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La música clásica en general, y la clásica contemporánea en particular, es muchas veces percibida (no sin que existan algunos motivos para ello) como una tradición impenetrable, inextricable, estanca. Y, sin embargo, hay múltiples ejemplos de diálogo de la clásica contemporánea con otras formas musicales quizá más cercanas a los gustos del público, y hay puertas de entrada que permiten que el camino hacia ella resulte más transitable. Este artículo, presentado en dos partes, y acompañado de dos listas de reproducción (y una tercera con unas cuantas pequeñas propinas), se propone presentar algunas que han servido a su autor, con la voluntad de que puedan servir también para otros.
La nueva música tiene una especie de problema de imagen, cuando menos. Por una razón u otra –ya sea por el radicalismo de los modernistas de posguerra o por el conservadurismo de sus homólogos más reaccionarios– se abrió una brecha entre los aficionados a la música artística occidental y sus manifestaciones contemporáneas.
Las anteriores son palabras de Tim Rutherford-Johnson en Music After the Fall. Modern Composition and Culture Since 1989, uno de los títulos que asumen la tarea que Alex Ross dejó admitidamente pendiente en su libro de referencia El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música: la de mapear el territorio de la música clásica contemporánea posterior al surgimiento de la generación minimalista, una de las últimas hornadas de compositores capaces de conectar con segmentos significativos del gusto, digamos, popular. Y es que en un siglo, el XX, en el que todas las disciplinas artísticas experimentaron ciclos aceleradísimos de transformaciones extraordinariamente determinantes, es posible que la música fuera una de las que vio modificado su paradigma de forma más radical: la irrupción, a mediados de siglo, primero del jazz y luego del rock y todos sus derivados no sólo cambió la forma de las piezas musicales, sino que redefinió todas nuestras ideas acerca de la noción de obra, compositor, intérprete (y las relaciones entre ambos), circulación y recepción, etc., desterrando el pasado de una forma desacostumbradamente tajante. Al mismo tiempo, e impulsado por ese “radicalismo de los modernistas de posguerra” (una generación de músicos-teóricos de indudable interés conceptual, aunque más centrados en desarrollar rígidos sistemas de reglas que en el resultado musical de las obras que de ellos se derivaban (1), en el campo de la música mal llamada “culta” emergió una vanguardia osada, retadora y estimulante, pero también de rostro en buena medida hosco, que acabó esclerotizada por la presión de sus constricciones autoimpuestas, y que, a pesar de plantar semillas que recogieron el jazz más arriesgado, la música electrónica o el rock alternativo, supuso un cierto punto de no retorno que impulsó a la música contemporánea a investigar nuevas formas de sencillez que fueran propositivas, y no reaccionarias. El minimalismo, con su apuesta por explotar al máximo un número de elementos muy limitado, o su subcorriente “sacra” (una reactualización del sonido litúrgico en los paisajes despojados del minimalismo, con una sentimentalidad más abierta, dotada de un potencial casi cinematográfico), lograron encontrar algunas vías capaces de hacer conectar con audiencias mayores un género que pugnaba con su sobrevenida condición residual. Pero también al otro lado, cronológicamente hablando, de esa brecha que Rutherford-Johnson abre en el medio siglo hay piezas que pueden servir como puertas de entrada a un patrimonio musical que en muchas ocasiones se percibe como intimidante y ajeno. Este artículo, que se presenta en dos partes, pretende mostrar algunas de las que le han sido útiles a quien firma, que no tiene pretensiones de especialista, no ha tratado de establecer un canon y no pretende esconder su subjetividad (abundan entre las obras seleccionadas los tiempos lentos y las formas repetitivas, y muchas veces se ha optado por las miniaturas para piano frente a la opulencia sinfónica), pero sí cree reconocer en ella algunas preferencias potencialmente compartibles por otros oyentes con curiosidad formados en tradiciones musicales no clásicas que tal vez, con suerte, contribuyan a hacerles más llano el camino. Camino, por cierto, que se ha dibujado aquí con contornos sinuosos, atento a un orden más conceptual que cronológico, y que pone mayor énfasis en la estética que en la historiografía; camino, decíamos, que ilustran las dos listas de reproducción (a la que se suma una tercera con ocho bises, ocho piezas irresistibles que se ofrecen como propina) que, lejos de acompañar el artículo, son, de hecho, su columna vertebral, el fin último de un texto que quiere servirles como prólogo explicativo (casi el prólogo a una antología hecha de piezas musicales), y que usa como principio de construcción las reflexiones sobre qué es lo que vuelve a la música fácil de escuchar de uno de los principales compositores del siglo XX.
