retóricas subversivas
La memoria de la revolución frente a la amenaza del fascismo
El fascismo se sirvió muchas veces de una retórica revolucionaria para presentarse no solo como un movimiento del pasado, sino también como uno del futuro y por ello mismo rupturista
Edgar Straehle 7/08/2022
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Fascismo y revolución
A veces se olvida que el fascismo se sirvió intencionadamente de una retórica en muchos casos revolucionaria. En tales ocasiones se quiso presentar no solo como un movimiento del pasado, sino también como uno del futuro y por ello mismo rupturista. En los años veinte del pasado siglo el aura que rodeaba a la palabra “revolución”, y esa retórica subversiva o transgresora que le podía acompañar, influyó en que la quisiera hacer suya. Se trata de un aspecto importante para comprender que, aunque haya muchos elementos en común, el fascismo no debe ser entendido mera o fundamentalmente como un movimiento reactivo o reaccionario. Si De Maistre definió célebremente su propia posición reaccionaria no como una Revolución contraria “sino lo contrario de la Revolución”, se podría decir que en este caso sucedió más bien al revés: en cierto sentido, la reacción fascista a la revolución se planteó a menudo en sí misma, y se quiso mostrar a nivel público como una revolución. Cuando menos, si bien pienso que no solamente desde una perspectiva como la estética o discursiva.
Esto no pasó desapercibido a unos cuantos contemporáneos. Por ejemplo, el gran poeta estadounidense Archibald MacLeish cargó tempranamente y con fuerza contra la peligrosa emergencia del fascismo, algo plasmado en escritos como su breve The Irresponsibles. A Declaration (1940), publicado en pleno apogeo del nazismo en Europa. En este contexto, resaltó el componente revolucionario del fascismo, pero en un sentido inequívocamente peyorativo: lo retrató como una revolución de lo negativo, como “una revolución de crueldad, astucia y desesperación”, cuyo único objetivo era el poder. Más que como una contrarrevolución la vio como una revolución contra (revolution against). Antes, Hermann Rauschning había destacado en su Revolución del nihilismo (1938), cuya edición británica llevó el título de Germany's Revolution of Destruction, que el nazismo era a la vez una revolución y una contrarrevolución. Antes que Hannah Arendt, también lo definió por su manera de funcionar como una suerte de revolución permanente (y nihilista) que no era fiel a ningún programa o doctrina. Para acabar, en esos mismos años Franz Neumann denunció en Behemoth (1942) que la retórica revolucionaria nacionalsocialista no era más que una burda apropiación de la fraseología marxista con el fin de atraer y seducir a la clase trabajadora. En su opinión, el objetivo era desarraigar el socialismo mediante un proceso de trasmutación por el que se reinterpretaba y rearticulaba el marco marxista desde un prisma nacionalista y racista. Al respecto escribió que “la nueva ideología nacionalsocialista es a todas luces una tergiversación de la ideología marxista” para atraer a la clase trabajadora.
No se puede dar cuenta aquí de una retórica revolucionaria fascista que se manifestó de múltiples maneras y acusó no pocas modulaciones, contradicciones y/o tensiones internas. El propio carácter plural y proteico de los diferentes fascismos, con no pocos cambios según la geografía y las coyunturas temporales, imposibilita explicar adecuadamente en unos párrafos lo que merecería un libro entero. De hecho, la misma palabra “fascista” no deja de ser problemática como término común.
