MEMORIAS DE UN GESTOR CULTURAL, 1987-2004 (II)
La Residencia se pone de moda
Que alguien se pudiera enfadar por no estar invitado a la Residencia era una señal clara del nuevo estatus que estábamos adquiriendo
Carlos Alberdi 13/02/2022
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En aquella oficina se trataban también asuntos de popularización de la ciencia. Era entonces presidente del CSIC Enric Trillas y nos utilizaba para apoyar algunas actividades. Hubo dos que me abrieron los ojos. La primera la protagonizaba el entonces prometedor investigador López de Mántaras. Se trataba de contar lo que era la lógica borrosa y sus aplicaciones. Me tocó redactar la nota de prensa. Lo que sucedió a continuación me impactó. Trozos enteros de lo que había escrito se reproducían en los periódicos de los días siguientes. De aquella misma época, fue la conferencia de Stephen Hawking. La conferencia tuvo lugar en el salón imperial del edificio más franquista del complejo. Gris y con vocación monumental, conocido como el Central, lo diseñaron en 1942 Fernández Vallespín y Fisac para imponerse sobre los discretos pabellones de la Residencia y la elegante fachada del Rockefeller que imita a las universidades americanas. Hawking no había venido antes a España y en el CSIC tenían la experiencia de que la ciencia no era popular. Incluso con premios Nobel, no había acudido gente a determinados actos ni se había producido impacto mediático. Lo traía un astrofísico muy simpático llamado Quintana y, a pesar de los titubeos, fue un éxito rotundo. Nos sirvió para entender que existía una demanda de cultura científica, si se planteaba con un poco de adaptación al público y a los medios de comunicación de la nueva sociedad española.
No todo eran éxitos. También teníamos nuestras tensiones en la oficina, pero mi integración en el grupo era clara y Pepe se puso a trabajar para mejorarme el contrato y convertirlo en una comisión de servicio como funcionario de Educación, condición que había abandonado cuando pedí la excedencia para marchar a Nueva York. A principios de 1988 falleció el director de la Residencia, un catedrático de Derecho Romano que mantenía la dirección, aunque desde el Programa de Extensión Científica se diseñaba la recuperación de la institución. Nombraron a Pepe y pasamos a hacernos cargo de la Residencia en su totalidad. Eso significaba continuar con las actividades, pero también pensar en el comedor y en la actividad hotelera de la casa. Se incorporó al equipo un director de Paradores y entre nuestras tareas se incluyó el análisis de la comida o el servicio de habitaciones. Un proyecto en plena expansión. La prioridad pasó a ser la institucionalidad del proyecto. Pepe tenía redactado un borrador de estatutos de lo que sería la Fundación Residencia de Estudiantes. Una fórmula adecuada para que la Residencia cobrara cierto nivel de autonomía respecto al CSIC y pudiera desarrollar una política institucional propia. En paralelo había un proceso de reactivación de la Asociación de Amigos de la Residencia, en el que se encuadraban un grupo de antiguos residentes que daban credibilidad y prestigio al proyecto.
Había mucha calidad arquitectónica, pero también muchos edificios complementarios con un planteamiento de colmatación del espacio propio de las instituciones
Uno de los temas en que me tuve que sumergir fue el Archivo de la Junta de Ampliación de Estudios. Había un conjunto de cajas, con documentación de los becarios de la Junta, en el Archivo Central del Consejo, y, según lo consultábamos, encontrábamos confirmaciones y noticias de enorme interés. Ese Archivo de la Junta, restos inconexos pero valiosos, fue uno de los bienes que el Consejo adscribió a la Residencia a la hora de fundar. Para entonces Enric Trillas había sido sustituido por Emilio Muñoz. Con ayuda de un grupo de contratados del INEM, y refugiados en un par de habitaciones de la Residencia, repasamos y catalogamos todo el archivo. En el proceso encontramos nuevas cajas y no había día en que no tuviéramos alguna novedad. También me empapé de la arquitectura de la Colina de los Chopos. El estudio de Tanis Pérez-Pita había recibido el encargo de estudiar el complejo y de hacer una propuesta de racionalización. Coincidían en la zona una macroinstitución como el Consejo –con diversos edificios incluido el Museo de Ciencias Naturales–, la Escuela de Ingenieros Industriales, el Archivo Histórico Nacional y el Instituto Ramiro de Maeztu. Había mucha calidad arquitectónica, pero también muchos edificios complementarios, sin calidad alguna, con un planteamiento de colmatación del espacio propio de las instituciones que crecen y acaban colonizando su perímetro. De la época histórica se habían perdido la mayoría de los planos. Aun así, removimos el Archivo General de la Administración y fichamos todos los edificios del recinto. Me resultaba interesante trabajar con arquitectos. Aportaban una visión de conjunto de los espacios con la que no estaba familiarizado. Recuerdo un paseo con Patricia Reznak para ponerla al día de la parte histórica de los edificios, y algunos dibujos de Tanis, que todavía nadie se ha atrevido a llevar a la práctica, que abrían un paseo público desde Serrano a la Castellana.