1. La melodía clara
En su Cómo escuchar la música (1939; actualizado en 1957), el célebre músico estadounidense Aaron Copland afirma que “desde el tiempo de Debussy la forma ha tendido a una libertad cada vez mayor, hasta el punto de presentar ahora serios obstáculos para el auditor profano. Dos cosas hacen fácil de escuchar la música: la melodía clara y la abundancia de repeticiones. La música nueva contiene melodías más bien recónditas y evita las repeticiones”. En unas pocas líneas, Copland no solo logra describir el viejo paradigma de la estética musical y el que entonces le era contemporáneo: también anticipa una de las principales salidas que en el futuro ofrecerá la música clásica a la inquietud por encontrar nuevas formas de accesibilidad.
Copland anticipa una de las salidas que en el futuro ofrecerá la música clásica a la inquietud por encontrar nuevas formas de accesibilidad
Y es que, a pesar del diagnóstico de Copland sobre la complejidad cada vez mayor de la música culta a lo largo del siglo XX, en toda ella es dable seguir encontrando la presencia de esas “dos cosas” que la “hacen fácil de escuchar”, empezando por la melodía clara. Esta la hallamos, por ejemplo, en los abordajes de múltiples compositores a las músicas populares y de tradición oral, que florecieron en particular a lo largo de la primera mitad del siglo, impulsados por el programa de vanguardias cuyas diferentes relaciones con esas músicas tenían coloraciones muy variadas. El recorrido que proponemos empieza tomándose una licencia heredada de El ruido eterno, que se permite iniciar su recorrido por la música del siglo XX con dos figuras fronterizas: Richard Strauss y Gustav Mahler. De este último hemos seleccionado, pese a ser de 1889, el tercer movimiento de su Sinfonía n. 1, que el director de orquesta y compositor Leonard Bernstein considera, en su El maestro invita a un concierto, “quizá la obra más disparatada de música jamás escrita”: una pieza que, pasándola de modo mayor a modo menor, convierte “Frère Jacques”(2) en una marcha fúnebre; una melodía ominosa e insinuante que encuentra resonancias en otras piezas tan fascinadoras como “La isla de los muertos” de Sergéi Rachmaninoff, o las “Rondas primaverales” de La consagración de la primavera de Igor Stravinsky.
La operación de reelaborar y resignificar una canción popular en el marco de una pieza clásica, particularmente agradecida para el oyente desacostumbrado por ofrecerle una melodía reconocible y fácil de seguir, no era, desde luego, nueva a principios del siglo XX: como señala Maitane Beaumont en su libro Música. Cinco puntos para hacer explotar un corazón, ya la había acometido, sin ir más lejos, Mozart con sus “Doce variaciones en Sol sobre ‘Ah, vous dirai-je Maman’”. En los temas que hemos escogido se repite varias veces: en “Corpus Christi en Sevilla”, de la suite Iberia, Isaac Albéniz abre una pieza que recorrerá diversas formas de la tradición peninsular con una interpretación solemne y centelleante de “La Tarara”, que en el marco de la música popular española convirtió en un clásico Camarón de la Isla en su electrificado La leyenda del tiempo (1979); en “Jazz Suite No. 2: Vals II”, de Dmitri Shostakóvich (que en su banda sonora para el documental de apoyo al bando republicano Salute to Spain introducía “A las barricadas”, y en su Sinfonía n.º 14 musicaba dos poemas de Lorca que recientemente otro flamenco, en este caso el Niño de Elche, (3) retomaba para su obra enciclopédica Antología del cante flamenco heterodoxo), se han creído detectar ecos de una canción del repertorio de variedades español de los años treinta, que Shostakóvich pudo haber escuchado a un “niño de la guerra” en Rusia dos décadas más tarde; el combativo compositor norteamericano Frederic Rzewski, fallecido el pasado junio, prolonga el experimento mozartiano a lo largo de treinta y seis variaciones, cada vez más complejas e irreconocibles, del tema revolucionario chileno “El pueblo unido jamás será vencido”.