El deseo de Freyer era recuperar la unidad social y llevar a cabo un desplazamiento del sujeto revolucionario que se debía traspasar del proletariado al pueblo
Baste recordar por el momento la Exposición de la Revolución Fascista (Mostra della Rivoluzione Fascista) promovida por Mussolini o discursos como los suyos, aderezados muchas veces con un tono revolucionario. Eso también se puso de relieve en escritos como La doctrina del fascismo, donde se aseveraba que el Estado fascista “no es reaccionario, sino revolucionario, en cuanto anticipa la solución de determinados problemas universales (…). Y es revolucionario, sobre todo, el Fascismo en el exigir la necesidad moral de orden y disciplina, y la obediencia a los dictados morales de la Patria”. En la voz “fascismo” de la Enciclopedia italiana de 1932, firmada por Mussolini y asimismo obra del filósofo Giovanni Gentile, se especificaba que “el Estado fascista es único y una creación original. No es reaccionario, sino revolucionario” y luego añadía que se trataba de “la primera revolución del pueblo italiano”. Para acabar, en su larga Storia della rivoluzione fascista(1937), Roberto Farinacci afirmó incluso que la Revolución rusa era una revolución falsa y que solo la fascista era “verdadera revolución, porque la concepción fascista de la vida implica una transformación total del hombre, de la sociedad y del Estado”.
Algo semejante nos encontramos con otros proyectos cercanos como la “Revolución nacional” de Vichy, expresión utilizada muchas veces por Pétain y que ya había desarrollado una compleja figura como la de Georges Valois en su desencantado libro La révolution nationale (1924), o, por supuesto, el falangismo español, algo tratado en grandes obras de referencia como El evangelio fascista de Ferran Gallego o España contra España de Ismael Saz. No solo Ramiro Ledesma Ramos o José Antonio Primo de Rivera apelaron a esa retórica revolucionaria, y hablaron en términos de “revolución nacional”, “revolución española”, “revolución nacionalsindicalista”, “revolución verdadera” o “revolución pendiente”. También lo hizo el mismo Franco, quien podía emplear este tipo de fraseología y/o, según el contexto, recurrir a otro tipo de marcos como los de la tradición. Según ha señalado Zira Box en su muy recomendable libro España, año cero: la construcción simbólica del franquismo, “el necesario carácter híbrido del Movimiento supuso que este se perfilara como fascista y católico, tradicional y revolucionario”. De hecho, resulta interesante tener en cuenta que, en el primer párrafo del Fuero del Trabajo, la primera de las leyes fundamentales del franquismo, se afirmara:
“Renovando la Tradición Católica, de justicia social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado Nacional, en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y Sindicalista, en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar –con aire militar, constructivo y gravemente religioso– la Revolución que España tiene pendiente y que ha de devolver a los españoles, de una vez para siempre, la Patria, el Pan y la Justicia”.
Además, en 1938 Franco afirmó en una entrevista con el escritor Henri Massis para la revista Candide que “España no realizará íntegramente su revolución más que volviendo a ser fiel a sí misma, más que volviendo a encontrar el orgullo de su ser, más que haciendo de su espíritu una realidad que la permita elevarse nuevamente por encima del resto del mundo”. En un discurso del mismo año, y con ciertas variaciones reproducido luego incluso en manuales dedicados a la Formación del espíritu nacional, exclamó:
“Yo lanzo desde aquí serenamente la consigna: Revolución Nacional Española. Y digo: ¿es que un siglo de derrotas y de decadencia no exige, no impone una revolución? Ciertamente que sí. Una revolución de sentido español que destruya un siglo de ignominia que importaba doctrinas que nos habían de producir nuestra muerte; en el que, al amparo de la libertad, de la igualdad y la fraternidad y de toda la tópica liberalesca se quemaban nuestras iglesias y se destruía nuestra Historia. Mientras que en nuestras calles de ciudades y pueblos la multitud inconsciente, engañada, gritaba: ¡Viva la libertad!, se perdía un Imperio levantado por nuestros mayores en siglos de esfuerzos y heroísmo, y mientras nuestros intelectuales especulaban en los salones con su seuda [sic] sabiduría enciclopedista, nuestro prestigio en el mundo sufría el más grande eclipse, en el que nuestros artesanos despreciaban la hermandad de nuestros gremios y todo el tesoro espiritual que la ennoblecía con nuestra tradición. Una revolución antiespañola y extranjerizada nos destruyó todo aquello. Otra revolución española genuina recoge de nuestras gloriosas tradiciones cuanto tiene aplicación en el progreso de los tiempos, salvando los principios de nuestros pensadores”.
