MEMORIAS DE UN GESTOR CULTURAL, 1987-2004 (IV)
El Centro Cultural de España en Buenos Aires (2)
Filósofos, artistas plásticos, cantantes, cineastas, teatreros y otras ‘troupes’ en la capital argentina de comienzos de los 90
Carlos Alberdi 15/04/2022
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
El mundo literario del Buenos Aires de aquella época era más grande que cuanto soy capaz de transmitir con este testimonio personal y sumarísimo. Siento no explayarme más sobre David Viñas, sobre Andrés Rivera, el autor de El amigo de Baudelaire, o sobre César Aira, de quien siempre me decía Mercedes Güiraldes que lo tenía que conocer. De los españoles que llevé por allí, el que más huella dejó fue Fernando Savater, que ya era bastante conocido y que con la publicación de Ética para Amador, coincidiendo con la semana de autor que le organizamos, pasó a ser una celebridad. Lo hubiera sido aunque no le hubiéramos organizado nada. Un resumen de aquella semana, editado por Héctor Subirats, lo publicó la AECI de Madrid dos años después. A mis efectos, lo más importante de la visita fue la amistad que se fraguó entre Fernando y Francis Korn, que aún hoy siguen viéndose en diferentes hipódromos. El momento especial fue la comida en el periódico La Nación. Me había puesto en contacto con ellos, cuando tuve todo organizado, porque eran los que publicaban los artículos de Savater en su suplemento cultural. La propuesta inicial que hicieron fue organizar algo con la mujer del director, pero aquello no acabó de cuajar. Al final acudimos Savater, Subirats y yo a un almuerzo en la sede de La Nación, donde nos recibieron Bartolomé Mitre, Juan Carlos Escribano y Octavio Hornos Paz. Savater pensó que Escribano era Mitre, porque era el que iba más atildado, y todo el arranque de la conversación fue una sucesión de malentendidos. Afortunadamente el viejo Hornos Paz era un conversador magnífico y tomó las riendas del encuentro. Lo que no pudo arreglar fue que los bifes estaban duros como piedras y la cortesía nos hacía pelearnos con la pieza más allá de lo razonable. Llegado un punto, aparqué los cubiertos en el plato y mis dos acompañantes hicieron lo propio aliviados. Fue la primera y la última vez que dejé un bife en el plato durante toda mi estancia en la Argentina.
La de Savater fue la única semana de autor. Al año siguiente traté de organizarla con Semprún y, después de decirnos que sí, se cayó del cartel sin tiempo para reaccionar
La de Savater fue la única semana de autor. Al año siguiente traté de organizarla con Semprún y, después de decirnos que sí, se cayó del cartel sin tiempo para reaccionar. En actividades más cortas pasaron por allí Francisco Jarauta, con sus exclamaciones y citas en varios idiomas, Javier Marías, que acabó discutiendo con Francis Korn por alguna interpretación, o José Ángel Valente, acompañado por César Antonio Molina y Luis Alberto de Cuenca. Tratábamos de conectar gente de los dos lados. Y unos se dejaban más que otros. Nos apoyábamos también en los editores. Ricardo Sabanes, que venía a las tertulias del Queen Bess, estaba en Planeta, Mariano Roca llevaba Tusquets, Chitarroni era nuestro contacto en Sudamericana. En Alfaguara teníamos mucho trato con Juan Martini, y con Losada conectamos cuando vino Alberti. Para esa visita preparamos en el Centro una pequeña exposición de memorabilia gracias a Gonzalo León, el hijo de María Teresa, que todavía vivía en Buenos Aires. También nos ayudó Manuel Lamana, novelista y profesor que se fugó del Valle de los Caídos con Sánchez Albornoz. Dictó un curso en el Centro y compartí con él muchas conversaciones sobre el exilio en Argentina. Manuel Vázquez Montalbán pidió verle, cuando vino a Buenos Aires, y organizamos una cena en su casa para que se conocieran.