Al anteriormente citado Albéniz, como también a Manuel de Falla (del que, como licencia, hemos seleccionado una seductora reinterpretación de la “Danza del fuego fatuo” de El amor brujo a cargo de Miles Davis), se le puede enclavar en el impresionismo, uno de los principales movimientos musicales de la Francia de finales del S. XIX y principios del XX, encabezado por compositores como Claude Debussy o Maurice Ravel, y que en su momento venía a ofrecer una nueva vuelta de tuerca al uso de la tradición popular por parte de la música culta recurriendo al filtro de un exotismo fantasioso, imaginado, carente de pretensiones de objetividad. La visita que Debussy, a los veintisiete años, realizó a la Exposición Universal de París, y que le permitió escuchar músicas del sudeste asiático, avivó una imaginación compositiva que ya se iba orientando hacia la búsqueda de texturas inéditas, suspendidas y vaporosas, y que usaba el color de esas músicas de tradición no occidental (vistas a través de una lente empañada por el embrujo, que desdibujaba los verdaderos contornos del material en favor de una serie de “estampas nacionales” tan estereotipadas como, por aquel entonces, magnetizantes) para internarse en territorios aún sin cartografiar. Son particularmente irresistibles algunas piezas impresionistas donde se perciben menos los ecos folcloristas que ese particular trabajo con la forma que es tan característico del movimiento: “Nocturnos N.º 3: Sirenas”, de Debussy, es una obra espectral, con un tratamiento pionero de la voz –convertida en un ulular ondulante e inquieto que es el sostén básico de la pieza– que tiene continuadores como el Gustav Holst de Los planetas; “Gaspard de la Nuit: II. Le gibet”, por su parte, ejemplifica bien el despojamiento tan caro a los impresionistas.
Con su apuesta por los ambientes evocadores e incitantes, el impresionismo planteaba una superación de la “melodía clara”
Con su apuesta por los ambientes evocadores e incitantes, el impresionismo planteaba una superación de la “melodía clara” que no solo resulta aún atractiva y asequible, sino que en su momento inauguró una línea estética que encontraría su culminación posterior en la música ambient, subgénero de la electrónica caracterizado por la preponderancia de la atmósfera frente a la melodía, los tiempos suspendidos y la práctica ausencia de ritmo. El ambient lo prefiguran las palabras de Debussy al declarar que le gustaría “ver (…) una música que se encuentre completamente libre de motivos, o, mejor dicho, que consista en un único motivo continuo que no sea interrumpido por nada y no vuelva nunca sobre sí mismo”; pero también su singularísimo contemporáneo Erik Satie (autor francés de piezas de gran popularidad y enorme influencia), al concebir, “después de que sus amigos y él se fueran de un restaurante ahuyentados por el volumen de la música”, su musique d’ameublement como “un fondo neutro y utilitario para distintos espacios y actividades”: “Me la imagino como algo melodioso”, dejó escrito Satie, “amortiguando el ruido de cuchillos y tenedores pero sin dominarlo, sin imponerse ella misma. Llenaría ese silencio incómodo que a menudo se posa sobre los comensales. Les ahorraría los lugares comunes habituales. Y al mismo tiempo neutralizaría esos ruidos de la calle que con tanta falta de tacto se cuelan en la escena”: (4) sus ideas anticiparon la formulación del ambient como música “concebida para suscitar calma y un espacio para pensar”, que debe “permitir muchos niveles de atención sin imponer ninguno en particular; debe ser tan fácil de ignorar como interesante” que encontramos en Ambient 1. Music for Airports (1978) de Brian Eno (5). Y, sin embargo, en piezas como “Musique d’ameublement: Tenture de cabinet preféctoral”, Satie no remite tanto a los entornos vaciados del ambient, tan influidos por la emotividad melancólica y miniaturizada de las Gymnopédies y Gnossienes del compositor francés, como a los patrones insistentes del minimalismo, otra de las escuelas musicales que sirvieron de inspiración confesa a Brian Eno. (6)
Satie, figura bisagra entre siglos, sirvió como modelo para los que deseaban plantear lecturas nuevas del pasado
Satie, figura bisagra entre siglos, provista de múltiples caras, no sólo abrió vías hacia el futuro, sino que también sirvió como modelo para los que deseaban plantear lecturas nuevas del pasado. Es el caso del neoclasicismo, suerte de “vanguardia moderada” que, en los años 20 y 30, buscaba su propia forma de regresar a la “melodía clara”, que en este caso se espejeaba en el siglo XVIII, pero también en las nuevas formas expresivas del circo, el music hall y el jazz y, una vez más, en los ecos folclorizantes. Es un buen ejemplo de ello “Le boef sur le toit”, de Darius Milhaud, una especie de rondó colorido y danzarín que se articula en torno a un tango brasileño, al que se le suman otras múltiples melodías populares: una pieza tan contagiosa como discretamente sofisticada a cargo del que no en vano fue profesor de figuras más abiertamente intrépidas que la suya, como es el caso de Iannis Xenakis, Karlheinz Stockhausen, Steve Reich, Philip Glass o incluso el músico de jazz Dave Brubeck.