Para acabar, también el nazismo se empapó de este marco discusivo revolucionario. Hitler, quien en Mein Kampf (1925) ya había identificado el movimiento nacionalsocialista con uno revolucionario centrado en la cuestión racial y, sobre todo al poco de llegar al poder, habló a menudo de “la revolución nacional”, “la revolución nacionalsocialista” o “la revolución de 1933”. Esta retórica revolucionaria, y más desarrollada teóricamente, ya había sido avanzada por Arthur Moeller van den Bruck, autor del influyente libro El Tercer Reich (1923), padre intelectual de la revolución conservadora y figura reivindicada hoy en día por Alain de Benoist o Aleksandr Dugin. El pensador alemán había declarado explícitamente su voluntad de apropiación del impulso revolucionario con el fin de renovar el movimiento conservador y rescatarlo así de su nostalgia o su pasadismo. De ahí que escribiera que “no queremos continuar impulsando la revolución, sino aquellas ideas de la revolución que yacían en su seno y ella misma no ha comprendido. Queremos unir estas ideas revolucionarias a las conservadoras, que siempre se acaban por producir, hasta alcanzar aquellas condiciones en las que podamos volver a vivir. ¡Queremos ganar la revolución!”.
El crecimiento del fascismo no hubiera sido posible sin la rebelión contra la Ilustración y la Revolución Francesa que barrió Europa
Unos años más tarde, el entonces prestigioso sociólogo Hans Freyer publicó el libro Revolution von Rechts(1931), donde criticó que hasta ese momento las revoluciones habían sido siempre de izquierdas y promovidas desde abajo. Desde su perspectiva, la revolución había sido hasta entonces la viva imagen de la división social, una crónicamente instalada en un último siglo y medio que definió como los tiempos de una “revolución en permanencia” y contra la cual se debía luchar. Pensando en el nazismo, el deseo de Freyer era recuperar la unidad social y por ello llevar a cabo un desplazamiento del sujeto revolucionario que se debía traspasar del proletariado al pueblo (Volk). De ahí que concluyera que “solo la deconstrucción de la revolución de la izquierda inaugura la revolución de la derecha”. Pocos años más tarde, y ya canciller, Hitler retrató su “revolución de 1933” no solo como una revolución opuesta a las otras de la historia, sino como una que también servía para poner un punto final a la era de las revoluciones.
Esta fraseología revolucionaria manifestó no pocas diferencias y variaciones según la geografía y las coyunturas de cada momento. Sin embargo, y aunque sobre todo el caso francés sea más complejo, un elemento en el que al menos a nivel retórico tendieron a coincidir fue en el rechazo del legado y la memoria de la Revolución Francesa, no pocas veces asociada a la Ilustración e incluso a una Modernidad maleable y condenable según los requerimientos de cada ocasión. Ya Zeev Sternhell escribió en su clásico El nacimiento de la ideología fascista que “el fascismo, antes de convertirse en fuerza política, fue un fenómeno cultural. El crecimiento del fascismo no hubiera sido posible sin la rebelión contra la Ilustración y la Revolución Francesa que barrió Europa a fines del siglo XIX y principios del XX”.
Por poner algunos ilustres y sintomáticos ejemplos, Mussolini afirmó acerca del fascismo que “representamos un principio nuevo en el mundo; representamos la antítesis neta, categórica, definitiva, de todo el mundo de la democracia, de la plutocracia, de la masonería: por decirlo en una palabra, de todo el mundo de los inmortales principios del 89”. Por su parte, Goebbels, quien publicó el libro Revolution der Deutschen en 1933, exclamó que con el gobierno nazi se procedía a una revolución del espíritu con la que se borraba “el año 1789 de la historia”. En eso coincidió con Ernst Röhm, quien, justo antes de ser asesinado en la Noche de los Cuchillos Largos, había escrito que “la revolución nacionalsocialista significa la ruptura interior con el pensamiento de la Gran Revolución Francesa de 1789”. Hitler mismo cargó en diversas ocasiones contra una Revolución Francesa que llegó a describir como un intento judío por acabar con la raza aria y la aristocracia.
