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Hace poco, en unas jornadas sobre usos de la Teoría en la literatura y el cine en las que participé1, me fijé en que en al menos tres de las intervenciones se hablaba de “escrituras híbridas” para referirse a las de autores como Pasolini o Bataille. Cuando, en una de las mesas redondas, llegó el bloque alrededor de la Teoría y el género, se me ocurrió preguntar por el papel del cuerpo en la Teoría; si escritores como Pasolini o Foucault no habían tenido, además de una vida más allá de la academia, o mejor aún, una forma de vida que también hacía la forma del texto, un cuerpo deseante y en peligro de ser violentado por sus enemigos o devorado por la enfermedad; pero, sobre todo, si el cuerpo del pensamiento que hicieron, y de la tal Teoría que en las jornadas abordábamos, no sería la escritura misma, de por sí híbrida y, por lo tanto, no necesitada de un adjetivo que, de facto, la estaría poniendo al margen de los usos académicos apropiados, si bien tan sacralizada como para no parar de citarla. Tal y como el cuerpo y sus gestos están siendo desaparecidos por la conversión de la imagen fílmica en vehículo de una trama veloz, quizá podría decirse que el discurso –en tanto producto de la coherencia y cohesión de unos argumentos que se suceden, y cuya fluidez define una claridad que muchas veces no sería sino transparencia semántica altamente valorizada en el mercado lingüístico en su fase neoliberal– podría estar haciendo desaparecer el cuerpo de la escritura de modo que su necesaria rareza, viveza y opacidad, su parte de secreto, se ven obligadas a desespesar su densidad, cuadrar en el marco discursivo, revelarse y entrar gentilmente por el aro informacional2. Por eso, entre otras decenas de motivos tan irresolubles para un poema como la extrema desigualdad en el reparto de los bienes materiales y el consecuente acaparamiento de los protocolos de acceso a los bienes un poco menos materiales, leer poesía hoy (o al menos poesía no parecida a la que se parece a la comunicación estandarizada) da un poco de eso que algunos llaman eufemísticamente respeto, pero que quizá sería mejor llamar miedo. Y aunque, al afirmar esto sobre la pérdida de la poesía como pérdida de experiencia no solo poética sino corporal y vital, pudiera hallarme en la soledad de un gesto romántico, quisiera con él autorizarme a no recular ante la puerta de nuevo abierta..., franquearla y esperar sin más enfocar y enfatizar el punctum escrito –por escribir algo híbrido y apurado– y el apabullante y singular pensamiento en él condensado de < Jardín de las mixturas. Tentativas de hacer lugar, 1995 -… > de Alejandra Riera, de uno de cuyos hermosos textos proceden las anteriores cursivas3. Viéndola me pregunto si no es una de esas exposiciones que, si explicaras, en gran parte desharías, dado que se trata de una, en sus palabras, “presentación” que genera su propia lengua, además de su genealogía y contemporaneidad, y que, sobre todo, tiene la escritura –y no la información o el big data que informa otras estéticas que le son coetáneas pero no acompañantes– como uno de sus materiales principales. Que es tanto como decir que no puedes imprimir en digital un óleo sobre lienzo sin que la imagen (que no su superficie visual) desaparezca. Así que no creo que haya otro modo de entrar en ella del todo que estar en ella un tiempo y sentarse a leer imágenes y textos en una silla de madera sobre una mesa sobre la cual también hay textiles, hilos, hojas secas, frutos, vegetales, cerámicas; figuras, colores y formas con las que habitamos el mundo y, por lo tanto, con las que también lo leemos y miramos; lo cual resulta tan sencillo y accesible como exigente para el tipo de trayectorias directas, tiempos veloces y lecturas en diagonal que describimos actualmente, también en los museos.
