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Seguramente, Borja Bagunyà, confundador de la Escola Bloom y doctorado en Teoría de la literatura y literatura comparada, ha escrito una de las mejores novelas de la literatura catalana del año pasado (Los puntos ciegos, Malas Tierras). Y, sin lugar a duda, su traducción al castellano –brillante, excelente, como todas las que firma el también escritor Rubén Martín Giráldez– es digna de ser destacada, no sólo por el más que incuestionable valor literario de Los puntos ciegos, sino también porque implica introducir en el campo literario español a Bagunyà, uno de los escritores más interesantes de su generación, autor de destacables libros de relatos, como Defensa propia o Plantes d’interior. Los puntos ciegos es su primera novela. Inscribiéndose en la tradición del exceso –de Rabelais a Foster Wallace, Cervantes a Melville y Joyce–, en Los puntos ciegos Bagunyà nos presenta a Antoni Morella, un mediocre profesor universitario, incapaz de articular un discurso con sentido y carente de ideas; a Sesé, su mujer, una ginecóloga que asiste al nacimiento de un bebé perfectamente sano, pero deforme desde el punto de vista físico; y a Olof, el sobrino brillante de Morella, un joven que mira con desdén de genio todo lo que considera viejo y pretérito. A partir de estos tres personajes, Bagunyà reflexiona sobre la posibilidad de ver lo radicalmente nuevo, sobre las violencias inherentes al lenguaje y sobre el desmoronamiento de todos los lazos comunitarios.
La novela está llena de ideas, de teorías, de reflexiones y citas y, sin embargo, no podemos definirla como una “novela de ideas” a la manera, por ejemplo, de El hombre sin atributos. De hecho, diría que se trata más bien de una novela de personajes.
Una de las cosas que fueron importantes durante el desarrollo de Los puntos ciegos fue tener claro el libro que no quería escribir. Partiendo de una idea como la del bebé cubista, era fácil que la novela se convirtiese en un tostón de tesis, que agarrase el hilo de la vida-que-imita-el arte y tal, por lo que hice todo lo contrario y me fui hacia los personajes. Lo que me interesó no era tanto desarrollar una idea como ver cómo algo nuevo, algo que ninguno de los personajes ha visto antes, impacta en sus vidas. Están en el centro, ¡sí! Creo que la novela de tesis hace lo contrario: usa a los personajes como meros instrumentos, como elementos de una sintaxis para hablar de lo que sea que quiere hablar el autor. Aquí he hecho más bien lo contrario. Y si hay ideas, ¡es porque el mundo está lleno de ideas! Forman parte de lo que somos, de cómo nos relacionamos con los otros y con el mundo.
El hecho de que los protagonistas se impongan a las teorías es que el centro de la trama es cómo afecta en ellos un hecho, que, paradójicamente, y a la manera del Tristram Shandy no termina de suceder hasta pasadas las 100 primeras páginas.
Me encanta que hables del Tristram porque es de los libros con los que más me he reído en la vida. ¡El héroe tarda más de trescientas páginas en nacer! En Los puntos ciegos intenté trasladar la idea de la deformación del bebé a todos los aspectos del libro. Las notas al pie, las metáforas extrañas, los paréntesis que no se terminan nunca, los adjetivos locos: quería usar todos esos recursos para deformar un poco el texto, que se notase que uno no ve nunca nada ‘objetivamente’, sin ninguna distorsión. Esto también afectó a la estructura, claro. El bebé no nace hasta pasadas las 100 páginas, como dices, cuando una novela digamos clásica quizá habría empezado por el nacimiento de la criatura. ‘Todo empezó la noche que nació bla bla bla’. Algo así. Pero claro, ¿tiene sentido hablar de la deformación y la distorsión con una novela perfectamente ordenada, proporcionada, planchada?
¡El mundo está lleno de ideas! Forman parte de lo que somos, de cómo nos relacionamos
Para nada, pero, además de este postergar que también me hace pensar en Macedonio Fernández, la desproporción tiene que ver con otro hecho: apenas sucede nada, porque de los personajes lo que interesa en su percepción más que la realidad de los hechos.