Un episodio simbólicamente relevante tuvo lugar en noviembre de 1940 en la Asamblea Nacional de Francia y en el París recientemente ocupado por las tropas alemanas. En ese contexto, el conocido ideólogo nazi Alfred Rosenberg pronunció la triunfalista conferencia Oro y sangre (Gold und Blut), donde se propuso ajustar cuentas con la larga y detestada herencia revolucionaria de 1789. Debido a defender valores como la tolerancia, la culpó sobre todo por la emancipación de los judíos, con lo que en su opinión se habría corrompido la nación francesa y se explicaba su reciente derrota bélica. Siguiendo el relato contrarrevolucionario del abate Barruel, también la criticó por haber ayudado a propagar la masonería. A su juicio, todo ello habría coadyuvado al auge del principio del oro y del dinero en el mundo, lo cual habría desembocado en la Primera Guerra Mundial. Frente a ello, Rosenberg reivindicó la revolución alemana fundada en la sangre. De ahí que afirmara que “los epígonos de la revolución francesa se han topado con las primeras tropas de la gran revolución alemana” y que “con ello en principio se ha decidido hoy una lucha mundial”. Su conclusión era que la época abierta en 1789 llegaba a su fin. En una línea semejante, ya en El mito del siglo XX (1930) había afirmado que:
“La Revolución Francesa de 1789 no fue más que un gran colapso sin pensamientos creadores. Nosotros vivimos hoy su desmoronamiento (Verfaulen) y nuestro tiempo de cambios y de conocimiento de las especificidades de la sangre significa la mayor revolución del alma que conscientemente comienza hoy. Estos interrogantes de la época nos apremian diariamente. Es un deber de todos nosotros ocuparnos de ellas, dar cuenta de la lucha espiritual e incorporar a quienes se han despertado en las filas del ejército de la Alemania que se despierta”.
Antifascismo y revolución
El discurso de Rosenberg fue velozmente respondido. Lo hizo desde la clandestinidad un pensador comunista resistente hoy en día poco recordado, Georges Politzer con Revolución y contrarrevolución en el siglo XX (1941), escrito que tuvo que circular ilegalmente en la Francia ocupada y donde se propuso refutar una a una las afirmaciones del jerarca nazi. De esta manera, la lucha entre fascismo y antifascismo se convirtió a nivel discursivo en una lucha en el campo de la memoria que enfrentaba a dos interpretaciones de la historia que conectaban el pasado con el presente desde una perspectiva muy diferente.
El recuerdo de la Revolución Francesa fue ampliamente reivindicado por la resistencia francesa como una memoria desde donde movilizarse frente al enemigo nazi
Politzer enfatizó que la Revolución Francesa era el honor histórico del pueblo francés y, en una expresión que recuerda a Jean Jaurès, agregó que representaba un culto al pasado glorioso que, además, adquiría un nuevo sentido bajo la ocupación del imperialismo germánico. No por casualidad, el recuerdo de la Revolución Francesa fue ampliamente reivindicado por la resistencia francesa como una memoria desde donde desafiar las políticas gubernamentales de Vichy o movilizarse frente al enemigo nazi. En el momento en que el nazismo había puesto en cuestión todo el pasado derivado de la Revolución Francesa, y que lo hacía además para respaldar la funesta “revolución nacional” de Vichy, el deber asumido por Politzer era el de defender también ese pasado combatido e injustamente injuriado. Desde su perspectiva, la verdadera revolución nacional francesa no era la traición que en esa coyuntura se perpetraba en su nombre y protagonizaban sus compatriotas colaboracionistas, sino la desarrollada un siglo y medio antes y que, pese al paso del tiempo, aún merecía ser reivindicada.
