir por el miedo, la violencia, la soledad, y en mi se va formando una vibración capaz de transformarlos en otra cosa. Siento la potencia de transformación de esta danza, la bailo junto con otros seres que habitan el mundo de la palabra:
“En la conversación humana, nuestro mundo interior de ideas y conceptos, nuestras emociones y nuestros movimientos corporales, se entremezclan estrechamente en una compleja coreografía de coordinación de comportamientos. El análisis de filmaciones demuestra que cada conversación comprende una danza sutil y casi totalmente inconsciente, en la que la secuencia detallada de los patrones hablados está minuciosamente sincronizada no sólo con los pequeños movimientos del cuerpo del que habla, sino también con los movimientos correspondientes del que escucha. Ambos participantes se hallan unidos en esta precisa secuencia sincronizada de movimientos rítmicos y la coordinación lingüística de sus gestos mutuamente provocados, perdurará mientras prosiga su conversación” (Capra, 299).
En los discursos de desconfianza, de negación de toda solidaridad, de afirmación de la desigualdad, de la autoridad o la sumisión, la forma siempre contradice al contenido, el cómo está en tensión con el qué. Si hablas con otros, si entras en conversación, es porque admites un Común, un espacio de construcción de sentido compartido en el que se activa ese “comunismo cotidiano” del que habló David Graeber, y al que siempre volvemos: esas situaciones de la vida, y la Conversación es una de las principales, en las que se asume que estamos intentando dar “a cada cual según sus necesidades” y tomar “de cada cual según sus capacidades”. Asumo que hay unas palabras que necesitan y pueden ser oídas, presto a su vez mi propia escucha, juntos nos hacemos cargo del bucle de retroalimentación lingüística que estamos construyendo.
“La conversación es un dominio especialmente propenso al comunismo. Mentiras, insultos, humillaciones y otros tipos de agresión verbal son importantes… pero su poder deriva sobre todo de la asunción común de que no debemos actuar así: un insulto no hace daño a menos que uno asuma que el otro debe ser considerado para con nuestros sentimientos, y es imposible mentirle a alguien que no crea que uno dice, habitualmente, la verdad. Cuando realmente deseamos romper relaciones de amistad con alguien, dejamos de hablar por completo” (2014, 127)
“¡A ver si os vais a pelear, hoy!”: incluso en los momentos de mayor tensión, de mayor desacuerdo, lo que se hace evidente es que estamos hablando, que nos estamos entendiendo. Por supuesto que hay rupturas, el mundo capitalista, “moderno” y patriarcal está hecho de ellas, está hecho de guerras, está en guerra él mismo con la Conversación (como sabemos, trata de sustituirla todo el tiempo por fragmentos de sentido ya preparados, listos para se consumidos: fantasías de grandeza, de superioridad o el sádico consuelo del odio hacia los que están “más abajo”). Pero aquí, en este bar, la Conversación impera. Y no es que no esté llena de dificultades. La desconfianza, el aislamiento, la creencia en la propia incapacidad están sembrados por doquier. Pero ahora estamos hablando, ahora no estamos en la Escuela ni en el Trabajo, ahora no estamos escuchando la tele, ahora ni siquiera estamos repitiendo clichés o hablando de “temas” como si fuéramos nosotros mismos tertulianos de la tele (algo que quizás nos pasa cada vez más a menudo). Ahora hablamos de lo que nos importa, de lo que está incrustado en nuestro cuerpo. Y en el gesto de formularlo, de llegar a enunciarlo, de no monopolizar esa capacidad de hablar, sino de invitar a los demás a compartirla, se abre ya un mundo, una potencia. Hemos oído a esa mujer y a su hija, las dos contándole a alguien en la barra (por la manera en que hablan, probablemente a un desconocido), cómo la madre se cayó de bruces sobre una mesa de cristal y se le clavó en el ojo la lente que tenía para las cataratas. Mientras lo cuentan, la pobre mujer no deja de dar mordiscos a algo, con total tranquilidad, y el ojo vendado. El tono de ambas es también de normalidad, dentro de la desgracia, es el otro, el que les escucha, el que se alarma y hace gestos de dolor, porque a él se le clava también un poco la lente cuando se lo cuentan. Y sin embargo, seguro que el ojo de la mujer está un poco mejor, al menos un poquito mejor después de esta pequeña conversación. El científico chileno Humberto Maturana decía que la Conversación es un acto de amor y de lenguajeo, uno de esos actos indispensables para lo que él llamó la “autopoiesis” humana: nuestra fundamental capacidad de “autoproducirnos”, de regenerar constantemente la red de relaciones (celulares, lingüísticas, sociales) que somos.
