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Actuación de Rosalía en Saturday Night Live.
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Después de pasarme un fin de semana escuchando Motomami y de, lo reconozco, haber desarrollado una leve obsesión, toca bajar la cabeza y disculparse con Rosalía, carne de meme tantas veces durante los últimos tiempos. Yo no confié en ella; me reí de su acento fluido y responsabilicé de lo que en ese momento interpreté como creciente estupidez a su estado sentimental (era una bromilla, quién no se ha bombificado por culpa del amor). El caso es que sus stories y tik toks me crispaban y su música tampoco me estaba llegando: Saoko aumentó mi añoranza por aquellos coros celestiales que solían acompañarla, por sus agudos imposibles y sus melodías, y ya con Chicken Teriyaki perdí todo atisbo de prudencia: cansada de su versión reguetonera/urbana/ruidosa, aseguré que la nueva Rosalía me resultaba “aburrida”. Qué vergüenza.
¿Cómo, entonces, transité el lago sagrado y alcancé la otra orilla? El punto de inflexión, creo, ocurrió hace una semana, cuando la catalana actuó en Saturday Night Live (SNL) y leí innumerables comentarios burlándose de su atuendo, un look blanco de Marc Jacobs que, contra el rojo que inundaba el escenario, quedaba espectacular. Los críticos, sin embargo, se descojonaban del enorme plumas, preguntándose si era un edredón arrastrado desde la cama, chiste obvio y ya pasado, pues el mundo de la moda (y su principal escaparate, Instagram) lleva meses petado de propuestas similares (Rihanna inauguró la tendencia en la gala Met). Descubriéndome de pronto en el bando afín, me surgió la duda de si los detractores de su música no seríamos similares a los de su ropa, a saber: ignorantes a los que se nos escapaba algo. ¡Y yo no quería ser así!
Esa sensación, la de que se me escapaba algo, se acrecentó a medida que se aproximaba la fecha de lanzamiento y expertos alababan la producción de lo que iban oyendo. Me acordé de lo ridiculizado que fue 808s & Heartbreak en su día, álbum de Kanye West que más tarde ejercería gran influencia en el modo de hacer música y que afectó en profundidad el panorama de las generaciones siguientes. Cierto es que, como me indicaba un amigo, que un engranaje sea técnicamente avanzado no significa que el resultado final te tenga que gustar, pero la publicación de Hentai al completo, con su precioso vídeo, consolidó mi nueva postura: el asunto acumulaba muchas papeletas para, como mínimo, molar.
Motomami no es un disco concebido en exclusiva para el deleite sensorial inmediato; exige trabajo al oyente y se completa con él
No recuerdo la última vez que se generó tanta curiosidad en torno a la salida de un disco. El jueves por la noche, justo antes de que dieran las doce, nos aglomeramos frente a las pantallas a la espera de Motomami. Y a las doce llegó. Rosalía lloraba como madre después de parto; tres años dedicados a un proyecto que por fin veía la luz. Se confirmaba en ese instante lo que las pobres fans llevaban siglos defendiendo: escuchar temas sueltos de Motomami es como leer frases descontextualizadas de un libro; para juzgarlo es necesario oírlo íntegro y en orden. Una vez lo hube hecho, Saoko se me antojó, de repente, una introducción perfecta: mezcla de sonidos a priori incompatibles bajo una letra que anunciaba, como anunció el ángel, lo que se venía: transformación, viraje, sorpresa. “Cuando el caballo entra a Troya, tú te confías y ardió”.
En un hilo magnífico que se marcó en febrero, Marco Portillo comparaba a Rosalía con C. Tangana (que es, a estas alturas, su reverso natural; su némesis; la otra cara de la moneda), señalando que, mientras el segundo tira de arraigo y localismo, la primera se globaliza en pos de un algoritmo. Aunque el análisis era interesante, todavía no habíamos accedido a canciones como G3 N15. Es verdad que Rosalía emprende el vuelo y se sirve de las herramientas a su alcance para explorar nuevas vías, pero las palabras de su abuela y el recuerdo de su sobrino, con esos ojos azul cielo (o quizás azul marino), la devuelven a la tierra con un golpe doloroso y brutal. Motomami refleja la oscilación violenta entre el vacío de la maquinaria capitalista y el calor de la intimidad, el artificio que suponen éxito y fama en oposición al afecto incondicional de su familia. En ese sentido, la cantante nos abre la puerta de su jardín privado de una manera muy honesta (a lo mejor de manera más honesta que Tangana). Coincido, no obstante, en que los exnovios son el yin y el yang: si bien el madrileño recurre a ritmos que conocemos, fórmulas en las que nos sentimos en el sofá de casa, Rosalía distorsiona todo lo reconocible; ella nos quita la silla justo cuando nos vamos a sentar. En consecuencia, uno conquista a la masa y la otra pierde adeptos. Pero, ¿quién sale victorioso?
Motomami es arte y, como tal, abre los debates que, siglo tras siglo, se suscitan en el arte. Algunos alegan que no se trata de música agradable ni consumible, que nunca se pondrían Diablo o Sakura en sus viajes en el coche. La pregunta es: ¿y? Para eso ya están los 40 Principales. En mi casa no pegan un Rothko ni un Pollock y no por ello los desprecio en un museo. Motomami no es un disco concebido en exclusiva para el deleite sensorial inmediato; exige trabajo al oyente y se completa con él. Por fortuna, las explicaciones de la propia autora iluminan en el (a veces tortuoso) camino de entenderla. Ella cuenta que aspiraba a aunar cada aspecto de su identidad, caleidoscópica y fractal, en un cuerpo único que tuviera sentido. Que aspiraba a sintetizar un estado anímico, un mood, y a concederse espacio para jugar como jugaba de niña. Que aspiraba a conciliar estilos supuestamente inconciliables, aun a riesgo de (o incluso para) incomodar. Todo lo consigue. Podríamos ahora discutir si una obra ha de sostenerse sin la explicación de la obra o si la explicación de la obra forma parte de la obra misma. Mi opinión es que Motomami funciona sin necesidad de teoría o intelectualización legitimante. También que Motomami es altamente disfrutable. Los medios especializados están de acuerdo. El tiempo dirá, pero yo hoy, Rosalía, te pido mil perdones. Una motomami se retracta y se pone Motomami.
Después de pasarme un fin de semana escuchando Motomami y de, lo reconozco, haber desarrollado una leve obsesión, toca bajar la cabeza y disculparse con Rosalía, carne de meme tantas veces durante los últimos tiempos. Yo no confié en ella; me reí de su acento fluido y responsabilicé de lo que en ese...
Autora >
Bárbara Arena
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