El tema de Milhaud propone una forma de insertar las melodías populares en el marco de la tradición clásica occidental parecida a la que, desde el otro hemisferio, desarrollaban compositores como Heitor Villa-Lobos (con sus célebres “Bachianas brasileiras”) o Alberto Ginastera, y basada en el conocimiento del terreno que le proporcionó a Milhaud haber vivido dos años en Brasil. Casos como este son muestra del peso creciente del trabajo de campo en el estudio de las músicas del mundo, que daría un salto cualitativo determinante con la aparición del magnetófono y el partido que le sacarían Béla Bartók, pionero de la etnomusicología, Zoltán Kodály, su asistente en varias de sus expediciones, u otros compositores de Europa del Este, como por ejemplo Leoš Janácek, Pancho Vladigerov o, más adelante, los estonios Urmas Sisask o Veljo Tormis.
El recurso al folclore, en cualquier caso, no es la única forma en que la música contemporánea anticipa otras formas de música popular, o dialoga con ellas. Piezas como la maliciosa “Pirate Jenny”, de La ópera de tres cuartos de Kurt Weill; “Summertime”, del Porgy & Bess de George Gershwin, con su sensualidad lánguida; o la irónica y trotona, folclorizante “America”, del West Side Story de Leonard Bernstein, (7) emergen en el centro de óperas ya casi devenidas teatro musical para transmutar el aria en canción. Con la cacharrería de sus instrumentos inventados y su sonido excéntrico y desvencijado, de un primitivismo extraordinariamente innovador, Harry Partch es inspiración confesa de músicos de rock de vanguardia gruñidores y afectos a las percusiones secas y los ritmos rotos como Captain Beefheart o su heredero natural Tom Waits. En la obra para guitarra “Vampyr!”, el compositor espectralista Tristan Murail convoca “toda la energía de la música rock, y por supuesto el número oportuno de decibelios” para alcanzar “el sonido de los solos de guitarra de Carlos Santana, Eric Clapton, etc.”, aunque por el timbre de su distorsión y la forma de sus patrones rítmicos la pieza remita más bien al estilo hard vanguardista y cerebral de Robert Fripp, el líder de King Crimson. Los albores de la electrónica, por su parte, hay que buscarlos en la “musique concrète”, construida a partir del uso de sonidos ambiente capturados mediante procedimientos magnetofónicos, y en los primeros sonidos sintéticos que elaboraron pioneros como Stockhausen: valgan como ejemplos el lirismo quebrado de “La reine verte: 4. La reine verte”, de Pierre Henry (que con su empleo de la batería jazz alude a los primeros escarceos de la música clásica con la popular mientras dibuja un porvenir de voces ululantes), y la contundencia de Pauline Oliveros, (8) que, en un juego similar con pasado, presente y futuro, en su “Bye Bye Butterfly” hace emerger de entre un mar de ruido e interferencias un fragmento de Madame Butterfly, de Puccini, para despedirse del siglo XIX dos veces: tanto de su atmósfera opresiva como de su música periclitada.
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- Es ilustrativa al respecto la afirmación que una vez realizó el compositor Pierre Boulez, en un momento particularmente extremado, de que sus obras, de una complejidad técnica verdaderamente desafiante, eran perfectas sobre la página, y casi sería mejor que no fueran interpretadas, porque lo único que podía aportar a ellas el intérprete era el error humano.
- En su libro El canto de las sirenas, el filósofo Eugenio Trías incluso cree detectar en esa misma pieza los aires insinuados de un tango, género que Astor Piazzolla llevó a nuevas cotas de complejidad gracias a las lecciones de Nadia Boulanger (considerada la pedagoga musical más importante de todos los tiempos, con una deslumbrante lista de alumnos), y que ha atraído, por ejemplo, a compositores como el ruso Alfred Schnittke, en cuya pieza “Tango” aborda el género con frontalidad desprejuiciada.
- Músico siempre indagador, embarcado en una transformación perpetua, con su reciente La exclusión, lanzado el pasado 15 de octubre, el Niño de Elche presentaba uno de los ejemplos recientes más atrevidos de adopción de (en su caso, inmersión profunda en) los estilos y recursos de la música contemporánea por parte de un artista habituado a trabajar en los terrenos de lo popular: las piezas incluidas en la lista de reproducción del mismo título que está disponible en su perfil personal de Spotify ilustran bien las influencias en las que abreva un disco que integra texturas de aspereza industrial (Einstürzende Neubauten) en largos tramos de hipnótica monotonía drone (Phill Niblock), muy ocasionalmente pespunteados de ecos donde lo popular no surge del acervo de la tradición flamenca de la que el Niño de Elche partía sino de las músicas medievales de tradición oral.
