CRÓNICAS PARTISANAS
Réquiem por Twitter
Por solo 44.000 millones de dólares nos han devuelto a la realidad: la metástasis conversacional que en los últimos diez años ha sustituido a las utopías digitales de principios de siglo podría no haber sido tan buena idea
Xandru Fernández 1/05/2022
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“I love Twitter”, tuiteó Elon Musk en diciembre de 2017. “Entonces deberías comprarlo”, le respondió el locutor Dave Thomas. La reacción del millonario más millonario del mundo fue preguntar: “¿Cuánto cuesta?”. Me imagino que, si en ese momento le hubieran contestado que le saldría todo por 44.000 millones de dólares, Musk habría dicho como en aquel número en que Faemino y Cansado compraban McDonald's: “¡Hombre, casualmente llevo yo 44.000 millones en este bolsillo!”. Y no debió de ser muy diferente, por más que haya tardado casi cinco años en ponerse a la altura de su gracejo. 44.000 millones y el dueño de Tesla ya lo es también de la red social más influyente de todas, esa en la que los personajes como él carraspean y provocan un atasco de contenedores en el puerto de Shanghái.
La compra ha suscitado reacciones de pasmo teológico: hete aquí que ese maravilloso instrumento generador de opinión no era otra cosa que una empresa, con un propietario que puede incluso cerrarla si tiene un mal día. ¿Se imaginan? Podría desaparecer la única prueba fehaciente del don de lenguas del Espíritu Santo: la cuenta de Twitter del Papa. Ya no más provocaciones de Vox, ni discusiones sobre la cultura de la cancelación, ni campañas tránsfobas del club de haters de Irene Montero. Se acabarían las fotos con chuletones y chetos cada vez que al ministerio de Consumo le diera por informarnos de algo que ya deberíamos saber. Beatriz Talegón tendría que fotocopiar flyers con sus cosas. Unidas Podemos desaparecería.
¿Qué más podría ocurrir? ¿Se las arreglaría la nueva Ilustración digital para sobrevivir a un cerrojazo que la arrojara a las tinieblas del anonimato? Lo más probable es que sí, aunque a escala individual se desatara algún pequeño drama. Más de una celebridad lo tendría crudo para renovar sus galones en una atmósfera diferente, y no cabe duda de que las servidumbres de mercado que condicionan la atención del público seguirían operando en ese nuevo ecosistema. Pero para qué perder el buen humor imaginando una vida sin Twitter cuando podemos perderlo preguntándonos cómo es posible que hayamos olvidado la vida antes de Twitter, la mágica cotidianidad en que la información se distribuía y se disolvía sin ese regusto a inmediatez diabólica donde más que nunca la política es gesto y el gesto, pura imagen.
Por solo 44.000 millones de dólares nos han devuelto a la realidad: la metástasis conversacional que en los últimos diez años ha sustituido a las utopías digitales de principios de siglo podría no haber sido tan buena idea. Que Twitter se haya convertido en el foro de discusión por antonomasia, ese en el que se dirime el estatuto epistemológico de toda noticia, en el que se reparten certificados de verdad y falsedad, de credibilidad y descrédito, de prestigio e infamia, nos ha convertido en creyentes involuntarios de una especie de teodicea del chascarrillo que no solo condiciona nuestra visión de la realidad sino que relega a la insignificancia a todas las demás fuentes de información de las que disponíamos antes de encomendarnos a su patronazgo.
No es Twitter el problema, sino cómo lo percibimos. El hecho de que, después de haber declarado obsoletos todos los grandes relatos de la Modernidad, hayamos comprado uno, y de los gordos. Y encima en su versión bobalicona: el relato de la marcha ascendente del Sujeto Colectivo Como Opinador Informado a través de una Historia que empezó en las tablillas sumerias y llegará a su culminación el día que Twitter tenga un botón de “no me gusta”. Hay que agradecerle a Elon Musk que nos sacara de ese sueño dogmático. Nos ha regalado un baño de materialismo histórico que no habíamos pedido y nos recuerda que la tablilla es suya. Ya suponíamos que nuestras opiniones y todas esas bochornosas discusiones con nuestras némesis virtuales eran parte de la cuenta de resultados de alguien, pero al ponerle cara es como si hubiéramos llegado a la Ciudad Esmeralda y descubierto que el mago de Oz era solamente otro niño pijo jugando a ser dios.
“I love Twitter”, tuiteó Elon Musk en diciembre de 2017. “Entonces deberías comprarlo”, le respondió el locutor Dave Thomas. La reacción del millonario más millonario del mundo fue preguntar: “¿Cuánto cuesta?”. Me imagino que, si en ese momento le hubieran contestado que le saldría todo por 44.000...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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