El mundo de la plástica era el otro punto fuerte del ICI. La subdirectora, Laura Buccellato, era una italiana con gran personalidad y profundo conocimiento de los entresijos del mundillo artístico porteño. Era rigurosa a la hora de disciplinar a los jóvenes, que querían exponer en el Centro, y a la hora de colgar y presentar las muestras. La idea era muy sencilla. El Centro hacía una exposición al mes a lo largo del curso, de marzo a diciembre. De Madrid venían unas tres exposiciones de arte joven al año, con el tamaño adecuado para poderlas incluir en la programación del Centro. El resto de los meses presentábamos artistas jóvenes locales que estaban a punto de dar el salto a las galerías. Lo hacíamos por parejas, evitando las exposiciones individuales. Una vez al año invitábamos a un artista consagrado a producir una obra nueva y se mostraba en el Centro. Por allí pasaban todos. Estábamos al lado de la galería Ruth Benzacar, que era la más internacional de Buenos Aires, y nuestro espacio había sido intervenido por Clorindo Testa, cuando pasó de ser librería a Centro Cultural. Clorindo era uno de los arquitectos de más prestigio de la ciudad y también artista plástico. El Centro era pequeño, pero tenía de todo en unas proporciones confortables, que permitían que, sin demasiada gente, las actividades fueran un éxito de público. Una intensa tarea de relaciones públicas y prensa nos ayudaban a una presencia constante en los medios de comunicación impresos y en los canales de televisión por cable que tenían programas de carácter cultural.
La galería Ruth Benzacar estaba también en un sótano. Se entraba desde la Plaza de San Martín y era habitual de la feria ARCO de Madrid. Cuando llegué, Ruth tenía un ayudante, Ezequiel Martínez, que me introdujo en el mundo de la bibliofilia. También le ayudaba su hija Orly y, de vez en cuando, organizaba cenas y encuentros. Recuerdo en su casa un cuadro de Alfredo Prior. También cuando llevó a Joseph Kosuth a su galería. De sus artistas traté mucho a Alejandro Kuropatwa, que era un gran fotógrafo, pero que además estaba en todas partes, lleno de energía e invitando a todo el que se dejara. Al año de estar allí, abrió Klemm una galería justo al lado de Benzacar, y la zona, si cabe, cobró mayor fuerza.
La primera exposición en 1991 fue la de Pombo y Harte. Le propuse a Juan Forn que escribiera algo para el póster-catálogo que hacíamos
En materia de gustos, Buccellato se alineaba con Benzacar y, como suele suceder en el mundo del arte, abominaba de todo lo demás. Sus referentes eran el grupo de Clorindo que apadrinaba Jorge Glusberg desde el CAYC, el escultor Heredia y Pablo Suárez, que vivía al lado y dejó una vaquita en mi despacho durante todo un año. Las exposiciones singulares las hicimos con Marta Minujin y con Víctor Grippo. Con Marta me era difícil hablar, aunque me gustara su trabajo. Con Grippo lo pasé en grande, almorzamos juntos tres o cuatro veces, para irme contando cómo evolucionaba su proyecto en torno a la comida. Conocí también a Adriana Rosenberg, entonces galerista, que había organizado una muestra de Juan José Cambre, y al fotógrafo Oscar Bony. El ídolo local era Kuitka, que había conseguido acceder al mercado global. La Fundación Antorchas le financiaba un taller, donde cobijaba a un grupo de artistas jóvenes entre los que recuerdo a Marcia Schwarz. Me sentía bien en aquel mundo.
La primera exposición en 1991 fue la de Pombo y Harte. Le propuse a Juan Forn que escribiera algo para el póster-catálogo que hacíamos. Rodrigo Fresán ya había escrito algo en una exposición anterior y a mí me gustaba cruzar sectores y ligar a Forn al Centro. Visitamos a los artistas en sus estudios y Forn se deprimió. Le impresionó la fragilidad de Pombo y los pocos medios con los que trabajaba. Para cuando Forn dijo no, apenas quedaba tiempo y tuve que escribir yo aquellas líneas. Un atrevimiento forzado por las circunstancias. Salí indemne.