En cualquier caso, sin duda la conversación más difícil en este bar, es la que intenta entender esas rupturas del Común del sentido que la modernidad capitalista occidental no ha dejado de producir, hasta conseguir crear el mundo absurdo de la Gran Devaluación, un mundo de individuos incapaces de ver la abundancia de esas redes de relaciones que les constituyen. En algunos momentos, esta conversación difícil toma la forma de una discusión sobre la validez o no de los sindicatos, de la huelga, sobre la unión o dispersión de la “clase obrera”. Y entonces, por supuesto aparecen argumentos que son difíciles de combatir: “Yo no quiero hacer ninguna huelga porque yo gano mis 1.000 euros y con eso tengo para vivir y mi trabajo no vale más que eso”. Uno de los interlocutores sin duda siente la gravedad de la provocación, y se va calentando, llegando al insulto, hablando casi a gritos, recurriendo a varios argumentos, que parecen estrellarse todos sin fortuna contra la pared de roca individualista que ha construido su amigo. “Los sindicatos sí que ayudan, consiguieron muchos derechos sociales que ahora disfrutamos nosotros” –sabemos, sin embargo, que para la mayoría, incluyendo probablemente casi todos los presentes, eso no es así, la precariedad es su realidad. “Es que la gente solo quiere su tablet y su Instagram, no hay conciencia de clase”, quizás, pero ¿la gente no somos también nosotros? “Los que tienen educación, una carrera, como este que está aquí aguantando el micro, deberían cobrar más de lo que cobran” –bien, pero entonces, ¿los que no tienen “educación”, no deberían?
Tal vez el momento en que está más cerca de romper la pared, y, significativamente también es el momento en el que la Conversación está también a punto de romperse, cuando aparece un tono agrio y hasta podría pensarse que uno de los dos podría levantarse y marcharse de repente, tal vez ese momento de lucidez sucede cuando dice: “si tú realmente no valoras tu trabajo… ese es el problema”. ¿No podemos oír aquí, una vez más, la voz del cómo en el qué? ¿No podemos entender esta recriminación como un lamento por lo difícil que se ha vuelto hacer eso que están justamente haciendo ahora mismo: partir de sí mismos y de sus capacidades puestas en Común en la Conversación para intentar decidir juntos cuál es el valor de las cosas, sin que otros lo decidan por ellos? El problema quizás no es tanto que el joven que asume el rol de individualista, con animo provocador, no valore su trabajo, sino que no haya un espacio autónomo lo suficientemente fuerte como para poder realizar esa valoración desde las redes de relaciones a las que se debe (y no desde la lógica del dinero que, como afirmó David Harvey, pretende imponerse como la medida de todo valor social en el capitalismo).
Esas redes de relaciones han sido borradas, particularmente las que se comprendieron en términos de “clase obrera”. Vemos ruinas, oímos manifestaciones, disturbios. ¿Estamos en 1992 o en 2020? Suenan las noticias: hablan sobre altercados en Cartagena, sobre Boris Yeltsin, sobre la guerrilla en El Salvador. El pasado está en el presente en este bar, mientras se pueda recomponer esa memoria desde la autonomía de la Conversación entre iguales.
