Niñering
¿Qué es explotación? ¿Y tú me lo preguntas?
No es que yo tenga la opción de no trabajar, pero raro es que pase un día sin preguntarme si de verdad merece la pena quemar en esta pira capitalista los últimos restos de mi ajada lozanía
Adriana T. 15/04/2022
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El pasado domingo, tras unos días particularmente gélidos, ventosos y grises, salió al fin el sol, grande y magnífico, y sometió con fiereza a los últimos jirones de nubes que veía arremolinarse a través del cristal. Aquella mañana, sentada en la cocina junto al ventanal, con la radiación infrarroja calentándome la nuca de un modo que imagino similar al que emplea el microondas para calentar el desayuno, devoré con placidez un trozo de tortilla de patata sin tener que echarle las consabidas y rabiosas ojeadas al reloj de la pared. Mientras le iba dando sorbitos a mi infusión sin cafeína –no necesitaba intoxicarme el sistema nervioso con estimulantes porque había dormido casi nueve horas–, me pregunté con la candidez de una niña de parvulario por qué, sencillamente, no puede ser siempre domingo. Aún más: por qué tengo que esperar hasta que la vejez mortifique y ataque mi organismo de manera irreversible con los humillantes achaques que trae aparejada –el abusivo precio que todos pagamos en nuestra fútil lucha contra la eternidad– para que el Estado me permita vivir de una pensión –anticipo ya que si llego a cobrarla será, de todos modos, muy exigua– y la sociedad no me juzgue por ello. Ah, la jubilación, tan esquiva. Un domingo eterno, al fin.
Al día siguiente era lunes, y mi buen humor parecía haberse extinguido por completo. La alarma sonó, y quedé momentáneamente tendida, dejando pasar unos minutos para que mi alma pudiera volver a introducirse a trompicones dentro de mi cuerpo tras una noche de sueño inquieto. Mientras me dirigía a la ducha, todavía aturdida, me pregunté si de verdad eso era todo. Si todo lo que puedo esperar de la vida adulta va a consistir en seguir surfeando la tediosa amalgama de días iguales, siempre en pos de los breves lapsos a los que hemos dado en llamar “fin de semana”, lapsos que empleo y malgasto en terminar todas las tareas reproductivas que voy postergando por falta de tiempo: la limpieza de la casa, vaciar el cesto de la colada, ir a la compra semanal a cotejar las diferentes ofertas de atún en lata, tal vez visitar la peluquería. Y sólo cuando todo esto está resuelto, me atrevo a pensar quizá en aprovechar para sestear un rato, y así sumar una o dos horas más de sueño al maltrecho cuerpo, o ver alguna película insulsa en una plataforma de pago, cuyo argumento habré olvidado en el mismo instante en que aparezcan los créditos finales en la pantalla. En el mejor de los casos, quizá podré emplear los últimos desgarrones de la tarde del domingo en tomar algo –en plan de tranquis– con alguno de esos amigos a los que veo con tan poca asiduidad que empieza a darme vergüenza siquiera escribirles.
Para las afortunadas que tenemos trabajo –y no nos vemos obligadas a sumar la supervivencia en el sentido más material del término a la larga lista de preocupaciones que asedian nuestra mente– la vida es un constante deslizarse de una a otra obligación, de una a otra rutina.
¿Quiero seguir formando parte de este engranaje que me ha engullido y sometido hasta no saber qué partes de mí son en realidad producto de dicho engranaje?
No es que yo tenga la opción de no trabajar, pero raro es que pase un día sin preguntarme si de verdad merece la pena quemar en esta pira capitalista los últimos restos de mi ajada lozanía. Tendrá sentido consumir así una vida entera, llenar con trabajo y más trabajo este breve relámpago entre dos eternidades, sin más propósito que el de generar dinero suficiente para poder procurarme un modesto techo al que llamar hogar, y de paso pagar puntualmente mis suscripciones a plataformas de entretenimiento cuyos contenidos olvido de inmediato, y también comprar deportivas a la última moda que tengo que renovar invariablemente cada pocos meses porque fueron fabricadas en países lejanos, a cambio de salarios miserables, por personas que soportan condiciones de trabajo semiesclavas, y cuyas manos, destrozadas y mucho más cansadas que las mías, cosieron con poco mimo, porque las prisas apretaban, la puntera que después de apenas un invierno ya se ha despegado y caído.
Un fantasma de explotación y miseria recorre nuestro degradado planeta. ¿Quiero seguir formando parte de este engranaje que me ha engullido y sometido hasta el punto de no saber qué partes de mí, a las que tenía por genuinas e intrínsecamente mías, son en realidad producto de dicho engranaje? ¿Quiero seguir gastando mi escaso dinero en productos antiojeras, de los que preciso desde hace años para poder disimular la falta de descanso, y que Amazon me hace llegar en apenas un día hasta la puerta de mi casa, valiéndose de otros seres humanos intensamente precarizados, y cuya miseria explotamos entre todos? ¿Quiero seguir trabajando y trabajando sin pausa para continuar contribuyendo a la vertiginosa rueda de consumo que está destrozando el medio ambiente y abocando al planeta en el que vivimos a un cambio climático difícilmente compatible con la vida humana –me pregunto si tras nuestra plausible extinción surgirán, quizá, otras criaturas, más listas y menos tercas que nosotros–?
Pero cuando pienso en cómo romper con esa inercia consumista, capitalista, y sobre todo, laboral, me encuentro atada de pies y manos. Yo ni soy ni puedo ser como mi desaparecido amigo Neil, que halló una solución radical a este sinsentido trabajando en tierra lo justo para poder comprar el mejor velero que podía permitirse y hacerse con él a la mar, a vivir aventuras y sortear toda clase de peligros hasta que su salud no dio más de sí y el relámpago –realmente un brevísimo destello en su caso– se apagó. La mayoría de nosotros no toleraríamos bien esa clase de vida que él con gusto llevaba, dura, esforzada y precaria como la que más. Algo me dice, sin embargo, que tampoco toleramos la que llevamos ahora, cuando según los últimos datos del Ministerio de Sanidad, el 10,86 % de las personas mayores de 15 años han consumido tranquilizantes, relajantes o medicamentos para dormir en las últimas dos semanas.
No, no tengo una solución buena, soy un hámster atrapado en la misma rueda que la mayoría de la gente. Seguiré trabajando mientras mi salud me lo permita y mi frágil economía así lo demande. Seguiré lavando mi colada apresuradamente los domingos, seguiré posponiendo las citas con mis amigos hasta que me dé vergüenza escribirles, seguiré alargando el momento de ir a cortarme el pelo porque nunca me viene bien, seguiré usando los días libres para dormitar de más, porque de lo contrario colapsaría durante la semana. Seguiré soñando con viajes a hermosos y lejanos lugares que no me puedo permitir, seguiré dejando pasar los días sin visitar a ese familiar enfermo que tanto me preocupa porque no consigo arañarle más horas al tiempo. Mientras mi alma vuelve a introducirse con torpeza dentro de mi cuerpo cada mañana, seguiré maldiciendo la alarma que, no sólo me saca violentamente de mis ensoñaciones, sino que además lo hace recordándome que se avecina otro día más girando y girando en la rueda que no puedo abandonar porque hace ya mucho que soy una parte indisoluble de su abyecto engranaje.
El pasado domingo, tras unos días particularmente gélidos, ventosos y grises, salió al fin el sol, grande y magnífico, y sometió con fiereza a los últimos jirones de nubes que veía arremolinarse a través del cristal. Aquella mañana, sentada en la cocina junto al ventanal, con la radiación infrarroja calentándome...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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