De entre los pintores jóvenes, era habitual del Centro Pablo Siquier, un geométrico maravilloso que con el tiempo ha llegado a exponer en el Palacio de Velázquez del Retiro y que hoy es un artista reconocido internacionalmente. También hice migas con un par de artistas mendocinos, que expusieron juntos: Hoffmann y Mortarotti. Hoffmann trabajaba sobre madera y su obra tenía mucha fuerza material. Durante años le estuvo trayendo a ARCO la galería Der Brücke, pero luego no he tenido más noticias. Mortarotti construía personajes de hojalata e hicimos bastante amistad. Cuando fuimos a Mendoza, con motivo de una muestra de vídeo, nos hizo de anfitrión y nos enseñó el mundo de las bodegas.
Quino era muy pro español y muy cariñoso. Compartíamos el gusto por el vino tinto, que a ambos nos soltaba la lengua
Dentro de este campo de la plástica hay que hablar de Quino. Solía venir a las inauguraciones y le recuerdo especialmente en la conferencia de Quico Rivas sobre Maruja Mallo. Quino era muy pro español y muy cariñoso. Compartíamos el gusto por el vino tinto, que a ambos nos soltaba la lengua. En nuestra despedida nos dedicó un dibujo de Susanita llorando por nuestra marcha, que luego incluyó en Todo Mafalda. Cerca de Quino solía estar Divinsky, su editor, que frecuentaba mucho el ICI. Por entonces REP, Miguel Repiso, ya era el sucesor de una manera de entender el humor gráfico. El dibujo del ICI que publicó en Página 12 me hizo feliz.
Desde la AECI-Madrid, Martín Bartolomé nos enviaba actividades. Al poco de llegar, tuvimos a Juan Luis Moraza durante un mes, impregnándose del mundo artístico porteño. Un poco después, apareció Felipe Hernández Cava con una exposición de cómics. Agustín Ibarrola presentó una exposición con sus traviesas de ferrocarril, que allí llaman durmientes, en el Museo de la Avenida San Juan. Sin pedir permiso, se puso a pintar sobre los árboles de un parque cercano para explicar cómo había intervenido el bosque de Oma. Ni que decir tiene que apareció la policía. El último año tuvimos a Mariano Dis Berlín produciendo una exposición. Lo encerramos durante un mes en un taller y pintó un cuadro infinito. Trabajábamos como locos y a veces bordeábamos el riesgo, pero al final las cosas salían bien.
La visita de Quico Rivas, que estaba cerrando la exposición del IVAM sobre Alberto Greco, fue muy importante. Encontré en Quico una aproximación al arte de la que me sentía muy cerca. Aunque no podía seguirle en su intensa vida, nocturna y diurna, me encantó su personalidad y su manera de entender el arte a través de la amistad con los artistas. Su conferencia sobre Maruja Mallo, que organizamos para poder pagarle unos dólares, fue una de las actividades de las que me siento más orgulloso. Se limitó a encender y apagar una grabadora, para que escucháramos a la propia Maruja explicarse. Quino y Víctor Grippo, que estaban entre la audiencia, terminaron emocionados. La visita de Ángel González y María Vela fue también memorable. Ángel dio una conferencia sobre Picabia y paseamos por Buenos Aires durante varios días. Tengo grabado que les llevé al hipódromo de Palermo un día primaveral, para acercarles a lo que yo pensaba que quedaba de Gardel y al fenómeno mismo de los “burros”, que tanto me gusta.
También merece comentario la visita de Francesc Torres. Llevábamos un tiempo en la ciudad y teníamos bastante control. Cuando llegó, le pregunté qué le apetecía hacer en Buenos Aires. Venía de Nueva York, acompañado por un curador de vídeo del Whitney, de quien no recuerdo el nombre. Me comentó su pasión por los coches y que le gustaría conocer a Fangio. Pedí a mi secretaria que se pusiera a la tarea y, a los cinco minutos, diciendo que le llamaban de la Embajada de España, le conté al mismísimo Fangio que tenía conmigo a un importante artista español deseoso de conocerle. No había pasado hora y media y estábamos en el despacho de Fangio, en la concesionaria de Mercedes sobre Libertador, haciéndonos fotos.