Final: otro sueño
Y ese es mi “sueño”. Un sueño que no es de los de cuando estás durmiendo, sino un deseo, una visión, casi. Entrar en ese bar, “El año del Descubrimiento” y que en él sea siempre 1992. Pero no el 1992 de los Juegos Olímpicos y de la Expo, ni el de la celebración del genocidio colonial en América. Sino el 1992 en el que el sur de Los Ángeles se rebelaba contra la policía estructuralmente racista, después de que circulara el video de la paliza que cuatro agentes blancos le dieron al taxista negro Rodney King, posteriormente absueltos. No el 1992 en el que se suponía que “el fin de la Historia” había llegado con la victoria aplastante del neoliberalismo global, y el eje Reagan-Thatcher declaraba la inexistencia de las redes ontológicas que vinculan a los individuos entre sí. No ese 92, sino el de la resistencia del pueblo de Nagorno-Kharabaj frente a la invasión del ejército de Azerbaiyán apoyado por Turquía, que intentaba continuar ese intento de eliminación de un pueblo de la faz de la Tierra que precedió y en parte inspiró al Holocausto, el genocidio armenio. En este bar es siempre el 92 en el que en Cartagena, mientras se suponía que “España estaba de celebración”, la gente explotaba de rabia y salía a la calle en manifestaciones diarias, y para quebrar la absoluta indiferencia de los políticos frente a la pérdida masiva de empleos, terminaba por quemar el parlamento regional en una batalla campal con la policía. Mientras los Juegos Olímpicos, la Expo y el Quinto Centenario desviaban la atención de tantos, justo en ese año que se recuerda como el epítome del éxito español, la apoteosis del consenso y de la “modernidad”, apagados ya los últimos fuegos de la Transición, muy lejos todavía e impensables los que encendería la crisis del 2008, eso estaba ocurriendo en Cartagena. Pero, ¿quién se acuerda? Haced la prueba, preguntad a vuestro alrededor. Incluso el propio relato oficial de la Izquierda considera finiquitado a principios de los 90 el ciclo de luchas obreras que habría puesto en jaque al capital desde los 60 a los 80, no solo en España, sino en el mundo, y teniendo al sur de Europa como uno de los lugares de máxima expresión de estas luchas, que finalmente sería derrotadas.
Incluso el propio relato oficial de la Izquierda considera finiquitado a principios de los 90 el ciclo de luchas obreras que habría puesto en jaque al capital desde los 60
¿Se trata entonces de un episodio tardío, de una anomalía? ¿Estamos ante un espejismo? ¿Somos incapaces de aceptar la derrota y nos aferramos a un levantamiento anecdótico, efímero y olvidado? Fuera en la calle, suena el murmullo de la mañana de un día cualquiera, un día de trabajo, las ruedas de los coches y la maquinaria del Tener-Que-Hacer, imparables: el imperio del reloj, el dinero y la normalidad. Aquí no pasa nada, nunca pasa nada. Quizás hubo tiempos en los que pasaron cosas, pero quién se acuerda de eso, y qué más da. Sin embargo, uno abre la puerta de ese bar discreto, que podría estar en cualquier ciudad de provincias, y si se queda lo suficiente y observa con atención, descubre una interminable sucesión de gestos, manos que se alzan al aire a la par que las cejas, pidiendo un momento de pausa ante algo indignante o increíble, dedos que se apuntan al propio pecho una y otra vez para dejar claro que quienes les traicionaron se suponía que eran “de los nuestros”, una mirada fija que aguanta sin parpadear el dolor de un recuerdo lacerante, un asentimiento y una sonrisa cómplice, una impaciencia por meter baza cuando la charla se anima, dos, tres voces que se solapan y se hacen ininteligibles, pero comparten el mismo tono, los pinchos de tortilla van y vienen, las cañas, los cafés, los cigarros, un carrusel descontrolado al que queremos añadir aún más palabras, gestos, las mil invenciones en el hablar, las pragmáticas, las retóricas, los juegos en el ritmo, en el tono, en el léxico, la ironía (“el pobre Javier de la Rosa estaba muy malico y quería que lo sacaran de la cárcel”), la parodia (“a mí como soy clase media no me afectan los recortes”), las maravillosas vocales abiertas murcianas, las pausas, las melodías, pequeñas cancioncitas que se deslizan en medio de una frase, el silencio de los que escuchan, o de los que digieren lentamente y en solitario pasadas conversaciones mientras encienden otro pitillo.