Como nos teníamos que ocupar de todo, también lo hacíamos del diseño de las invitaciones y pasábamos horas discutiendo. Trillas había encargado una nueva imagen para el CSIC al diseñador argentino Carlos Rolando. Usaba un azul oscuro y un gris claro para dar un cambio radical respecto a la imagen histórica. El equipo de Emilio Muñoz no lo asumió como propio. Nuestras invitaciones eran muy simples y a veces las hacíamos en la propia imprenta del Consejo. No acabábamos de estar satisfechos y todo cambió cuando Pepe y Alicia negociaron con Roberto Turégano y pasamos a tener un diseñador profesional en el equipo. Todavía sin Turégano, sacamos los discos del Archivo de la Palabra. Tres vinilos en una caja preciosa mitad blanca mitad negra. Fue justo antes de que se impusieran los cedés y la edición quedó obsoleta al poco de producirse. Además, ni los diseñadores ni nosotros conocíamos el proceso de producción de los vinilos y los colores de los centros de los discos se reprodujeron mal, por culpa del calor del sistema de prensado. Éramos algo “aficionados”, y aunque lo suplíamos con entusiasmo algunos acabados no eran del todo satisfactorios.
Escuchar a Pío Baroja decir el elogio sentimental del acordeón o a Valle interpretando la llegada de Bradomín al Pazo de Brandeso no es cualquier cosa
El proyecto del Archivo de la Palabra fue apasionante en todas sus facetas. Escuchar a Pío Baroja decir el elogio sentimental del acordeón o a Valle interpretando la llegada de Bradomín al Pazo de Brandeso no es cualquier cosa. Entonces me veía a menudo con Lorenzo Martín del Burgo, al que le interesaba la lectura en voz alta de poesía. Aquello alimentó dos derivadas. Me convertí en defensor, dentro del equipo de la Residencia, de tener una línea de lecturas poéticas. Alberti tendría que leer algún día, pero tenía sentido pensar que no fuera sólo él y que no fueran sólo españoles los que lo hicieran. Octavio Paz brillaba con luz propia y venía a Madrid todos los años, para el Jurado del Premio Loewe. Por otra parte, tenía una amiga en la sección de programas culturales de Televisión Española y nos ayudó a presentar, como idea, un archivo de la palabra con los mejores poetas españoles del momento, que acabó denominándose El poeta en su voz.
