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BELICISMO

A mis amigas, que vais pidiendo guerra

Vosotras sabéis bien de ese fueguito que enciende el pecho con las cosas que sentimos injustas, que se aviva con cada nuevo dato y que va creciendo dentro al sentir que alrededor nadie ni nada más arde

Irene Zugasti 2/05/2022

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Queridas amigas y amigos, compañeras de filas en tantas otras batallas. Os escribo en un arranque de sinceridad –o de flaqueza– tras muchas vueltas en la cama por culpa de esta maldita guerra en Ucrania. Espero, de verdad, saber explicarme.

Durante estos meses nos hemos enfadado. Nos hemos criticado, íntima y públicamente, nos hemos enzarzado entre analogías tramposas, reproches políticos y hasta personales. Y os confieso, ha habido días en los que pensaba que nunca más volveríamos a hablarnos. La razón ya la sabéis, la sabemos, aunque muchas veces hayamos elegido el silencio incómodo o desviar el tema por miedo, precisamente, a lo que pudiéramos reprocharnos. Pero “el tema” –que son muchos temas– está en todas partes. No podemos evitarlo eternamente, y el hecho de disentir en columnas de opinión, en podcasts y conversatorios, no va a cambiarlo.

Sé que he sido muchas veces injusta, sobre todo en el ámbito privado, y probablemente más en las formas que en el fondo. Que he criticado con bilis y rabia a esos periodistas que, en mi opinión, manipulaban la verdad desde sus crónicas en Kiev. Que he despreciado y ninguneado algún testimonio que a vosotras os era cercano e importante. Que, en la intimidad, he aireado trapos sucios de otras épocas, de otras guerras que no eran esta, para usarlos de ariete. Que os he abrumado con los “what abouts”: las mujeres, los ocho años de silencio en Donbass, la solidaridad selectiva, el mutismo cómplice, los nazis, las armas, las cifras, Irak, Libia, Afganistán, Palestina, Zelensky, Gernika, Poroshenko, Odessa. Maidán.

No puedo cambiarlo, y con todo, os prometo que el ejercicio de moderación y empatía que, me consta, muchas personas hacemos para traer un poco de humanidad y cordura a este debate, es considerable. Vosotras sabéis bien de ese fueguito que enciende el pecho con las cosas que sentimos injustas, que se aviva con cada nuevo dato y que va creciendo dentro al sentir que alrededor nadie ni nada más arde. Sabéis que cuesta apagarlo, porque lo hemos prendido juntas muchas veces. Y creo que tiene que ver con las causas justas, las derrotas y las poquitas victorias a las que estamos acostumbradas, pero también tiene que ver con nuestra mochila de experiencias, de vivencias y relaciones, y a veces, simplemente, no nos prenden en el pecho las mismas cosas.

Me decía Javi –y tenía toda la razón– hace no tanto, conversando en la radio de Vallecas, que era un error burlarse desde la superioridad moral de lo que yo llamé “cuñados de guerra” –pensando en el unánime e inconsciente aplauso a la carrera armamentística por parte de tantas y tantas personas– y hasta “cuñados humanitarios”, en referencia a esa gente que marchó a Polonia a por su foto, pero que no empatiza con otros dramas mucho más invisibles y cotidianos. Señaló Javi que esos cuñados eran nuestra familia, amistades, vecindad. Y que la forma de invitarles a la sospecha, al contexto, o incluso a la disidencia, no era burlarse ni atacarlos, sino cargarse de razones.

Pero también quisiera haceros ver mi sentir y mi opinión, ahora que hay un poquito más de sosiego y menos ruido de sables –de momento–, y ahora que el esperpento y la omnipresencia del relato único son tan asfixiantes que empiezan a resquebrajarse por méritos casi más propios que ajenos. Os confieso que he sentido que, a menudo, los ataques a cualquier postura diferente al consenso belicista están movidos por un rencor que tiene más que ver con nuestras propias razias internas que con la geografía. Os confieso también la soledad que ha acompañado estos meses, que ha costado construir un “nosotras” crítico sin espacios donde hacerlo. Que había miedo a decir lo que se piensa. Que cuando se ha hablado de “paz”, se ha tachado a quienes la defendían de ser, desde cómplices de la barbarie, hasta directamente ridículos. Que hemos aprendido a expresarnos jugando casi al tabú. Que quienes vienen de ciertas tradiciones políticas o académicas, militantes o familiares, tienen permiso a haber sentido también, en algún momento, sympathy for the Kremlin, o simplemente a disentir sin ser automáticamente arrojados a la fosa de los putinianos, o de los censurados, o de los innombrables, del rojipardismo o de la nostalgia, o como quiera llamarse; donde, por cierto, y aunque nos joda, han ido a parar algunas verdades, aunque sea con terribles compañeros de cama.

