Crónicas partisanas
Los falsos dilemas
Me temo que mi capacidad de imaginar el mayor de los bienes es más bien prosaica, pero tampoco estoy dispuesto a que mis expectativas políticas quepan en el reducido maletero del Simca de la Transición
Xandru Fernández 10/04/2022
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No le veo futuro a la izquierda gubernamental. Siento decirlo, sí, pero sobre todo lo que siento es pensarlo, y creerlo, y observarlo. Me dirán que hay momentos históricos como este en los que la amenaza de una gran ofensiva contra la democracia y las clases populares hace que este tipo de comentarios sean de mal gusto, poco menos que contrarrevolucionarios. Ya me gustaría que al menos pudiéramos utilizar ese lenguaje para pertrecharnos contra lo que se nos viene, pero precisamente las dimensiones de la amenaza y las trazas de nuestra debilidad me hacen desconfiar de esos reproches. No de sus intenciones, sino de su utilidad.
Ha funcionado la receta mágica de las élites contra el avance de los mecanismos de cohesión en Europa. Ha funcionado también, un tanto de rebote, la amenaza global de una pobreza generada a fuerza de deslocalizaciones y piraterías financieras. Pero el factor decisivo ha sido la indigencia imaginativa de unas izquierdas instaladas en mundos que no son de este mundo, como si todas y cada una de las trampas argumentativas urdidas por el pensamiento conservador durante más de cien años hubieran de ser resueltas antes de dar un solo paso en beneficio de las mayorías sociales. Dialéctica maximalista: ninguna agenda progresista merece la pena si no nos pone a tiro de piedra las puertas del paraíso. O su contrario: mantenerse en el poder aun sin cumplir un solo punto de esa agenda se justifica precisamente por la promesa de alcanzar el paraíso algún día, nunca ahora, ni siquiera por puntos.
San Pablo tranquilizó a los tesalonicenses que se preocupaban porque el fin del mundo no acababa de llegar y los recién bautizados se iban muriendo sin ver la segunda venida de Jesucristo: no será ahora, les decía, pero eso no debe importarnos, pues los que mueran mientras tanto resucitarán con pase vip para el Reino de Dios. Funcionó, pero partió al cristianismo en dos facciones enfrentadas por siempre jamás: los impacientes y los resignados, los apocalípticos y los integrados, los revolucionarios y los reformistas. Nuestra izquierda es paulina desde antes incluso de ser izquierda, y probablemente con conciencia de serlo, de parecerlo al menos: si no podemos acabar con el capitalismo, cambiémoslo en la medida de lo posible para hacer la vida más fácil a los que menos tienen. Pero también: cada migaja que le arrancamos al capitalismo con considerable esfuerzo solo sirve para debilitarnos y alejar la perspectiva del colapso global inevitable y necesario para construir un sistema más justo e igualitario.
No sé si es necesario resolver o diluir ese dilema, y de hecho tampoco tengo muy claro que sea un dilema real y no pura propaganda instilada en el discurso emancipador desde su periferia. Lo que sí me parece evidente es cómo se han ido reduciendo no solo las expectativas de ese vuelco final del que saldremos todos renovados como de un bautismo de fuego, sino también los colores y las texturas de ese paraíso en la tierra que ya no sabemos concebir en términos de puro goce, que tan solo aprehendemos desde la frialdad de los conceptos incrustados en nuestras identidades políticas. No me veo anhelando una sociedad militante, con sus héroes de mármol, con su calendario al servicio de la memoria de las luchas emancipadoras y su cancionero volcado en exaltar la gesta de los caídos. Tampoco me veo, y ya lo siento, compartiendo litronas a mayor gloria de la humanidad reconciliada con la Madre Naturaleza. Me temo que mi capacidad de imaginar el mayor de los bienes es más bien prosaica, pero tampoco estoy dispuesto a que mis expectativas políticas quepan en el reducido maletero del Simca de la Transición.
La izquierda gubernamental, a diferencia de otras, tiene la ventaja de asumir que, salvo que concurran circunstancias catastróficas (que no hay nunca que desechar, pero que tampoco es sensato provocar sin tener un plan B), no hay ningún cambio político ventajoso que se pueda ni siquiera soñar sin tener acceso al presupuesto. El drama no está en no inspirar confianza ni ilusión desde el poder, ni tampoco en no repartir dádivas a cambio de que los beneficiados te mantengan en él: lo dramático es no comprender que ese poder es una oportunidad única y que solo la agudeza, la responsabilidad y el compromiso pueden hacer de él algo deseable, provechoso y justo.
No le veo futuro a la izquierda gubernamental. Siento decirlo, sí, pero sobre todo lo que siento es pensarlo, y creerlo, y observarlo. Me dirán que hay momentos históricos como este en los que la amenaza de una gran ofensiva contra la democracia y las clases populares hace que este tipo de comentarios sean de mal...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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