En cine no hacíamos mucho. Dábamos apoyo a las actividades del Ministerio de Cultura, que llevaba semanas de cine español. En verano programábamos cine raro
El mundo del teatro tenía su sitio a la escala del lugar. El Centro era muy pequeño y hacíamos cosas en formato de bolsillo, como una forma de apoyar a algún grupo que luego, en escenarios más profesionales, podía rentabilizar lo que en nuestra sala experimentaba con una pequeña ayuda de producción. La primera actriz que conocí fue a Ana María Bovo, porque estaba casada con Samoilovich. Fui a verla al sótano de la librería Gandhi y me encandiló con sus cuentos. Nunca había visto nada igual en Madrid. Luego en el Centro vinieron un día Vivi Tellas, Manuel, de la Organización Negra, y Fernando Fagnani. Vivi me encantó desde el principio, pero no recuerdo qué fue lo que montó. La Negra triunfó con un espectáculo que luego representó a lo largo de todo el año en diversos escenarios y que era una burla amable de la televisión, realizada por un conjunto de atletas en pelotas que entraban y salían del escenario con la caja tonta en procesión y una manera de marchar entre deportiva y simiesca. En el Centro quedará el vídeo, porque lo grabábamos todo. También hicimos algo de teatro para homenajear a Gabriel Celaya cuando falleció, y, con motivo de no recuerdo qué, tuvimos una mesa redonda con Alejandro Urdapilleta, Hernán Gené y Batato Barea, que se levantó la camisa para enseñarnos los pechos que se acababa de arreglar.
En el campo de la música, nos dedicábamos a la electroacústica, porque no necesitaba el silencio que no hubiéramos podido conseguir. Nuestro músico de confianza era Ricardo dal Farra, que conectaba con Adolfo Núñez y la gente del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea del Reina Sofía. El segundo año llevamos a García del Busto y a Tomás Marco para que conocieran a Kropfl, que tenía su laboratorio en el Centro Recoleta.
Los cantantes famosos que pasaban por Buenos Aires generaban actividad. Los Mecano hicieron su rueda de prensa en el Centro. También presentamos un vídeo promocional de Fito Páez y, para que no se lo comieran los fans, tuvo que tomar cartas en el asunto Alejandro Kuropatwa,. Fue uno de los días que más gente hubo en el sótano de Florida. Hasta Charly García se dejó caer. Al Colón vino a tocar Rosa Torres Pardo, patrocinada por Telefónica. Uno de los pocos movimientos que puso nervioso al embajador Pastor.
Y en cuanto a la música local, lo más irrepetible que pude vivir fueron las intervenciones, de apenas quince minutos, del polaco Goyeneche en el café Homero. Estrella de Diego estuvo en una de ellas y no daba crédito. Era único por su fraseo, por el aspecto de estar recién salido de un tango de los años veinte y porque, cuando no estaba cantando, parecía que se estaba muriendo. Cada uno de sus arranques tenía aires de resurrección.
En cine tampoco hacíamos mucho. Dábamos apoyo a las actividades del Ministerio de Cultura, que llevaba semanas de cine español. En verano programábamos cine raro, que seleccionaba Diego Curubeto, un cinéfilo muy peculiar, y estábamos especializados en videoarte, que era lo natural en una sala como la nuestra y con un público joven al que le interesaba la experimentación audiovisual. Teníamos un pequeño festival de vídeo argentino y tratábamos de que los videastas españoles pasaran por allá. En el Centro había un experto, Carlos Trilnick, alrededor del cual pivotaban estas actividades.