¿Cómo que aquí no pasa nada? Lo que pasa es que este bar es una máquina de tejer Conversación con el lenguajeo popular y en el tejer aparece toda la otra parte del iceberg, la que estaba bajo el océano, la que explica pacientemente no sólo por qué estallaron en 1992 las gentes de Cartagena, sino cómo se alimentan los espacios autónomos de construcción y transmisión de sentido sin los cuáles estallidos de rabia popular como esos quedarían olvidados, incomprendidos, ininteligibles. Aquí, en este bar, siempre es ese otro 1992 porque siempre es el tiempo de la revuelta, y el tiempo de la revuelta lo debe casi todo al tiempo de la Conversación, porque en él los de abajo hacen con sus bocas y laringes, y con todo su cuerpo, algo que es muy difícil de impedir por el poder, que es danzar al son de su propio discurso, retomarlo cotidianamente, rearmarlo con las ruinas dejadas por tantas violencias. O es que en Chiapas, en 1992, ¿tampoco estaba pasando nada? Dos años después lo íbamos a saber, aún no alcanzamos a imaginar la riqueza de la multitud de conversaciones que durante años y años de encuentros entre izquierdistas citadinos e indígenas chiapanecos pudieron llevar a algo tan improbable como el neo-zapatismo.
Nos tiene el lenguaje y eso, quizás contra-intuitivamente, es liberador. Porque el Trabajo sí, nos encadena a un objetivo, la Escuela, también, por supuesto, incluso la Política (mientras la entendamos como reino de la acción), nos ata a algo que conseguir después, ulteriormente, a la rueda del Tener-Que-Hacer. Pero el lenguaje está sucediendo aquí y ahora, lenguajeamos, somos capaces de ello, aunque haya miles de dispositivos que traten de convencernos de lo contrario, de incapacitarnos y de hacernos regurgitar Contenidos ready-made, pre-cocinados, o de invalidar ese aquí y ahora del lenguaje para convertirlo en instrumento de la lógica de la Promesa, que siempre reenvía el sentido a un futuro que no existe. Aquí, en “El año del descubrimiento”, descubrimos con solo abrir la puerta y quedarnos a ver y escuchar, que la potencia del lenguaje nadie nos la puede quitar, porque no la tenemos, sino que nos tiene, que está potencia sobrevuela los tiempos, los conecta en constelaciones que convierten la línea en espiral, que no podemos “perder un año” porque hay una dimensión del tiempo en la que nada se pierde, en la que los 500 de genocidio y colonización no han “pasado” sino que están aquí, el pasado está en el presente, y esa es nuestra gran oportunidad de transformarlo.
A algunos amigos les gusta citar la frase del sociólogo Jesús Ibáñez, “la revolución es, en cierto sentido, una inmensa conversación” (73). El sueño sería tal vez, entonces, el de una Casa de la Conversación, siempre abierta, en la que pudiéramos entrar en cualquier momento para descubrir con otros que el sentido de lo que nos pasa no deja de construirse una y otra vez por abajo, en el espacio de la capacidad de afectar, en el espacio de la intensidad lingüística compartida, y no en el de los clichés, ni en el de la representación, ni en el del espectáculo.
Ese es mi sueño, ya que me lo has preguntado. Me gustaría cuidar esa Casa, quiero entrar a tomar algo en ella, quiero volver a ver una y otra vez esta película.
¿Me acompañas?
Un sueño y un bar
Hay un bar en Cartagena que se llama El año del descubrimiento. Con ese nombre sugestivo, suena más bien a que debería ser un “bar de copas”, un “pub”, un “bar de noche”, pero no, es lo que con la crueldad y literalidad de la adolescencia solíamos...
Autor >
Luis Moreno-Caballud
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