Bueno, pasan cosas. Hay un hilo de trama importante, que tiene que ver con lo que los tres personajes, Morella, Sesé y Olof hacen con lo que han visto. Pero sí, ¡la relación entre sus movidas, sus pequeños delirios cotidianos, y lo que sería una acción novelesca clásica está desproporcionada! Morella, por ejemplo, se pierde muy fácilmente en sus neurosis y en sus intentos por escribir UNA OBRA. Olof, en cambio, lo ve todo en términos de otra cosa. Y Sesé bueno, quiere ‘limpiarse la mirada’ para ver claramente.
Y así llegamos a uno de los temas de la novela: la mirada y, sobre todo, la mirada sobre lo nuevo y lo que escapa de lo conocido: ¿El concepto de “monstruo” nace precisamente de la incomprensión e, incluso, rechazo hacia lo que no comprendemos, hacia lo nuevo, hacia lo que no asumimos con “natural”?
Sí, totalmente. La monstruosidad es una categoría cultural fascinante. Un profesor mío contaba que, si diésemos con algo que no hemos visto jamás, algo total y radicalmente nuevo, sólo podríamos decir de eso que es una cosa. Por eso la idea de cosa ha alimentado tantas películas de terror. Luego ya lo vamos cubriendo de lenguaje, le encontramos algún parecido, lo vamos naturalizando. Sin llegar a tanto, la idea del bebé completamente deformado para mí iba un poco por ahí. Es algo que impacta los personajes y les obliga a ver algo de su propio ver. Del modo cómo miran. Y de ahí sale una de porquería considerable [RISAS]. Además, está la idea de que lo monstruoso es un problema estadístico. Si uno se mira en serio el cuerpo humano, se da cuenta en seguida de que somos monstruos. Tenemos un agujeraco en medio de la cara, lleno de huesos que desgarran encías y donde trituramos cadáveres de animales, que luego tragamos por un tubo que nos atraviesa y termina bueno, donde termina. No sé, es algo realmente extraño, pero como es habitual, pues listo. Incluso lo encontramos bello. El bebé en realidad tiene exactamente los mismos elementos que nosotros, pero dispuestos de un modo distinto. ¿Qué pasaría si, en lugar de ser uno, fuese el 50% de la población? Quizás la idea de normal/monstruoso entraría en crisis.
Las palabras se nos meten dentro y nos generan reacciones alérgicas. Quizás a esa hinchazón histamínico-emocional es a lo que llamamos ‘identidad’
De hecho, podría decirse que la novela gira en torno a la dialéctica entre lo natural y lo monstruoso, una dialéctica que convierte Los puntos ciegos en una novela política, porque también gira en torno a lo que naturalizamos –violencias, lenguajes, maneras de proceder– y lo que rechazamos.
Me gusta que subrayes este carácter político, porque para mí está ahí todo el rato. No político en un sentido partidista, sino más bien en el sentido de que toda mirada es política. Lo es porque se funda en una ceguera. Hay algo que tenemos que dejar de ver para poder ver lo que vemos. Pero ¿qué pasa cuando ese elemento obsceno entra en escena? ¿Qué es lo que sacude? ¿Y por qué, y para quién era tan importante dejarlo fuera? En realidad, gran parte de la historia del arte se ha dedicado a meter esos elementos en escena, en el cuadro, en el marco poético. Visibilizar lo que otra época invisibilizaba. Ahí hay tanto una violencia en marcha como un gesto provocador, incluso revolucionario. Además, en la novela es importante el problema de la descripción. Describir algo es ya conquistarlo, pelarlo a machetazos.
La novela pone en contraste dos instituciones –la médica y la universitaria– y dos lenguajes: ¿distintos, pero, teóricamente, productores de verdad? O, dicho de otra manera, ¿se puede hablar de una vinculación entre institución/estamento, lenguaje hegemónico y ejercicio de violencia?
Morella y Sesé representan dos tipos de relación con las palabras, que son dos tipos de relación con la verdad. Morella viene de la filología más clásica, eruditilla, de acumulación de datos y análisis de datos etc. mientras que Sesé, que es ginecóloga, se mueve en el campo de la medicina. Pero Morella se da cuenta de que la universidad y el saber ha cambiado, y que ahora se trata más de tener una tesis impactante que no de acumular años de trabajo, y se lanza a buscar su tesis, su idea. Sesé, en cambio, empieza a desconfiar de toda la morralla mental que lleva dentro, de todos esos palabros que se le han metido en la cabeza y que distorsionan su visión de las cosas, empezando por sí misma. Para mí todo está en el tipo de frase de ‘A ti lo que te pasa es’. ¿No te parece horriblemente violenta? Yo te diré lo que te pasa sin dudar, sin escuchar, sin atender al otro. Pues Sesé lleva una vida entera soportando variaciones de esa frase. Sobre su cuerpo, sobre su carácter, sobre su vocación, sobre su curro, sobre su matrimonio… A ti lo que te pasa es ESTO. Cuando te dicen algo así, como cuando alguien te adjetiva a lo bruto, recibes un impacto en el cuerpo. Las palabras se nos meten dentro como el polen y nos generan reacciones alérgicas, urticantes. Quizás a esa hinchazón histamínico-emocional es a lo que llamamos ‘identidad’.
Uno se pasa tanto tiempo cumpliendo con los requerimientos para poder investigar que no le queda tiempo para investigar
Ese gesto paternalista del decirte lo que te pasa tiene que ver también con el hecho de que el lugar desde donde se habla dota de prestigio al discurso, aunque un discurso, como el de Morella, tan ampuloso, sea completamente vacío.
Morella es un tipo tan obsesionado con ser genial, con escribir algo genial, que no consigue hacer nunca nada. Lo pensaba como un tipo más bien mediocre, pero tiene razón, es un productor de nada. Pero de una nada viva, productiva. No sé cómo explicarlo. Tiene todos los tics del lenguaje académico, pero no los usa bien. Es alguien que sabe simular un saber que no tiene. Pero esa simulación requiere un talento, un trabajo que la universidad ha normalizado y sobre el que se ha montado una industria. Es lo que se describe en la novela como el Funcionamiento: uno se pasa tanto tiempo cumpliendo con los requerimientos para poder investigar que no le queda tiempo para investigar. O para leer. Es algo realmente dramático, una especie de burocratización cerebral que, a su vez, obliga a no parar nunca de producir. Pero ¿producir qué? Ahí es donde veo un corte entre un cierto prestigio institucional y la práctica de individuos que han perdido la chaveta por ese prestigio. Si Morella se olvidase de la validación del genio y se pusiera a currar, quizás haría algo de provecho. La zanahoria del prestigio es venenosa, porque esa validación final, definitiva, no llega nunca. Y si llega, nunca es en la forma que queríamos que llegara, por lo que no sirve de nada.
Y hablando de prestigio institucional, la novela nos presenta la Universidad como un lugar de competición donde de lo que se trata es de construir falsos/impostados prestigios –la profesora que ha estudiado con Lacan, el escritor que dice que fue admirado por Bolaño…
Se trata de lo que hablábamos antes de la novela de tesis. Para mí era importante no decir nada sobre el poder, sino ponerlo en movimiento, mostrar cómo se mueve y por qué circuitos. Y en eso de las genealogías y el intercambio de cromos… Me hacía pensar un poco en esas presentaciones homéricas, en las que se nos cuenta de quién es hijo tal héroe, de tal padre y tal madre, que hizo tal y cual… en la universidad de Morella, la gente se presenta con los nombres de sus padrinos, de los directores de tesis, de los proyectos de investigación en que andan, de sus objetos de estudio. Me parece que ese lenguaje aplasta a los sujetos. Todo el mundo tiene el aspecto de un chicle en el suelo.
Lo que realmente es monstruoso es asumir que uno tiene que trabajar 12 horas al día para que luego le vendan la moda de las ‘trabacaciones’
Antes hablábamos de monstruosidad, la institución universitaria, como otras instituciones o, mejor dicho, como el propio sistema, se asienta en dinámicas monstruosas, pero naturalizadas. ¿La violencia institucionalizada y asumida como algo inherente?
Bueno, ¡cómo funciona el mundo me parece lo verdaderamente monstruoso! Ni Frankensteins ni vampiros ni tonterías: lo que realmente es monstruoso es asumir que uno tiene que trabajar 12 horas al día para que luego le vendan la moda de las ‘trabacaciones’ o saber que no podrá tener una casa donde vivir sin legar una hipoteca en herencia. Es la naturalización de un sexismo que asesina cientos de mujeres al año en España, es el racismo institucional, es la ultraderecha franquista en el Congreso. ¿Cansado de estar cansado? Pues tómate tal suplemento vitamínico. No, si estás cansado, porque esta violencia impacta literalmente en tu cuerpo, trabaja para cambiar esa estructura monstruosa que te agota.