Jardín de las mixturas no solo pide lectura, sino tiempo. Un tiempo que hace al tiempo pasar más denso, más presente, como el cine que no ha sucumbido a la trama y que todavía procura una experiencia a quien lo mira. Las películas “no eléctricas” que se van encontrando a lo largo de la exposición están hechas de luz y sombra, de agua y piedra, de vegetal y cordel, de tiza y polen, de dos dibujos en lápices de color que uno tras otro forman una secuencia, de texto en forma de leyenda e imágenes concebidas como “vistas parciales”4 que, por montaje con otras vistas parciales, multiplican y amplían exponencialmente nuestra visión-comprensión; hechas con artefactos caseros de encuadre y captura de luz, etc. También hay cinco películas, digamos, eléctricas. Y una potente pequeña historia del cine que muy bien podría ser leída a partir de las piezas de las dos primeras salas de la tercera planta. Esta historia comenzaría con las fotografías de las trabajadoras de la fábrica de los hermanos Lumière produciendo las emulsiones y preparando el papel fotográfico5 en diálogo con las reflexiones de Simone Weil cuando fue obrera de la Renault entre 1934 y 1935, recoge la noticia de los nómadas que proyectaban los primeros rollos fílmicos en sus barracas ambulantes antes de que el cine fuera sedentarizado (y aburguesado) por ley, retomaría el Anagrama de ideas sobre el arte, la forma y el cine de Maya Deren en diálogo con las esculturas de deidades y rituales tradicionales haitianos en chapa de hierro recortada de Georges Liautaud, y se demora en un conjunto de mujeres durmientes que incluye a, entre otras, Lucia Joyce recostada en una hamaca, una reprise en negativo y cosida de la campesina tumbada en la hierba de Camille Pisarro y la espectadora dormida en una sala de cine que Theresa Hak Kyung Cha recoge en una de las páginas de APPARATUS, su libro de textos en torno al aparato cinematográfico. Y mientras sucede este relato tan sumamente desviado y descentrado del habitual, un conjunto de cámaras, digamos, disfuncionales, y un vídeo que guarda la apertura de un paño de un muro del museo que fue hospital para que llegue un haz de luz (y de aire) a los sótanos donde se encerró y escondió a “mujeres dementes” y “dementes incurables” nos permiten imaginar un cine otro, un cine híbrido, o mejor aún, un cine al envés del mainstream actual, una actualización de la potencia popular, femenina, marginal, de movimiento y encuentro del cine sin adjetivo. No obstante esta preeminencia del cine como material tan principal como lo sea la escritura, si de algo diría se compone la presentación de Riera es de un montón de gestos tan radicales como seguramente frágiles por estar hechos todos a la vez, además de por ser dispuestos dentro de un cubo blanco y ante aquel espectador que no quiera poner tiempo en leer ni estar. Que, por ejemplo, alguien que entre en la sala de bóvedas y, antes de esperar a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad, encienda una linterna mediante un gesto modelado por la velocidad y desconexión situacional que el dispositivo del móvil ha impreso en nuestras formas de vida, probablemente sea un problema irresoluble para la cámara de Alexandre Chanoine hecha de piedra de río y piedra de amolar (que al accionar la manivela simultáneamente rueda y proyecta en agua una película “no eléctrica”) situada justo debajo del haz de luz abierto desde tres plantas más arriba. (Y que, así y todo, sea en ese sótano oscuro donde mejor se produce la parte de secreto de la exposición, su invisible más visible, digamos, junto con el jardín). Que, por ejemplo, la experiencia del taller Lucioles [luciérnagas], hecho con las personas voluntariamente internas y las trabajadoras del hospital de La Borde, pueda no llegar a hacer visible su invisible con similar intensidad mediante el conjunto de fotografías, leyendas y película dispuestas contra la pared de la sala del museo, tampoco parece un asunto fácilmente resoluble para una poética tan radicalmente basada en la no objetualización y para una disposición de elementos en el espacio y tiempo tan crítica con los dispositivos de la modernidad, el expositivo-museístico incluido.
El gesto de no acotar el contorno de ninguna obra-para-ser-contemplada-a-solas sino deshacer sus perfiles, sus enmarcados, sus calidades materiales, sus discontinuidades, para ponerlas en continuidad con los procesos de taller de los que vinieron. El rechazo a cualquier mínimo gesto de objetualización de ninguna de las personas participantes de esos talleres o experiencias compartidas en un centro psiquiátrico, en un campo de refugiados kurdo, en un barrio periférico de la ciudad de Valence; la fotografía en la que aparecen los etnógrafos que preparan el set para fotografiar a una mujer indígena, pero no esa mujer que está siendo agredida por la cámara colonial, bajo la premisa de no sobreexponer ni reproducir una vez más la imagen de la violencia, la pobreza, la exclusión en cuanto sujeto portador. Y en relación con lo anterior, el gesto de disponer una cámara de 16mm junto a una cerbatana. El gesto de elegir unos materiales, digamos, menores, y no otros; la textura tan característica que de esa elección emerge. El gesto de que sus piezas aparezcan en igualdad y compañía con la de tantas otras artistas anteriores y simultáneas, como Ceija Stojka, Gabriela Kraviez, Teresa Lanceta, Sybile Coovi Handemagnon, Bahar Kocabey, Carmen Uranga, Marine Lahaix. El gesto de tomar tan en serio el inacabamiento de la película que Maya Deren grabó en Haití y renunció a terminar y proyectar nunca como para no filmarla mediante otros textos e imágenes impresos sobre papel vegetal, que en ningún caso reproducen los contenidos de los rushes a los que se renunció, sino que en todos los casos despliegan una brillante lectura sobre máquina, colonia, capital, forma y experiencia; y a dicho gesto, además, y de forma creo que radicalmente feminista, no darle demasiada importancia: Lo que hay que restaurar, más allá de los rushes en sí, es esta dificultad de traducir, por medio de una película, la experiencia. Y esto sin hacer apología, sin fetichización... Y es posible que todos los anteriores parezcan coincidir con la noción de gesto como acto intencional desplegado en el orden de lo simbólico y cruzado, además, por la teoría crítica, la crítica institucional, el pensamiento decolonial, Rancière, Deligny, los situacionistas, etc.; pero, a mi modo de ver, su cualidad material bien podría también coincidir con la noción de gesto como movimiento expresivo y afectivo de un cuerpo concreto; en este caso: un cuerpo radicalizado por la lectura de todas las escrituras de las artistas y pensadoras hasta aquí mencionadas (y aún más, muchas más). De ahí que me parezca que los textos con, digamos, autoría que hacen de leyendas en Interrogación acerca del/nuestro afuera (Valence-le-Haut) y los de los papeles vegetales que componen la pieza en torno al Anagrama de Maya Deren ocuparían la condición de materiales desocupando la condición de cita para hacer con las imágenes un vínculo más carnal o, simplemente, escrito, si bien considero casi imposible demostrar este punto, mucho menos desde una actualidad de las artes contemporáneas completamente anegada de citas que arriesgan a intimidar a quienes aún no conozcan a sus autores, en lo que podría ofrecer otro de los problemas de recepción de esta exposición.