Eso ayuda a explicar que la memoria de la Revolución Francesa fuera cultivada de diversas maneras por los resistentes. Desde este punto de vista, su lucha no era solo la de un presente frente a la amenaza del fascismo, sino también la de un pasado que merecía ser reivindicado; uno que explicaba buena parte de las conquistas alcanzadas en el anterior siglo y medio y desde donde se podía labrar un porvenir más promisorio. Un caso interesante fue la publicación clandestina del diario Le Père Duchesne, el mismo que, fundado en la primera Revolución Francesa, había reaparecido en las de 1848 y 1871. En la portada del primer número ya se subrayó sintomáticamente que:
“Le Père Duchesne eres tú, sois vosotros, somos nosotros, franceses de los derechos del hombre, de la revolución y de la libertad. Nos llamamos Père Duchesne porque en la época de la Gran revolución, la verdadera, la nuestra, aquella en la que vivimos todavía, aquella que aún brilla en el firmamento de la humanidad, aquella que juró la muerte de los tiranos, el pueblo del 93 encontró un poco de su aliento y de su cólera en un diario llamado Père Duchesne. Y cada día Le Père Duchesne estaba inmensamente encolerizado (bougrement en còlere). Y por eso debe renacer hoy porque Francia tiene la necesidad de estar inmensamente encolerizada (bougrement en còlere)”.
En un momento en que parecía no haber un horizonte promisorio de futuro, el pasado revolucionario podía aparecer como un recurso alternativo
El recurso a la retórica revolucionaria se dio desde muchos otros lados y geografías. En especial, quisiera mencionar el entonces celebérrimo discurso de Henry Wallace, a la sazón vicepresidente de los Estados Unidos. Lo pronunció el 8 de mayo de 1942, dos semanas antes de que los nazis acabaran con la vida de Politzer, y llevó el título de The Century of the Common Man (aunque también se la conoció como The Price of Free World Victory). Fue tal su éxito en su momento que, una vez publicado por escrito, se convirtió en uno de los discursos más leídos y reproducidos durante la Segunda Guerra Mundial. Se llegaron a distribuir millones de copias y se tradujo a veinte idiomas. Ahora bien, esa intervención no solo consistió en una durísima diatriba contra el enemigo nazi. Para ello también se detuvo en una reivindicación general y transnacional de los pasados revolucionarios, entre los cuales Wallace incluyó el de la entonces aliada Unión Soviética, como una herencia que debía inspirar y espolear la lucha del presente:
“La marcha de la libertad de los últimos 150 años ha sido una larga revolución popular. En esta Gran Revolución de los pueblos se encuentran la Revolución Americana de 1775, la Revolución Francesa de 1792, las revoluciones latinoamericanas de la era bolivariana, la Revolución Alemana de 1848 y la Revolución Rusa de 1917. Cada una de ellas habló en nombre del hombre común en términos de sangre en el campo de batalla. Algunas se excedieron. Pero aquello significativo es que la gente se abrió paso a tientas hacia la luz. Su gran mayoría aprendió a pensar y trabajar juntos. La revolución popular aspira a la paz y no a la violencia, pero si se atacan los derechos del hombre común, se desata la ferocidad de la osa que ha perdido a su cría”.