También os confieso que siento que no todo está tan polarizado como a veces parece, que hay muchas personas navegando en los grises, y que volvemos a caer en el error de sentir que debemos al mundo nuestra verdad sin mácula, y en realidad resulta que nuestro mundo es muy, muy pequeñito. Os invito a charlar de esto en otros espacios, como un instituto, un centro de mayores o la plaza de vuestro barrio. Yo lo he hecho, y he salido a menudo contenta, pero también malparada y con más dudas que respuestas.

Os invito a charlar de esto en otros espacios, como un instituto, un centro de mayores o la plaza de vuestro barrio

Otra amistad cuya opinión valoro mucho me dijo hace poco que llamar a la paz en abstracto era tramposo. Y sí, probablemente la paz, así, desnuda, se nos quede en nada. Pero creo que, sinceramente, esta guerra del relato no está equilibrada, y aunque tengamos los datos, la historia, o al menos algunas recetas diferentes a enviar armas a un país ya desangrado –y suficientemente armado–, seguiremos sin lugar para contarla.

En busca de esos espacios fui a escuchar a Olga Rodríguez, a Rafael Poch y a Pablo Iglesias a propósito de La invasión de Ucrania, un librito –para mí, imprescindible– que el periodista ha escrito sobre este conflicto y que se suma a todos sus años de crónicas indispensables. Mi sesgo de confirmación y mis sospechas sin respuesta lo necesitaban. Olga, que trajo consigo el incómodo recuerdo del “después” de Libia, cuando se fueron los tanques, las cámaras y sus entusiastas, aclaró que contextualizar no significa justificar; pero es que en estos dos larguísimos meses no se ha permitido tiempo ni voz ni espacio para ese contexto. Decía Poch que la moral no va de la mano de la geopolítica, y que más nos conviene escuchar y observar a Rusia con atención; pero no se puede, cuando no hay acceso posible a sus fuentes ni a sus medios. Contaba Iglesias que su podcast había tenido los mejores números de audiencia a raíz de hablar de Ucrania, porque las relaciones internacionales no deberían ser sólo patrimonio de diplomáticos, de freaks y de académicos, y porque, por supuesto, lo que cuenta el telediario dejó hace mucho de ser suficiente. Y si no, decidme, ¿cómo puedo haberme enfadado con mi amiga del alma por una guerra que se libra a cinco mil kilómetros de nuestra casa? Pues eso. Porque, al final del día, como dice otra compañera, esto va de pobres matando pobres.

Termino esta carta sabiendo que me la reprochará otro amigo, uno que me dice que esto de mostrarse vulnerables, de sincerarse en público, es bastante estéril y de poca utilidad. Probablemente a él tampoco le falte razón, porque necesitamos una cierta seguridad, asirnos a las verdades para evitar que todo se vuelva relativo, fofo, blando, y por ahí se nos cuelen las armas, y los muertos, y la desmemoria. Pero a mí no me sale hacerlo de otra manera. Será que el feminismo me ha malacostumbrado a pensar que para hacerlo mejor, o al menos distinto, nos necesitamos. Que creo, amigas, de corazón, que estáis equivocadas, y que vosotras probablemente lo penséis de mí, pero que podemos y debemos sentarnos y mirar más allá, en esta y en otras muchas guerras y guerrillas que, bien sabéis, queridas, tenemos pendientes. Porque os quiero, y os respeto, y porque aunque sea manido el poemita, no deja de tener razón, cuando advertía: “Als sie mich holten, gab es keinen mehr, der protestieren konnte” (“cuando vinieron a por mí, ya no quedaba nadie”). Y yo, si vienen malos tiempos –o peores– quiero estar y que estemos. Porque, ¿con quién, si no es con vosotras?

Queridas amigas y amigos, compañeras de filas en tantas otras batallas. Os escribo en un arranque de sinceridad –o de flaqueza– tras muchas vueltas en la cama por culpa de esta maldita guerra en Ucrania. Espero, de verdad, saber explicarme.

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Autora >

Irene Zugasti

Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general

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