¿El pensamiento decolonial, la teoría feminista, la filosofía francesa que hayamos leído quienes los hayamos leído nos han radicalizado estética y vitalmente? Quiero decir, no nuestros discursos sino su coherencia, y no en el sentido de coherencia-y-cohesión sino en el de, digamos, consecuencias en las obras y las vidas. Dentro del juego de espejos retórico de los discursos del arte hoy (a los que esta misma reseña pertenecería) resulta muy arriesgado y deslizante afirmar que una obra hace lo que sus textos (centrales o adyacentes) dicen que quiere hacer pasar y no pasar, pero, en este mismo contexto y a esta altura de absorción de la Poesía por el Algoritmo, no me parece para nada poco (sino al revés) que una obra como la de Riera apueste activamente a ello renunciando a cualquier posible efecto en el orden de lo espectacular. En alguna parte alguien escribió: “Crear en vez de que la creatividad se libere, desear en vez de desear el deseo, en fin, combatir la cibernética en vez de ser un cibernético crítico”. Hacer que un poquito de hierba poco a poco convierta un patio de asfalto consagrado a los coches en un jardín (en la Escuela Superior de Arte de Bourges) o que se asilvestren y reflorezcan dos parterres del jardín del Museo Reina Sofía que da nombre a la cosa mientras quienes lo plantan y cuidan tienen que cooperar en vez de cancelar discursivamente la posibilidad de transgredir un arte y un mundo en los que ya no se cree, pero sin apología ni fetichización, sin darle importancia. Gesto(s) sin gloria que tiene(n) nada de heroico(s), a excepción de ser inimaginable(s) en el presente. Desde la mesa redonda, un profesor me responde que la biografía de un autor no es necesaria para estudiar su teoría, pero esa no era mi pregunta.
Notas:
1. Universitat de Barcelona, 16-17/5/2022; jornadas organizadas por David Viñas y Virginia Trueba.
2. La idea sobre la desaparición del cuerpo por la trama la escuché de la cineasta Clarisa Navas, con quien vengo pensando estos asuntos en conversación.
3. En concreto, de la carta escrita con motivo del proyecto poétique(s) de l’inachèvement [poética(s) de lo inacabado], presentado en la sala de Bóvedas del Museo Reina Sofía entre el 25 de septiembre de 2013 y el 6 de enero de 2014, y retomado en 2022 en Jardín de las mixturas. Texto disponible en línea en la web del Museo: https://www.museoreinasofia.es/sites/default/files/exposiciones/folletos/folleto_alejandra_riera.pdf El resto de cursivas de la reseña proceden de este mismo folleto o de otros textos de Riera leídos enla exposición de 2022.
4. “Vistas parciales” son las palabras con las que Alejandra Riera quiere nombrar una producción de imágenes de escala corporal.
5. ¿En qué piensan estas obreras cuando a la hora de haber terminado su jornada, un lunes del 19 de marzo del 1895, un poco antes o después de que esas fotografías fueran tomadas, los patrones de la misma, los hermanos Lumière, inventores técnicos e industriales del cinematógrafo, las solicitan como figurantes del considerado primer film de la historia occidental del cine: “Sortie des Usines Lumières”, en el que una centena de obreras deben desviar la mirada de la cámara mientras abandonan la fábrica por alguna de sus dos puertas, desapareciendo por ambos lados de la imagen? (Fragmento de la leyenda que acompaña las fotografías de las trabajadoras
Hace poco, en unas jornadas sobre usos de la Teoría en la literatura y el cine en las que participé1, me fijé en que en al menos tres de las intervenciones se hablaba de “escrituras híbridas” para referirse a las de autores como Pasolini o Bataille. Cuando, en una de las mesas redondas, llegó el bloque...
Autora >
María Salgado
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