Con los centros culturales de la ciudad teníamos mucha relación, pues había actividades españolas que no cabían en Florida o que nos era más rentable ponerle centros locales de prestigio. Recoleta lo llevaba Miguel Briante y luego pasó a dirigirlo Diana Saiegh. Con los dos me llevaba bien, pero Briante era especial, porque parecía sacado de una película policiaca. En el Museo de Bellas Artes, que tenía cambios constantes de dirección, se hizo una exposición importante de fondos españoles, comisariada por Marcelo Pacheco.
Entre las cosas únicas de la ciudad, estaba Nicolás Helft y su colección privada en San Telmo. Era amigo de Laura e íbamos de vez en cuando a verle y a disfrutar de su casa museo. Su mujer era encantadora y, en medio de un barrio que se caía a pedazos, se entraba en un oasis de arte contemporáneo y de historias, de Xul Solar y las vanguardias de los años veinte, que parecían sacadas de un cuento de Borges.
Recuerdo un almuerzo en La Biela con el director y el colorado Kirschbaum, dándomelas de enterado y diciéndoles que acabarían teniendo que crear una sección de cultura
Con la prensa, el trato era delicado pero intensivo. Teníamos claro que un centro cultural es un emisor de mensajes y que, si nadie los repite, el trabajo se arruina. Teníamos de asesor a Juan Pablo Correa y trabajábamos cada actividad en detalle. Las exposiciones las movía sobre todo Laura. En Página 12 nos ayudaba Briante, en La Nación López Anaya, que escuchaba a Laura, y en Clarín un frívolo al que yo tenía que invitar a almorzar en el Claridge y darle conversación para que nos hiciera caso. Para los asuntos generales de La Nación había que hablar con Jorge Cruz, y para entrevistas con las celebridades españolas que traíamos, con María Esther Vázquez. En algunos casos había que ir a su casa a hacer las notas y así conocí a su marido, Horacio Armani, un hombre grande y callado que tradujo a Montale.
En Clarín traté con todos los niveles. Recuerdo un almuerzo en La Biela con el director y el colorado Kirschbaum, dándomelas de enterado y diciéndoles que acabarían teniendo que crear una sección de cultura. Entonces no la tenían y nuestras cosas salían en los suplementos. Tuve mucho trato con el Sí, suplemento joven, y con el de libros que dirigía Marcelo Pichón Riviere, hijo del famoso psicoanalista y persona de confianza de Adolfo Bioy. También me entrevistó un par de veces Jorge Halperín, en las páginas de Opinión. Luis Jessen me escribió un tarjetón de tinta verde felicitándome. En Página 12 teníamos todo tipo de contactos, porque era el periodismo joven que hacía juego con nuestro tipo de actividad. Fresán trabajaba allí y, con el padrinazgo de Tomás Eloy Martínez, pasó a dirigir el suplemento cultural. Un redactor, de nombre Claudio Zeiger e inverosímil delgadez, venía a menudo a vernos y preguntarnos. Caparrós me llevaba a comer con Lanata a restaurantes interesantes. Sokolovich nos pidió que organizáramos una lectura de Gelman en el Centro, cuando se presentó de improviso en la ciudad. Era una relación fluida y amistosa a la que Horacio Verbitsky puso algún pero en su columna, dejando caer la sospecha de que la simpatía del Centro cultural español era la cara amable de una Embajada de España y unas empresas españolas que no lo eran tanto.
A través de Juan Pablo Correa hice mucha amistad con Laura Hopenhayn, que estaba entonces en El Cronista Comercial con Orlando Barone. Ya apuntaba maneras y tenía unas amigas, Laura Muchnick y Mariela Ivanier, con las que pasamos muy buenos ratos. Laura Muchnick salió un tiempo con el corresponsal de la Folha de Sao Paulo, Marco Chiaretti, un brasileño que se hizo adicto al Centro y que tenía una visión muy interesante del mundo porteño. Admiraba lo bien que se vendían los bonaerenses y protestaba de que apenas eran nada, en términos económicos, frente a la fortaleza de São Paulo. En aquella época me di cuenta de que Buenos Aires y Sao Paulo comparten cuenca hidrográfica como Madrid y Lisboa. Paralelismos y coincidencias.
