HUIR DEL HORROR
República Checa da un giro radical a su política de acogida y se vuelca con los refugiados ucranianos
Gobierno y sociedad civil se envuelven en los colores de la bandera de Ucrania después de que la Unión Europea llevara al país ante la Justicia, junto a Hungría y Polonia, por negarse a acoger a refugiados sirios
Marta Maroto 3/05/2022
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Anna recuerda con los ojos medio cerrados el día que la guerra llegó a Járkov, en el noreste de Ucrania. El barrio entero murmuraba sin salir de la cama, el miedo arropado en el silencio de la noche. “Lo primero que piensas es qué tengo que coger, qué es necesario. No sabes si volverás”, cuenta en una cafetería del centro de Praga, a donde llegó hace apenas diez días con una maleta y cien euros. A sus 21 años acompaña cada frase con una sonrisa, ayer recibió su primer salario en coronas checas del restaurante donde trabaja.
La primera semana bajo las bombas se hizo eterna, escuchando desde un sótano a oscuras los misiles cruzar el cielo. Llegó a Lviv, al otro lado del país, con su familia después de 70 horas al volante. Junto a su amiga de Donetsk, tan acostumbrada al conflicto que podía calcular la distancia a la que se producían los tiroteos a oído, cruzó a Polonia. “Da miedo atravesar la frontera, fuimos juntas porque se escuchan historias de gente mala que intenta llevarse a chicas ucranianas”, ahora no sonríe.
Las dos se instalaron en Praga, donde a mediados de marzo el Gobierno checo puso en marcha un visado especial con validez de al menos un año que otorga a los ucranianos permiso de residencia, de trabajo y acceso a ayudas económicas. Más de 307.300 personas ya han conseguido este documento, según los últimos datos del Ministerio del Interior, aunque se estima que el número de ucranianos en el país podría ser mayor.
Anna no pensaba quedarse, reconoce, pero la cálida bienvenida de los checos, cuyo idioma entiende casi por completo, le ha hecho reconsiderar su postura. Una amplia red de voluntarios ayuda a las chicas a pagar un hotel donde alojarse, además de algo de comida. “Nos sentimos comprendidas, creo que tanto República Checa como Polonia se están volcando mucho porque recuerdan lo que es estar en guerra con Rusia”, señala.
Praga es un memorial al aire libre de ese recuerdo. En la retina de todas las generaciones reverberan las imágenes de la Primavera de Praga de 1968, que terminó con la entrada de los tanques soviéticos en la capital de lo que entonces era Checoslovaquia. Las reformas liberales y de descentralización que habían comenzado aquel año fueron contestadas desde el corazón de la Unión Soviética desplegando la fuerza militar del Pacto de Varsovia. La guerrilla civil resistió la ocupación durante meses, aunque el país siguió bajo influencia de la URSS hasta la pacífica Revolución de Terciopelo, en 1989.
Así que hoy, los edificios oficiales de la capital se engalanan con banderas amarillas y azules, las calles están empapeladas de carteles contra la guerra y Anna cuenta que una mujer la increpó en el metro por ir hablando en ruso con su compañera. “¡Tuvimos que sacar nuestro pasaporte ucraniano!”, exclama agitando el brazo y explica que parte de la zona oriental del país tiene el ruso como idioma materno.
Barbora Bezděkovská, coordinadora de voluntarios en Praga de ADRA, organización internacional que con esta crisis se encarga de facilitar la primera recepción y acogida, resume en una frase el sentir general de los checos: “No queremos ser los siguientes”. Y en este sentido fue interpretada en el país la decisión del primer ministro checo, Petr Fiala, cuando el 15 de marzo acudió junto a sus homólogos polaco y esloveno a Kiev en la primera visita de representantes europeos a Ucrania. Un mensaje de apoyo a los ucranianos, sí, y otro a los de casa: el Gobierno no permitiría la repetición de otra violenta primavera.
El goteo constante de refugiados ha colapsado las instalaciones oficiales de recepción, obligando a abrir hoteles, gimnasios
El miedo a que la historia se repita y la hermandad repentina con un país con el que comparte enemigo común se ha traducido en acciones como el envío de tanques a Ucrania, ya que República Checa ha sido el primer país miembro de la OTAN en hacerlo, y en una acogida asombrosa y sin precedentes a los exiliados ucranianos. El goteo constante de refugiados ha colapsado las instalaciones oficiales de recepción, obligando a abrir hoteles, gimnasios, a habilitar edificios abandonados o a ceder habitaciones y aulas de universidades, explica Kateřina Junáková, que gestiona los espacios cedidos a los refugiados por la Universidad Karlova.