Un proyecto ayudó al otro. Conocí a Jaime Gil de Biedma por el programa de televisión y descubrí que tenía una conexión emocional potentísima con la Residencia. Había conocido a su director, Jiménez Fraud, en un viaje de juventud a Oxford, y había sido amigo de su hijo, Manolo Jiménez. Cuando me atreví a llamar por teléfono a Octavio Paz no sólo se puso personalmente al aparato, sino que me agradeció que la Residencia contase con él y sugirió hacer la lectura coincidiendo con su visita a Madrid de todos los años. La Residencia era un abracadabra que podía con las puertas más difíciles. Las lecturas del curso 88-89 fueron hitos claves para la expansión del proyecto. Toda la prensa consideró noticia la lectura de Alberti en octubre del 88, a la que colaboró la Fundación Federico García Lorca con un inédito. La de Gil de Biedma, a principios de diciembre, fue menos ruidosa, pero igual de importante, porque hacía tiempo que Jaime no tenía una actividad pública en Madrid a la altura de su talento. En primavera leyó Valente, que también había tenido trato con Jiménez Fraud y que, a su manera, rivalizaba con Gil de Biedma. En mayo leyó Ángel González, y en junio, Octavio. Me tocó ir a buscarle al Palace y llevar en un taxi a él y a su mujer. Cuando llegamos a la Residencia todo estaba lleno, como no lo había visto nunca antes. Recuerdo estar durante el recital vigilando que no se produjeran ruidos, para que los que estaban siguiendo la lectura desde el vestíbulo pudieran hacerlo. Al terminar Paz estaba encantado y supimos que aquello no había quien lo parara. Octavio era en aquel momento el gran intelectual en lengua española y contar con su apoyo era tener el mejor embajador posible.
La Residencia era un abracadabra que podía con las puertas más difíciles
Otro momento importante fue la negociación de las becas del Ayuntamiento. La persona clave era la concejal Limón, que pertenecía al grupo de Agustín Rodríguez Sahagún. Lo más divertido era que Pepe le hacía la pelota de todas las maneras posibles, elogiándola en cualquier idioma. A Limón le acompañaba un señor muy serio que, cada vez que Pepe soltaba un elogio, le recordaba a Limón que era puro interés sin un gramo de sinceridad. Éramos varios en la reunión y en las idas y venidas. Nunca había visto nada igual. Limón callaba, Pepe elogiaba y el acompañante desmentía. Finalmente se convocaron las becas y montamos los comités de selección. Fue admirable la habilidad de Guelbenzu apoyando a Félix Romeo. También entraron en la primera promoción el pintor Pedro Morales y el filólogo Jorge Bergua, al que apoyaba José Luis Borau. Para el proyecto era muy importante que hubiera gente de modo permanente en la casa y que no la ocuparan en exclusiva científicos de paso. En eso nos ayudaba un antiguo residente, Arturo Sáenz de la Calzada, que a sus más de setenta años decidió pasar en la Residencia seis meses al año, aunque su familia vivía en México. Arturo había sido un residente distinguido, un “espíritu” de la Residencia por utilizar el lenguaje de la casa. Estudió arquitectura y tuvo un puesto directivo en el sindicato de estudiantes, al final de la dictadura de Primo. La guerra lo partió por la mitad y en su exilio mexicano destacó por haberle hecho la casa a Buñuel y por haberle ayudado con la columna de San Simeón el estilita. Arturo era pura generación del veintisiete. Hablaba con gran precisión y nos contaba cosas de la Residencia histórica. Era capaz de dar discursos enteros de memoria sin perder ni una coma. Su hermano Luis había escrito el libro canónico sobre La Barraca y su sobrina Margarita el primer libro monográfico sobre la Residencia. La ayuda de Arturo fue extraordinaria para la estrategia general, para la historia de la casa y para la Asociación de Amigos. El grupo de becarios lo adoptó como uno más y disfrutó de su generosidad.
Alicia Gómez-Navarro era la adjunta al director. Una sociedad, que el tiempo ha demostrado indestructible, entre dos personas bien distintas. Pepe con su visión a largo plazo y Alicia con su pragmatismo. Su marido, Gutiérrez Aragón, colaboraba mucho en cuestiones de fondo por su estupenda red de amigos. En un momento dado armamos con él un ciclo de cine metiendo en el salón un proyector de treinta y cinco milímetros. Se llamó El director y su secuencia. Saura nos puso una intensísima de Elisa vida mía, pero la intervención estelar fue la de Víctor Erice, sobre Luces de la ciudad de Chaplin. El personaje de Erice nos cautivó a todos y especialmente a Ana Romero, que se incorporó al equipo en la primavera del 88. Todo el trato con él le correspondía a ella y, hasta el último minuto, no le confirmó que viniera. Con tantas vacilaciones llegamos a pensar que no lo tenía claro, de modo que cuando llegó y soltó su discurso, perfectamente pegado a las imágenes de Chaplin, nos quedamos sin habla. Trabajábamos todas las horas del día, pero nos lo pasábamos en grande.
Un día presentamos la novela de Rosa Chacel Ciencias naturales. Empezábamos a ser el sitio de moda para las presentaciones y, en este caso, cuadrábamos por la autora y porque parte de la novela transcurría en el Museo de Ciencias Naturales y los alrededores de la Residencia. Lo que recuerdo, de aquella presentación, es la energía desmedida que desplegaba la responsable por parte de Seix Barral, Mónica Faimberg. Una chica argentina con una fuerza que le hacía estar en todas partes y resolver todos los detalles. Un tiempo después se quebró, era imposible mantener aquella intensidad, y Muñoz Molina le dedicó un relato. Me la encontré de nuevo en Buenos Aires, donde la ayudé en los trámites con el Consulado de España para arreglar sus papeles.
La ayuda de Arturo Sáenz de la Calzada fue extraordinaria para la estrategia general, para la historia de la casa y para la Asociación de Amigos
Teníamos mucho contacto con el Servicio de Publicaciones del CSIC. Al fin y al cabo, el libro de Margarita Sáenz de la Calzada sobre la Residencia, el facsímil de la revista o El Archivo de la Palabra se hacían con su sello. Lo dirigía un catalán simpatiquísimo, con experiencia en revistas científicas de divulgación, Jaume Josa. Su segundo era Teodoro Sacristán, que con el tiempo acabó siendo una persona célebre en el mundo del libro. Pepe peleaba con todos en su papel expansivo y visionario, pero a mí me tocaba llevarme bien. Entre las publicaciones de aquella época, guardo un especial recuerdo para El maestro y yo, un desahogo del discípulo más “especial” de Cajal, Pío del Río Hortega. Siendo uno de los más brillantes del grupo, tuvo que ser recogido en la Residencia, que le montó un laboratorio de histología en la planta baja del Transatlántico. La guerra le llevó a Argentina donde mantuvo su alto nivel científico. El libro, estupendamente escrito, reivindica su devoción por Cajal y explica que lo que le expulsó del grupo fue su relación con el entorno. En su alegato, Del Río Hortega se dibuja a sí mismo como una persona exigente, difícil y con un afeminamiento que, en el grupo de Cajal donde todos eran machotes, debía chirriar. Años después traté de convencer a la nieta, Mari Ángeles Cajal, de las excelencias de don Pío, pero ella, con su carácter, seguía en la versión ortodoxa de la traición. El promotor de la publicación de este libro fue Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, que andaba siempre por allí y tenía con Pepe unas intrigas, a la vez difíciles y ridículas, a costa de una red de centros de estudios locales denominada CECEL.
Era mi primer trabajo de oficina. Me gustaba pensar que, a diferencia del trabajo de profesor de instituto, en el que la tensión con el alumnado está presente desde el inicio y en el que tener mesa y silla propia es impensable, todo eran comodidades. Tenía hasta un teléfono con el que podía hablar a cualquier hora. Además, la gente era amable por principio. El reloj, que en las aulas parece que no anda y alarga las horas, corría tranquilamente en aquel sotanillo de la Extensión Científica. Rápidamente me hice usuario privilegiado de la biblioteca, con acceso libre al depósito. Era un regalo trabajar allí. Aprendí también a subir a la planta noble, donde se ponían los faxes, y a ir conociendo la vida de los diferentes despachos. Un mundo en el que te recibían con una sonrisa si pasabas a saludar y te informaban de cosas diversas. Desde disputas jurídicas, a costa del legado Cajal o de la herencia de las misioneras de Boston que fundaron el Instituto Internacional, a las posibilidades económicas de disponer de pequeños fondos sobrantes, que para el proyecto Residencia eran auténticos regalos. También había despachos suntuosos como el de la vicepresidencia de Relaciones Internacionales, que entonces ocupaba Javier Facal y que, al ser parte del entorno de la biblioteca, estaba forrado de libros antiguos. Todo un complejo en el que no faltaba un cuarto de conductores, ese lugar que tenían antes todos los ministerios para que los chóferes del parque móvil descansaran entre servicios, con televisión para ver el Tour las tardes de verano.