De las periodistas traté mucho a Norma Morandini, que había trabajado en Diario 16 y estaba muy unida al grupo de corresponsales españoles. Escribió un libro de éxito sobre Catamarca, a raíz de la muerte de una joven en circunstancias oscuras, que alcanzaban al ámbito familiar del gobernador de la provincia. Hubo un acto de presentación en el Centro y vino Mariano Grondona, que en aquel momento era el comentarista político más popular de la televisión. Traté mucho a Laura Ramos, que escribió Buenos Aires me mata y nos sacaba en su columna de Clarín, que era la crónica del mundo joven y nocturno. También a Silvina Walger, la Maruja Torres argentina, que lo sabía todo de todo el mundo y se burló de Menem en Pizza con champán. Un día organizamos, con ella y Pepe Comas, una mesa redonda sobre las telenovelas y su importancia en la cultura latinoamericana. En las fiestas y en los cocktails tenía siempre las mejores anécdotas.
El Centro también hacía algo en lo que era único. Promovíamos el mundo iberoamericano. Un mes al año lo dedicábamos a un país. Recuerdo que nos salió especialmente bien el mes chileno. Tuvimos como invitados a Eugenio Dittborn, con su arte postal, y al poeta chileno Maquieira. En el mes de Uruguay estrechamos lazos con Danubio Torres Fierro, que era el agregado cultural de la Embajada uruguaya y con el que también compartimos la visita de nuestros comunes amigos, el mexicano Manuel Ulacia y el brasileño Horacio Costa. Invitamos a Ida Vitale y a un montón de videoartistas que nos recomendó el Centro Cultural de Montevideo.
A mis treinta y pocos años me hicieron entrevistas en casi todos los periódicos, y apuré mis quince minutos de fama en un clima de optimismo, levemente empañado por alguna protesta laboral de los empleados del Centro, perjudicados por el tipo de cambio y recelosos de la diferencias de sueldo con el resto de oficinas de la Embajada. Eso sí, apenas viajé por el resto de Argentina. La vida de un Centro Cultural tiene mucho que ver con la del tendero que levanta la persiana de su comercio y tiene que ingeniárselas cada día para que el público acuda a consumir sus productos.
El Centro también hacía algo en lo que era único. Un mes al año lo dedicábamos a un país iberoamericano. Recuerdo que nos salió especialmente bien el mes chileno
A mediados de mi segundo año, se produjo el relevo en la Consejería Cultural de la Embajada. El cuerpo diplomático decidió saltarse el escalafón y enviar a un joven capaz de entender lo que estaba pasando y colocarse a la cabeza de la manifestación. Fernando Villalonga había estado destinado en Yakarta y en Bagdad y había conocido los entresijos de la cooperación española. Desde que llegó se hizo adicto al Centro y yo le fui presentando a todo el mundillo. Tenía buena conversación, ganas de disfrutar de la vida, entendía la cultura argentina y compartía conmigo que a España le interesaba conectarse de la manera que lo hacía el Centro y no a la vieja usanza de la Embajada.
No fueron ni dos años. Llegamos a mediados de enero del 91 y nos fuimos a principios de diciembre del 92. Fue intenso y enriquecedor. La confluencia cultural entre España y Argentina pasaba en aquellos años por un momento dulce. Al tiempo, la intensidad de la experiencia aconsejaba la brevedad. La fragilidad institucional de AECI también contaba. Mis contratos eran de seis meses renovables. No tuve tiempo de preparar el regreso. La AECI no me ofreció nada en Madrid y, a la vuelta de las Navidades, me incorporé a mi plaza de profesor en Illescas.
El mundo literario del Buenos Aires de aquella época era más grande que cuanto soy capaz de transmitir con este testimonio personal y sumarísimo. Siento no explayarme más sobre David Viñas, sobre Andrés Rivera, el autor de El amigo de Baudelaire, o sobre César Aira, de quien siempre me decía Mercedes...
Autor >
Carlos Alberdi
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí