Obituario
La dicha ya es completa
Despedimos al escritor Vicenç Pagès Jordà, recientemente fallecido
Miquel Bonet 13/09/2022
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Hay una fórmula que pervive en las redacciones periodísticas que siempre me ha hecho mucha gracia. Cuando fallece alguien –sea o no una personalidad pública– en una edad no comprendida en las horquillas de la vejez canónica, el cliché tiende a titular que fulanito se nos ha ido “demasiado pronto”. A mí me parece una consideración moral o religiosa indigna del oficio periodístico, pero qué le vamos a hacer, hay cosas contra las que no se puede combatir.
Se ha muerto el escritor ampurdanés Vicenç Pagès Jordà a la edad de 58 años, víctima de un cáncer, y el corifeo literario catalán ha coincidido de forma unánime: se nos ha ido demasiado pronto. El caso es que en esta ocasión el tópico puede que sea un poco más verdad que de costumbre. No tanto por la tragedia obvia para su familia, amigos y allegados, sino porque morirse ahí, en medio, en la tierra de nadie, ni de los jóvenes ni de los viejos, en plena actividad, convierte la muerte de un escritor en una cosa extraña, en un contratiempo inoportuno e incómodo para un sistema literario siempre zozobrante como el catalán.
Para los morbosos, los esotéricos y las plañideras quedarán estos flecos del apasionante mundo de la recepción literaria, así como La felicitat no és completa (que se tradujo él mismo al castellano con el título de La dicha no es completa). Una de sus novelas más ‘comerciales’ y difundidas, donde un cuarentón moribundo aquejado de cáncer repasa su vida y convoca a la gente que le dejó huella a su funeral. Explicado así no parece gran cosa pero, sin ser una de sus obras mayores, es una muy buena novela que tiene la virtud de anticipar, veinte años antes, la muerte del autor. Porque Pagès siempre iba por delante.
Pagès Jordà era una figura de primer orden de la literatura catalana. Un crítico ecuánime, constante y generoso
Conviene decir algo de lo que solo dudarán los miserables: Pagès Jordà era una figura de primer orden de la literatura catalana. Un crítico ecuánime, constante y generoso. Un hombre que había leído a todo autor catalán vivo, independientemente de su edad y trayectoria, cosa que tiene más mérito que leer a los escritores muertos, que ya han pasado por la criba darwiniana de los años. Era también un teórico, o mejor dicho, un técnico del oficio de escribir, cuya pedagogía oscilaba entre el clasicismo, el generativismo y la postmodernidad en función de las necesidades del texto. Su manual Un tramvia anomenat text corrió por las facultades de humanidades de Barcelona en el cambio de siglo como un barril de pólvora salvífica contra unos estudios literarios anquilosados en las ideologías de posguerra.
Y fue, sobre todo, un narrador superdotado, con al menos dos obras entre las mejores escritas en catalán los últimos cuarenta años. En circunstancias normales –entendiendo como normal para un escritor sobrevivir activo al menos hasta los 85– Pagès estaba destinado a ser un cabeza de cartel permanente de nuestra literatura y a seguir abriendo caminos y ordenando el corpus literario catalán. Una tasca para la cual no es que no haya gente calificada, sino a que a pocos les da la gana de hacer con método y sin sectarismos. También habría sido un receptáculo adecuado para todos los premios y distinciones. No es que su labor no fuera reconocida (sin ir más lejos había recibido el Premi Nacional de Cultura de la Generalitat, según él por delante de escritores más viejos y que quizás habían hecho más méritos), pero ya había acumulado méritos suficientes para ser un personaje digamos más popular: Pagès Jordà no era un escritor conocido al mismo nivel que el valor de su obra.
Había acumulado méritos suficientes para ser un personaje digamos más popular: no era un escritor conocido al mismo nivel que el valor de su obra
También es cierto que en Cataluña los muertos gustan mucho y este prematuro –concedamos– deceso podría ayudar al esparcimiento general de su palabra y legado. Así como algún reconocimiento póstumo importante como una teleserie o documental de TV3. A sabiendas de los precedentes tribales, no espero menos. Lo que es incontrovertible es que Pagès Jordà deja acólitos, deja vías abiertas en catalán casi en exclusiva por él, a golpes extemporáneos de machete, y deja, lo que es más importante, libros, aunque él los considerara muy agudamente un anacronismo en la era digital.
