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La noche de Reyes, uno de esos días que regateo sin regalos ni celebraciones desde que muy pequeña aprendí que había niños sin juguetes, y que además vivían en mi calle, di positivo por covid en un test de antígenos. El bicho se instaló en mi cuerpo sin hacer demasiado ruido, pero entre infecciones leves y toneladas de mocos, terminó robándome el gusto y el olfato durante muchas semanas. Supongo que no pasó de repente. O sí, y no fui consciente. Pero un día, ya recuperada del coronavirus, me sentí realmente extraña. Cualquier cosa que comía era como el cartón y mi nariz tenía una barrera invisible que dejaba pasar el aire pero no los olores. La pérdida del gusto la sobrellevé con menos pesar. Hay que comer para vivir. La del olfato me sumió en un aislamiento desconocido. De pronto, ni yo ni el mundo olíamos a nada. Me pasaba los días abriendo botes de cualquier cosa, y aspirando lo que debía ser su aroma. Limpiadores para la casa, especias de cocina, geles de baño… Me acercaba a la gente más de la cuenta en un intento por sentir sus olores. Pero nada servía. Era casi como estar frente a un espejo. La vida seguía, yo la veía, pero aparecía incompleta. El olor, pensé entonces, es lo que encarna el mundo. Un sentido fundamental para entenderlo, evocarlo, disfrutarlo y amarlo.
Aquellos días sin olfato recordé cómo, recién fallecido mi padre, cada vez que volvía a la casa familiar sumergía la cabeza entre la ropa que aún quedaba colgada en su armario. Y también aquellos días volví a (no) oler la rebeca y el pañuelo de mi madre que seguirán colgados para siempre en uno de mis roperos. Los restos de sus olores son la posesión más valiosa que he tenido de ellos ya muertos.
Mi nariz se fue recuperando lentamente, no sin antes darme alguna sorpresa, como la mañana que olí la mandarina que mi conviviente pelaba a varios metros de distancia. Huele mi cerebro, me dije. O el día en que mientras el té reposaba en la encimera de la cocina olí a parrillada de carne, siendo yo de gambas desde que era chica. Y así viví hasta que ya avanzado el mes de marzo, al entrar en la terraza a recoger la ropa limpia, el aroma a suavizante se me metió dentro. Y olí como si nunca antes hubiese olido, y empecé a estrenar olores de nuevo, y fue un regalo inesperado.
Tener olfato es una expresión unida al oficio de periodista. En nuestro imaginario alimentado por el cine, hombres –siempre eran ellos– que solo vivían para las noticias, con un instinto superlativo para encontrarlas y capaces de cualquier cosa por conseguirlas [recuerden a Jack Lemmon como Hildy en Primera Plana]. Del cliché quedan pocas cosas. Las mujeres nos hemos incorporado al oficio de forma masiva, la mayoría de nosotros aspiramos a la conciliación y las exclusivas, pues ya saben, suelen ser más filtraciones interesadas que otra cosa. Pero en mi reflexión permanente sobre este oficio hay algo relativo el olfato que queda: casi siempre es más fácil mirar que oler. Porque la apariencia puede ser buena, pero si huele mal, es que está podrido.
En los últimos años nos han sacudido dos hechos extraordinarios, y dramáticos: la pandemia de covid y la invasión rusa de Ucrania, que pronto se convirtió en guerra. Estos dos acontecimientos han puesto a prueba muchas cosas, desde los Estados del bienestar a las democracias, pero también al periodismo, que ha tenido y tiene que contar un mundo que se ha vuelto más complejo.
Cuando como periodista reflexiono sobre la pandemia y la guerra, cosa que hago a menudo, llego siempre a la misma conclusión: aunque son dos hechos de origen aparentemente distinto –si asumimos la pérdida de biodiversidad y la escasez de recursos básicos, encontraríamos relaciones–, coinciden en que han nacido con un marco informativo muy reducido. La pandemia, dentro del círculo de la verdad científica, la única que podía salvarnos. La guerra, con una verdad absoluta, que se certificó la misma noche del 24 de febrero cuando las bombas de Putin empezaron a caer sobre civiles y Ucrania fue escenario de los primeros crímenes de guerra.
La pandemia está ya en fase de vieja normalidad y yo siento que como periodistas seguimos teniendo una deuda. Porque más allá de la inmensa tragedia en pérdidas de vidas humanas que hemos contado sin cesar, hay otros asuntos que apenas nos hemos atrevido a abordar porque era más sencillo permanecer en el marco. Fuera de él podíamos fallar a las víctimas, a la ciencia, equivocarnos… La cuestión es que ahí fuera es donde quedan debates pendientes. Les dejo dos que me obsesionan: el poder real de la industria farmacéutica, que priorizó la vacuna frente a los tratamientos –lean esta investigación del Financial Times sobre Pfizer– y la pérdida de derechos fundamentales que asumimos casi sin pestañear y sobre la que, creo, no hemos reflexionado/hablado/cuestionado lo necesario.
