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Mi amiga Alba me recomendó que fuésemos a la Casa de Campo. Me pareció una idea obscena, se lo dije. Le pregunté si ella lo había hecho ahí alguna vez y me dijo que no, con una expresión que indicaba más bien que sí. Alba tiene estas cosas. “Es muy grande”, subrayó, “hay mucho sitio, te puedes perder por ahí dentro”. Sus cejas empezaron a bailar. Me reí.
No sé por qué la conversación se había ido por ese camino y me estaba empezando a resultar incómodo. El sexo no era lo fundamental de esta historia, ni mucho menos. Traté de dejarlo claro:
–Es una chica muy especial, me gusta de verdad. No quiero forzar las cosas, nos estamos conociendo.
Alba me había preguntado si estaba con alguien y yo le dije que había conocido hacía poco a Azahara. Nos encontramos de fiesta por La Latina, donde ella vivía. Fue al final de la noche, estábamos un poco perjudicados, y eso facilitó una conversación muy profunda, de esas que tal vez solo se puedan tener con desconocidos.
Así, como quien no quiere la cosa, hablamos de todo un poco, de Madrid, del mundo, de nuestras familias y amigos, de la infancia, de nuestros sueños, de los perros y del sentido de la vida, mientras pasaban los barrenderos y dos chicas rubias hacían pis entre los coches.
Teníamos muchas cosas en común. Los dos éramos espíritus inquietos, nos movía la curiosidad y un carácter optimista. Ella no creía en Dios exactamente, pero sí que pensaba que había “algo”, y le iba bien cuando se dejaba guiar por las “energías”. Le interesaban los temas espirituales, le gustaba hablar de ello.
Tenía una sonrisa muy bonita. Era una chica tranquila, transmitía luz, ninguna tensión, nada oscuro. De repente me sentí muy afortunado de encontrarme ahí con ella.
Hacía poco que había llegado a Madrid para buscar trabajo, era del sur de España, aunque había viajado mucho. Había vivido en Europa del Este y en Irlanda e incluso había sido voluntaria en Kenia. Hablaba bien inglés.
La acompañé hasta su casa.
–Uuuh… ¿y subiste? –preguntó Alba.
Intercambiamos números de teléfono en el portal. Desde entonces, nos escribíamos todos los días, la conversación era constante y natural, como un río. Nos habíamos vuelto a ver el domingo pasado, para tomar un café.
–¿Solo un café?
Mi amiga Alba movía las cejas. Qué pesada, no sé qué le pasaba ese día.
Azahara vivía en un piso compartido, que no estaba mal para la zona que era. Tenía cinco habitaciones. La casera vivía en una de ellas, era una mujer polaca con un pensamiento bastante estricto. No permitía visitas. Además, en el piso solamente se admitían mujeres. Al parecer, estas políticas tenían que ver con disputas que se habían producido entre las inquilinas en el pasado.
Ella pensaba que, con el tiempo, podría convencer a la casera de que le dejase subir con alguien, pero todavía era demasiado pronto, apenas llevaba un mes allí y no tenían el nivel suficiente de confianza.
–Ah, o sea, que lo habéis hablado… – observó Alba.
–Bueno, sí...
Yo a Azahara le había hablado lo más vagamente posible de Maricarmen y los tres chihuahuas. Me parecía demasiado pronto para sacar ese tema, pero tampoco quería que ella pensase que yo vivía con una novia o algo así. Quería ser honesto y quería parecerlo.
Creía que a Maricarmen le iba a dar igual que yo subiese con una mujer, más allá de lo cotilla que es, pero tampoco me apetecía mucho comprobarlo. Además, me preocupaba por ella: era una persona mayor, vulnerable, y, como buen compañero de piso, no quería exponerla al covid.
En resumen, la situación era, en ese momento, complicada, pero, tal y como le había dicho a Alba, yo no tenía ninguna prisa y no quería pensar en ese tema. Confiaba en que, si todo progresaba en esa dirección, llegado el momento, el amor, como siempre, se abriría camino por algún lado.
Pero no en la Casa de Campo.
Mi amiga Alba me recomendó que fuésemos a la Casa de Campo. Me pareció una idea obscena, se lo dije. Le pregunté si ella lo había hecho ahí alguna vez y me dijo que no, con una expresión que indicaba más bien que sí. Alba tiene estas cosas. “Es muy grande”, subrayó, “hay mucho sitio, te puedes perder por ahí...
Autora >
Elena de Sus
Es periodista, de Huesca, y forma parte de la redacción de CTXT.
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