“Claramente, República Checa no estaba preparada para este nivel de llegadas”, afirma Vlad, refugiado ucraniano. Desde su natal Odesa cruzó la frontera a Moldavia minutos antes de que su país impusiera la Ley Marcial e impidiera la salida de los hombres. Con sus cuentas de banco congeladas y la dificultad de conseguir las ayudas prometidas por el Gobierno checo a través de los visados especiales, se le están acabando los pocos ahorros que pudo traerse.
Vive con su pareja, Natasha, de origen ruso. Los dos de 23 años, se enamoraron por redes sociales, y el estallido de la guerra aceleró sus planes de verse por primera vez en Praga. Vlad ya sabía algo de checo cuando llegó y sobre todo las primeras semanas colaboró como voluntario para aligerar las colas de refugiados que a diario llegaban en trenes o autobuses desde Polonia o Eslovaquia.
El éxodo en la Estación Central de Praga es un carrito de bebé. Señales plastificadas en varios idiomas dirigen hasta un ajetreado pasillo donde esperan los recién llegados. Juliana es madre de dos niños pequeños con los que ha huido de Járkov, además de un tercero más mayor que cumple como voluntario en Ucrania. Entre bancos de madera y maletas dice en un suspiro que no se quedarán aquí mucho tiempo: “Hasta que termine la guerra”, y pone una fecha, “un mes”.
Andrew, que se esfuerza por traducir la conversación con Juliana, sonríe con el optimismo de la mujer. Él ha venido desde Polonia con su madre, sus hermanos y la pareja de uno de ellos. Tras años viviendo en el país vecino, la fábrica donde trabajaban cerró por la imposición de sanciones a Rusia, y explica que con el aumento de refugiados –“mano de obra desesperada”, se entristece–, les resultó imposible mantenerse. Llegaron hace unas horas con la intención de buscar un empleo en República Checa, así que están a la espera de coger un autobús que les lleve al centro de registro para empezar a tramitar su visado.
Mientras Andrew cuenta su historia, más maletas siguen llegando guiadas por los chalecos naranjas de los voluntarios que se encargan de recibir, ofrecer algo de agua y comida, y guiar en los siguientes pasos a las familias. Decenas de niños corretean entre los bancos y esquivan montañas de equipaje. Hay un puesto donde conseguir una tarjeta SIM al enseñar el pasaporte ucraniano y, por la noche, las compañías de trenes abren sus vagones para el descanso de las familias que no han conseguido reubicarse todavía.
“Las primeras semanas estuvimos desbordadas, pero por suerte con esta crisis el Gobierno ha cambiado su posición y ahora contamos con mucho más apoyo”, señala Anežka Gündoğdu, una de las coordinadoras de Iniciativa Hlavák, organización principal que toma el nombre de la estación. Como en muchas otras ciudades europeas, nació de forma espontánea en 2015 al calor de la primera gran crisis de llegadas a Europa, cuando la reacción de Gobierno y sociedad checa fue totalmente distinta.
Por la noche, las compañías de trenes abren sus vagones para el descanso de las familias que no han conseguido reubicarse todavía
En 2017 Bruselas llevó al Tribunal de Justicia de la Unión Europea a República Checa, junto a Hungría y Polonia, por negarse a acoger refugiados sirios e incumplir el sistema de cuotas diseñado en aquel momento. República Checa se retiró del programa tras dar protección a doce personas. “Cuando los migrantes de Oriente Medio llegaban, aunque fuera de paso, eran llevados a centros de detención checos, de donde salían a los dos meses con 15 euros de dinero de bolsillo y una orden para abandonar el país en siete días”, denuncia Gündoğdu, quien recuerda el acoso y señalamiento que sufrieron los miembros de la iniciativa.
Como en el resto de países aledaños a Ucrania, la historia común y la cercanía étnica, lingüística y cultural facilitan que en este caso sí aflore la empatía y la acogida hacia una comunidad que ya era la segunda minoría extranjera en el país antes de la guerra, recuerda Juan Francisco Muñoz, experto en geopolítica por la Universidad Karlova. E insiste en que la motivación principal de esta ayuda tiene que ver con que “en la psique checa están instauradas la existencia de Putin y Rusia como enemigo común”.
“Está por ver cuánto dura esta solidaridad de la sociedad con los vecinos”, comentan escépticas varias voluntarias.
Anna recuerda con los ojos medio cerrados el día que la guerra llegó a Járkov, en el noreste de Ucrania. El barrio entero murmuraba sin salir de la cama, el miedo arropado en el silencio de la noche. “Lo primero que piensas es qué tengo que coger, qué es necesario. No sabes si volverás”, cuenta en una cafetería...
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