Entre ellos, dos, como señalaba un poco antes, cruciales. El primero, El món d’Horaci, fue un acontecimiento clandestino de la literatura nacional. Una especie de compendio nerd de los años noventa, una mezcla sui generis entre La conjura de los necios y Pi de Aronofsky, llena de conspiraciones, rosacruces, pisos de estudiantes y una fijación (que sería recurrente en Pagès) por el asesinato de Kennedy. Todo aliñado por el gusto postmoderno y la incomprensible afición a la semiótica de finales del siglo XX que propugnó la popularidad de Umberto Eco. El cóctel, que parece imbebible, funciona como una de las novelas más bizarras de la Historia de la Literatura Catalana y apuntaba una de las direcciones que hubiera podido emprender la carrera de Pagès Jordà, la de un Foster Wallace latino. Camino que dejó desbrozado y que pocos han retomado después.
Él se dedicó a explorar otros registros, pero El Món d’Horaci es una novela magnífica sobre la obsesión e, ingerida en su momento justo (que creo que es la post adolescencia finisecular de los noventa), un ritual de paso iniciático. Y ahora es cuando hablo de mí. El libro me cayó en las manos con 17 o 18 años y recuerdo perfectamente mi proceso de lectura febril y enfermiza, también ensimismado en un piso de estudiantes, fragmentado como la misma estructura de la narración. Ahora, consolidadas nuestras mentes en la información digital, puede costar entender qué supuso este verdadero salto literario, al menos en catalán. Cómo la intuición visionaria de Pagés Jordà pudo urdir y anticipar en los albores de internet la novela que explicaba el funcionamiento del cerebro del narrador actual es un misterio que se va con él a la tumba.
Paradójicamente (o no tanto), con los años he ido descubriendo que la experiencia enajenada que representó su lectura no era una experiencia íntima y aislada, sinó que dejó un poso comparable en muchos lectores. Un poso secreto, porque la novela quedó olvidada como una tentativa de juventud y no se reeditó hasta muchos años más tarde. Naturalmente, no la volveré a leer nunca, porque quiero conservar intactas las sensaciones e impactos de una ficción que ya no sé distinguir de mi memoria real. Muy pocos libros consiguen eso. La atmósfera agobiante y la fábula esquizofrénica que era el motor de El Món d’Horaci fue retomada por el propio Pagès recientemente en Robinson, una aséptica revisión de aquel hito, ahora sin los códigos de los noventa y con la misma obsesión desnuda de los artificios de la época. Hasta el punto que, sin declararlo de forma explícita, el protagonista podría ser el mismo 30 años después.
Queda claro que este Vicenç Pagés Jordà extremo es mi preferido. Pero hay otros. Por ejemplo, el de la parodia histórica de Carta a la reina d’Anglaterra o el de su narrativa breve, menos interesante en mi opinión. Y también hay la otra novela clave de Pagès, que fue Els jugadors de whist. Un libro menos experimental, más pretendidamente clásico, pero que se erige como una novela tan perfecta que llega un momento que su compleja trama importa una mierda y sus páginas fluyen como solo los más grandes de la cosa de escribir saben hacer. Whist ha sido, por ese motivo, un libro envidiado por todos los escritores catalanes y, no obstante, generosamente reconocido por crítica y público. Es el Pagès más accesible y exportable. Es, además, su novela más local, ambientada en la ciudad de Figueres, dónde nació y no muy lejos de dónde murió. Si solo hubierais de leer un VPJ, en justo y merecido homenaje póstumo, que sea este.
Quizás aún no, porque en este país somos un poco así, pero le echaremos de menos.
Hay una fórmula que pervive en las redacciones periodísticas que siempre me ha hecho mucha gracia. Cuando fallece alguien –sea o no una personalidad pública– en una edad no comprendida en las horquillas de la vejez canónica, el cliché tiende a titular que fulanito se nos ha ido “demasiado...
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Miquel Bonet
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