Cuando miro la guerra desde España, contemplo con preocupación el debate entre las izquierdas, o entre distintas personas de izquierda. Y no lo hago porque la controversia no sea legítima, ni relevante, sino porque existe el riesgo de que los discursos más poderosos nos arrastren a hacer un periodismo peor, en el que nos conformemos con la verdad única y absoluta y con el parte diario de bombardeos y muertos. Porque se puede condenar con una contundencia mayúscula a Putin y preguntarse, por ejemplo, qué implica para los ciudadanos de un país que el gasto militar suba hasta el 2%. El Papa lo hizo en Italia, justo el día que Biden participaba en la cumbre de la OTAN y el G7. Entonces, Francisco definió como “¡locura!” ese aumento presupuestario y lo único que consiguió es que la gran mayoría de los medios italianos, todos con periodistas dedicados en exclusiva al Vaticano, le censuraran. Porque se puede condenar a Putin y reflexionar sobre si, como afirman Antonio Turiel y Juan Bordera, hemos entrado en una época de belicismo contra la escasez, si esta guerra es la primera de la era del descenso energético, si el interés por los recursos también es una barrera contra la paz. Porque se puede condenar a Putin y hablar sobre la OTAN, Estados Unidos y su presidente, que ha ocultado con furor bélico el incumplimiento de sus promesas de gobierno. ¿Recuerdan el New Deal de Biden? Porque se puede condenar a Putin y hablar sobre la extrema derecha ucraniana.
Las verdades de la pandemia y de la guerra no son cuestionables. Por más empeño que pongan un puñado de negacionistas de pacotilla y trileras y trileros de medio pelo en sus cuentas en las redes sociales. Ellos y ellas me preocupan poco, no son el problema. Lo somos nosotros, me temo, cuando optamos por mirar y no oler, cuando elegimos quedarnos con las grandes verdades y no buscamos otras que quizá son más pequeñas, pero también necesarias; cuando preferimos caminar por la senda impuesta como correcta, cuando usamos a los tontos del bote como coartada.
Sobre el envío de armas a Ucrania tengo mil dudas y casi ninguna certeza. Y no sé si eso me convierte en mala periodista, mala pacifista o mala persona. O en las tres cosas a la vez. Lo que sí tengo son algunas convicciones sobre la vida. Como que no me gustan los héroes [“Cada uno está educado para convertirse en un héroe. … En la ideología Ur-Fascista el heroísmo es la norma”], que huyo de los consensos ciegos [“El desacuerdo es, además, un signo de diversidad. El Ur-Fascismo crece y busca el consenso explotando y exacerbando el natural miedo de la diferencia”], que defiendo el pensamiento crítico [“El espíritu crítico opera distinciones, y distinguir es señal de modernidad. Para el Ur-Fascismo, el desacuerdo es traición”] y que mi única lucha es por la vida buena para todas [“Para el Ur-Fascismo no hay lucha por la vida, sino más bien, vida para la lucha. El pacifismo es malo porque la vida es una guerra permanente”].
Las comillas del párrafo anterior son de Umberto Eco, sacadas de un discurso de 1995 en el que describía los 14 síntomas del fascismo eterno. Si las traigo a esta carta es porque, en el fondo, lo que realmente me asusta es que los marcos informativos sean cada vez más estrechos porque como sociedades vivamos menos libres. Y aún me da más miedo que no estemos siendo conscientes de ello.
Ser periodista no es para mí abrazar verdades y sentarse a oler la primavera. Es, creo yo, poder cuestionar casi todo, con honestidad y decencia, con información veraz y relevante. Y hacerlo todo el tiempo. Aunque sea para volver a la premisa o a la verdad previa. Con los derechos humanos como línea roja. Por el camino oleremos la mierda y leeremos cosas que nos gusten poco o nada, que cuestionen nuestras convicciones, incluso que nos enfaden. Pero ustedes son mujeres y hombres que un día decidieron apoyar a CTXT. Y nosotras, a cambio, solo podemos esforzarnos por ampliar los marcos hasta que casi se rompan. Al otro lado, siempre está la amenaza de ese mundo feliz del que hablaba Huxley.
— ¿Por qué, en lugar de esto, no les permite leer Otelo?
— Ya se lo he dicho: es antiguo. Además, no lo entenderían.
Gracias siempre por estar al otro lado,
Vanesa
La noche de Reyes, uno de esos días que regateo sin regalos ni celebraciones desde que muy pequeña aprendí que había niños sin juguetes, y que además vivían en mi calle, di positivo por covid en un test de antígenos. El bicho se instaló en mi cuerpo sin hacer demasiado ruido, pero entre infecciones leves y...
Autora >
Vanesa Jiménez
Periodista desde hace casi 25 años, cinturón negro de Tan-Gue (arte marcial gaditano) y experta en bricolajes varios. Es directora adjunta de CTXT. Antes, en El Mundo, El País y lainformacion.com.
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