Estábamos a la que saltaba para dar cuerpo de Centro Cultural a la Residencia. A través de un diplomático hijo de antiguo residente, Alonso Burón, entramos en contacto con el gabinete del secretario de Estado para Iberoamérica, Luis Yañez. Lo dirigía un diplomático joven, Ion de la Riva, que fue todo facilidades para organizar reuniones con gente de América. En 1989 hicimos una, sobre videoarte y música contemporánea, y en 1990 otra, de revistas culturales iberoamericanas. De la primera reunión recuerdo los líos y las dificultades logísticas. Estuvieron Horacio Vaggione, Gabriel Brncic y Adolfo Núñez. De los videoartistas, no puedo olvidar que el chileno Juan Downey no salió de su habitación, por encontrarse enfermo. De la reunión de revistas, el anecdotario es más amplio. En aquel otoño del 90 había acordado mi marcha a Buenos Aires. En la visita de prospección, que hice en noviembre, aproveché para cerrar la invitación a Caparrós, de Babel, y a Samoilovich, de Diario de Poesía. De Vuelta vinieron Aurelio Aisiaín y la gerente. De Cuba trajimos al responsable de El Caimán Barbudo, un tal Vladimir Zamora que era de un oficialismo total. Entonces era difícil hablar por teléfono con Cuba y las conferencias con Fidel Sendagorta, que era nuestro contacto en la embajada, se interrumpían constantemente. De España invitamos a los suplementos literarios de El País y el ABC, lo que me costó una llamada iracunda de César Antonio Molina reclamando que Diario 16 tuviera su sitio. Ni que decir tiene que le abrimos la puerta encantados. Que alguien se pudiera enfadar por no estar invitado a la Residencia era una señal clara del nuevo estatus que estábamos adquiriendo. Aquellas reuniones nos sirvieron para poner a prueba nuestra capacidad de organización y nos abrieron a nuevos espacios de relación. El proyecto crecía, pero mi impaciencia también, y tenía ganas de conocer nuevos mundos. Visto retrospectivamente, es difícil de entender por qué siempre me estaba queriendo ir. A finales del 89 hice mi primera salida. Me nombraron alto cargo en la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid y fracasé estrepitosamente. Me lo estaba pasando fenomenal en la Residencia. Había tenido un viaje interesantísimo a Estados Unidos en el que se habían mezclado aspectos de investigación, acerca de archivos sonoros y de la figura de Schindler, el de los discos de aluminio, que según todos los indicios había dejado su colección de fotos a la Hispanic Society, con aspectos más institucionales como una entrevista con el rector de NYU, John Brademas, al que habíamos contactado para nombrarle patrono de la nueva Fundación Residencia de Estudiantes. Ese viaje y el encuentro de vídeo y música contemporánea eran sólo una parte del otoño del 89. Sin embargo acepté la oferta del consejero de Cultura Ramón Espinar. Fueron dos meses y pico, dimití antes de cumplir los tres. Ocupábamos un edificio difícil en Plaza de España y todavía se veían los ribetes de la Diputación saliendo por los bordes de la nueva institución. Para colmo me encariñé con un proyecto fantástico, que me trajo Gastón, el dueño del Sol, la sala de la calle Jardines, para vestir a la Cibeles de Carnaval. Pensé que podía y no medí que el dueño de Cibeles era el Ayuntamiento y no me dejaría. Me sentí fatal. Volví a la Residencia, pero a los seis meses ya estaba otra vez queriendo salir y la oferta de dirigir el Centro Cultural de España en Buenos Aires resultó irresistible.
En aquella oficina se trataban también asuntos de popularización de la ciencia. Era entonces presidente del CSIC Enric Trillas y nos utilizaba para apoyar algunas actividades. Hubo dos que me abrieron los ojos. La primera la protagonizaba el entonces prometedor investigador López de Mántaras. Se trataba...
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Carlos Alberdi
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