Procesados
Esa lista de ingredientes no fue escrita para ti
La información al consumidor que hay impresa en los envases alimentarios es obligatoria, pero la escritura y redacción de esos textos están llenas de barreras que impiden su comprensión
Laura Caorsi 20/08/2022
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Menos de medio minuto. Eso es todo lo que dedicamos a elegir un producto de alimentación en el supermercado. En esa brevedad, que la Cátedra ShopperLab de la Universidad Complutense de Madrid cuantifica en 25 segundos, hacemos varias cosas: observamos los envases, comparamos las opciones, prestamos atención al precio y escogemos lo que nos parece mejor. Con un cronómetro en la mano, podríamos pensar que somos eficientes, que el tiempo es suficiente o que concurren ambas maravillas. Pero la historia no es tan sencilla ni tiene un final feliz. La historia es que, muchas veces, elegimos desinformados.
Cuando recorremos el supermercado, lo primero que vemos es publicidad. La cara visible de un envase, la parte frontal, es principalmente un reclamo. Da igual que sean galletas, mejillones en conserva, cereales de desayuno o bebidas vegetales: lo que vemos desde lejos, sin esfuerzo y sin quererlo son anuncios, que para eso están, para ser vistos. Los elementos que encontramos en esa zona –las fotos, los colores, los mensajes e incluso el nombre– tienen tres objetivos muy claros: llamar nuestra atención, contarnos cómo es el producto que hay dentro y convencernos de que lo elijamos.
Salvo algunas excepciones, la información está en otro lugar. Normalmente, se encuentra en algún lateral, debajo o detrás, en una zona menos visible, con palabras menos claras, párrafos más compactos y letras más pequeñas. De hecho, el texto que de verdad nos cuenta cómo es el producto que nos estamos planteando comprar resulta muchas veces ilegible, ininteligible y denso. Las facilidades de lectura que hay delante se agotan allí, en la zona de promesas, y contrastan con el ladrillaco informativo que hay detrás, en la zona de certezas. Si una cara atrae, la otra repele. Son miel y naftalina.
Un selfie con la caja de galletas
“Yo te juro que lo intento, pero no puedo. No sé si cada vez soy más viejo, el tamaño de la letra es más chico o tengo los brazos más cortos”, me dijo mi padre hace poco. Se refería, por supuesto, al esfuerzo que le supone leer las listas de ingredientes cuando va al supermercado. Aunque allí hay buena iluminación y el hombre le pone ganas –acerca o aleja los envases para enfocar, como si se estuviera haciendo un selfie con las cajas de galletas–, no hay gafas ni contorsión que valgan: ese bloque informativo le resulta muchas veces ilegible.
Mi padre y su frustración no están solos. Los problemas de visión son muy frecuentes y el tamaño de las letras es pequeño. Tan pequeño que los mínimos permitidos están establecidos por ley. Ojo al dato: la norma europea que regula la información alimentaria facilitada al consumidor establece que la altura mínima de la letra debe ser de 1,2 milímetros en los envases que tengan más de 80 cm2 , y de 0,9 milímetros en los envases con menos superficie. Milímetros, sí. Por eso tenemos la impresión de que algunos productos vienen con test de visión incluido.
Este punto no es baladí. Según el Libro blanco de la salud visual en España, editado en 2019 por el Consejo General de Ópticos-Optometristas, el 67 % de la población de nuestro país reconoce tener alguna anomalía visual y el 54 % utiliza gafas o lentes de contacto. Hablamos de millones de personas con miopía, astigmatismo y presbicia –los tres problemas más habituales–, que afectan a los adultos, y de problemas visuales que también tienen los niños. En España, uno de cada cuatro escolares utiliza gafas o lentes de contacto. Y la cosa no va a mejor: estudios más recientes elevan la cifra de personas con problemas de vista hasta casi el 80 %.
Es decir: la mayoría de la población española tiene dificultades visuales, pero la norma permite ofrecer la información alimentaria obligatoria con letras milimétricas.
Sopa de letras
El problema de lectura es más grave todavía. Porque si la letra no ayuda, el diseño y el lenguaje tampoco. Muchas veces la información aparece apelmazada, poco o nada jerarquizada, hay paréntesis, guiones y palabras raras, y más asteriscos que en La noche estrellada de Van Gogh. Todo está apretado y condensado, como en una pastilla de caldo. No hay nada en ese bloque que nos invite a la lectura o ayude a la comprensión. Y eso que, se supone, el texto está dirigido a nosotros.
Además, no todas las personas conocen las principales reglas de este idioma peculiar de los envases. Entre ellas, que los ingredientes siempre aparecen ordenados de mayor a menor, que es obligatorio indicar la cantidad de un ingrediente cuando este se usa como reclamo en la zona de promesas, o que existen los ingredientes compuestos, que están formados por otros, tipo matrioska, y cuyo contenido se expresa entre paréntesis o corchetes.
Conocer las reglas del etiqueting ayuda mucho a entender lo que hay escrito, pero no es suficiente
Conocer las reglas del etiqueting ayuda mucho a entender lo que hay escrito, pero no es suficiente. Las barreras de estos textos son robustas y se notan sobre todo en los productos alimenticios que tienen muchos ingredientes. Para verlo, nada mejor que hacer un experimento con un ejemplo real y, por qué no, hacerlo en formato pasatiempo. Eso sí, antes de empezar, pongamos en marcha el cronómetro. ¿Listos? Va: en este producto –una ensaladilla de cangrejo–, ¿cuáles son los ingredientes principales y qué cantidad de cada uno hay?
Respuesta: la ensaladilla tiene cuatro ingredientes principales. Son el surimi (44,1 %), la salsa (31,1 %), la piña (16,9 %) y el huevo cocido (7,9 %). La cantidad de salsa la podemos deducir porque conocemos la cantidad de los otros tres ingredientes. ¿Qué pasa con el cangrejo que se usaba como reclamo? Que solo hay un 0,1 %. ¿Y por qué es tan complicado entenderlo de un vistazo? Porque el surimi y la salsa son ingredientes compuestos, porque nos falta formación para saber cómo leer esto y porque la información no está jerarquizada. Quizás sería más sencillo comprender la lista si estuviese puesta así:
Ahora bien, ni las listas de ingredientes están escritas de esta forma ni nosotros hacemos la compra en modo pasatiempos. Más bien, vamos en modo faltatiempos y hacemos lo que podemos. Dedicamos 25 segundos de media a elegir cada producto de alimentación (a veces, bastante menos) y no llevamos calculadora, lupa o cuadernos para hacer este tipo de ejercicio. Las barreras nos impiden acceder a la información. Cuando no leemos la información, compramos guiados por la publicidad. Si la información obligatoria es ilegible, ininteligible y densa, ¿cuál es su cometido? ¿Para quién fue escrita en realidad?
Menos de medio minuto. Eso es todo lo que dedicamos a elegir un producto de alimentación en el supermercado. En esa brevedad, que la Cátedra ShopperLab de la Universidad Complutense de Madrid cuantifica en 25...
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