- Todas las citas de este fragmento están tomadas del libro Océano de sonido. Palabras en el éter, música ambient y mundos imaginarios, de David Toop, que, con un método de análisis entre la crítica cultural, la etnología y la antropología, establece un despliegue de asociaciones inesperadas entre culturas y tradiciones musicales muy distintas que resulta de lo más atractivo.
- Por su parte, cercano a Eno hasta el punto de ver la autoría de sus mejores logros un tanto cuestionada por la celebridad de su más determinante colaborador, el trompetista Jon Hassell (fallecido el pasado 26 de junio, el mismo día exacto en que moría Frederic Rzewski) recontextualizó con la gramática del jazz y la vanguardia la muy particular, libre y estilizada aproximación de un Debussy a las músicas del mundo. La etiqueta que Hassell creó para su estilo, fourth world, sintetiza e ilustra con elocuencia la voluntad de absorber las músicas mal llamadas “primitivas”, “del tercer mundo”, y reelaborarlas con procedimientos avanzados que las instalan en un espacio nuevo, imaginado y futurista, en un hallazgo tan estimulante como accesible, merced a los climas brumosos a través de los que Hassell guía al oyente con una trompeta cálida muy deudora del uso de la sordina de Miles Davis.
- La relación de la música contemporánea occidental con las músicas del sudeste asiático (y en particular las de Java y Bali, con sus orquestas gamelán, predominantemente percusivas) es tan fructífera como para merecer un artículo aparte, en el que junto a los impresionistas y los minimalistas podrían comparecer un sinnúmero de figuras. Mencionemos, ni que sea de pasada, a una muy destacada de entre ellas: la del pionero Colin McPhee (1900-1964), que aprovechó las posibilidades que le ofrecían las nuevas tecnologías de grabación para empaparse de música balinesa, y la mayor facilidad para el viaje que había en su época para realizar en Bali el trabajo de campo que a Debussy le estuvo vedado: su obra más destacada, Tabuh-Tabuhan, emplea mucho material autóctono, y sin embargo empieza con unos “Ostinatos” netamente minimalistas, para desembocar luego en terrenos propios del jazz.
- Que dirigió varias piezas de Darius Milhaud, una figura no tan alejada de su propia estética, y que consideraba a Aaron Copland, sobre cuyo criterio acerca de aquello que vuelve la música fácil de escuchar hemos edificado la estructura bimembre de este artículo, como uno de los primeros y mayores representantes de un estilo verdaderamente norteamericano, tanto por su innovador manejo del jazz (que al entender de Bernstein era el primer “folclore musical norteamericano”) como por el particular tipo de sentimentalidad que convocaba con su música.
- La presencia de mujeres en el recorrido que hemos propuesto sin duda podría aumentar si se eligiese trazar otro distinto; y, sin embargo, sin eludir la responsabilidad individual de quien se ha encargado de la selección, la escasez con la que aquí comparecen proyecta una imagen bastante fidedigna del espacio que se concedió a sus voces, muchas veces acalladas después del matrimonio o la maternidad o relegadas a labores, como las de copista, que se pudieran realizar en el ámbito doméstico. Pauline Oliveros ha visto recientemente reivindicada su labor como pionera de la electrónica en el documental Sisters with Transistors, que recupera también figuras como las de Clara Rockmore, Daphne Oram, Bebe Barron, Delia Derbyshire, Maryanne Amacher, Suzanne Ciani, Laurie Spiegel o la magnética Éliane Radigue, autora de una embrujadora música drone hecha a base de modulaciones casi imperceptibles. A su lado, las hermanas Lili y Nadia Boulanger, con sus delicadas piezas de cámara; Galina Ustvolskaya, con su quebradizo Primer preludio para piano, hecho de notas espaciadas que sólo amalgama la inquietud, de una forma no muy distinta a la de la Musica ricercata de Ligeti; o Tsegue-Maryam Gebrou, inventora de encantados valses de juguete, se yerguen como firmas de una singularidad que amerita un espacio para el que resulta palmariamente insuficiente una mera nota al pie como esta.
La música clásica en general, y la clásica contemporánea en particular, es muchas veces percibida (no sin que existan algunos motivos para ello) como una tradición impenetrable, inextricable, estanca. Y, sin embargo, hay múltiples ejemplos de diálogo de la clásica contemporánea con otras formas musicales...
Autor >
Marc García García
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