De este modo, y pese a que Wallace también procuró acercar el mensaje compartido al legado del New Deal de Roosevelt, la respuesta que quería impulsar frente a la amenaza fascista se desarrollaba en el marco de una difusa herencia revolucionaria común que, con sus luces y sombras, coincidía en unos propósitos más o menos ilustrados que se oponían frontalmente al mensaje fascista. Desde ahí se armaba una especie de “revolución defensiva” o, por así decir, “contracontrarrevolución” que conjurara la tan temible como terrible contrarrevolución nazi. Es decir, el pasado podía servir a veces como vehículo de inspiración para un futuro mejor. En este caso, y aunque ambos tiempos estuvieran interrelacionados, fue también uno de movilización para evitar la deriva hacia un presente peor. En un momento en que parecía no haber un horizonte promisorio de futuro, el pasado revolucionario podía aparecer como un recurso alternativo desde donde unirse y pertrecharse simbólicamente contra la amenaza de la contrarrevolución.
La forma de luchar contra el nazismo no era renunciando al legado revolucionario sino ahondando en él y encaminarse hacia un nuevo y esperanzador futuro
En cambio, en otras ocasiones, y a causa del peculiar y fatídico momento histórico en el que se vivía, el recuerdo de 1789 podía implicar continuar a su manera con una tradición de la revolución que al mismo tiempo no se supeditara a la memoria de ningún referente histórico concreto. Con ello se testimoniaba que la cuestión revolucionaria no era solo un affaire del pasado sino también de un presente que se la debía replantear para responder a los nuevos desafíos. En otras palabras, no bastaba con reaccionar defensivamente contra la reacción (o esa contrarrevolución que en caso oportuno podía presentarse con ribetes revolucionarios), sino que la misma reacción debía ser a su manera revolucionaria. Un ejemplo fue el joven Albert Camus, cuyos artículos para Combat, revista por cierto fundada por el anticomunista Henri Frenay, están de todos modos atravesados por la cuestión de la revolución pendiente por hacer. Sintomáticamente, el subtítulo de la revista no era otro que “De la resistance à la révolution”. En 1945 y justo tras el final de la guerra en Europa, Camus llegó a escribir que “Francia será revolucionaria o no será”. A mucha gente puede sorprender que incluso Charles de Gaulle recurriese retóricamente en sus discursos a una imprecisa “revolución” para enmarcar la misión del pueblo francés frente al yugo alemán o el de Vichy.
Para acabar, otro caso más que se puede destacar fue el interesante libro Reflections on the Revolution of our Time (1943) del laborista británico Harold Laski. Su objetivo era combatir la amenaza nazi, y al mismo tiempo hacerlo bajo la exigencia derivada de unos difíciles y sombríos momentos que no por ello debían caer en el error de meramente defender o, peor aún, ensalzar la situación anterior. En tal caso, se podría decir, el fascismo habría logrado extirpar el potencial de futuro de la herencia revolucionaria. De ahí que Laski subrayara que “podemos combatir la contrarrevolución con éxito si la combatimos con una idea revolucionaria (...). Todavía no hemos aprendido la importancia de la idea revolucionaria como arma vital de nuestra armadura”. La cuestión es que, en tales casos, la reacción a la contrarrevolución ya no se planteaba en términos meramente reactivos. Reaccionar contra la reacción no debía consistir únicamente en querer conservar el estado de cosas previo y aceptar el marco discursivo del enemigo, sino en ir más allá de él.
Así pues, la forma de luchar contra el nazismo no era renunciando al legado revolucionario sino ahondando en él y encaminarse de este modo hacia un nuevo y esperanzador futuro. De lo contrario se corría el riesgo de perder “el futuro”, de entregarlo al fascismo y, con ello, de debilitar la lucha del presente. Como en otras ocasiones, y de manera más directa o indirecta, la lucha por el presente y por el pasado también lo debía ser por el porvenir. A fin de cuentas, los tres tiempos, lejos de contraponerse, tanto ayer como hoy suelen relacionarse y retroalimentarse.
Fascismo y revolución
A veces se olvida que el fascismo se sirvió intencionadamente de una retórica en muchos casos revolucionaria. En tales ocasiones se quiso presentar no solo como un movimiento del pasado, sino también como uno del futuro y por ello mismo rupturista. En los años veinte...
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Edgar Straehle
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