Quiero ahondar sobre este tema, pero para ello hay que detenerse en la figura del sobrino, porque te inscribes en la tradición que va de Diderot a Bernhard, para replantear la idea del sobrino genial.
Sí, ¡la ‘novela del sobrino’ es una tradición breve pero maravillosa! Tanto en Diderot como en Bernhard. Además, el sobrino llega para cuestionar el genio del tío, que es un genio más bien institucional, asimilado. La genialidad del sobrino, en cambio, es una genialidad excéntrica, sin obra. Me pareció interesante mandarle un sobrino genial, postadolescente y arrogante al pobre Morella.
Llega el joven y lo primero que hace es redefinir la idea misma de juventud: la juventud soy yo, todo lo que no es yo, es viejo, boomer, carca
Con su forma de hablar, llena de términos en inglés –a su tío le tacha de boomer– y su rechazo a todo lo anterior.
¿Pero no es eso lo que hace la juventud, desde que nos la inventamos como modo de vida? Llega el joven y lo primero que hace es redefinir la idea misma de juventud: la juventud soy yo, todo lo que no es yo, es viejo, boomer, carca. ¡Nosotros hicimos lo mismo y fue divertidísimo! Luego están las marcas, claro, el argot, los anglicismos, como los uniformes de las bandas callejeras. Todo lo que hace Olof es un espejo de lo que hace Morella con sus tics académicos y sus notitas al pie. Todo es fenomenalmente ridículo.
Más allá del salto generacional, sobrino y tío comparten una misma cosa: son fruto de una sociedad en la que el sujeto se ha convertido en la medida de todo y de ese discurso neoliberal que responsabiliza de todo al sujeto, borrando todo condicionante de clase, raza, género…
Tiene que ver con lo que decíamos del monstruo. Siempre que llega algo nuevo, o aparece algún dolor o algún malestar, lo primero que hace el cuerpo social es defenderse individualizándolo. El problema nunca es del sistema, siempre es del individuo y de sus incapacidades para ‘gestionarse’. De su falta de voluntad o cualquier parida. Mark Fisher lo explica estupendamente. Por eso, el único modo de romper con el malestar individual es reclamarlo como estructural, como sistémico. Si no, volvemos a una experiencia cuasitrágica de todo, porque, si ya no hay comunidad de clase, de raza, de género, de generación, etc. lo que le pasa a uno sólo le pasa a él. Es casi como si Dios le eligiera con su dedazo relampagueante para hacerlo infeliz. El lazo comunitario, entonces, es de las pocas defensas subjetivas contra ese Dios sádico, que bueno, no es otro que el absoluto de lo neoliberal.
Si ya no hay comunidad de clase, de raza, de género, de generación, etc. lo que le pasa a uno sólo le pasa a él
¿Cree que la literatura, sobre todo a través de este uso generalizado del yo, ha terminado por asumir dicho discurso? O, parafraseando a Mark Fisher, ¿la literatura ha asumido que no hay otra realidad posible fuera del capitalismo?
Uf, no sé. Depende de los usos del yo, claro. Es decir, hay escrituras del yo, por decirlo de algún modo, que precisamente intentan mostrar, o que al menos integran lo que hay de colectivo en la construcción de cualquier identidad, mientras que otras se centran más en otras cuestiones. Habría que mirar más caso por caso, no me atrevo a generalizar. Sobre si hay realidad fuera del capitalismo, eso es lo que llevamos pensando más o menos intensamente las últimas décadas, ¿no? Quiero decir, que es el horizonte necesario de todo pensamiento político. No sé si hay un afuera. Lo que sí necesitamos en insistir en un pensamiento sobre ese afuera, creo.
¿Pensar ese afuera requiere también reinventar el lenguaje, indagar en sus posibilidades? Se lo pregunto por su uso paródico de las formas discursivas –esas notas a pie de página guiño al lenguaje académico–, por ese elemento de desproporción, por ese juego con los idiomas...
Para mí hay algo paródico, sí, que muestra algo de la mediocridad y la obsesión de Morella. Y del absurdo académico y sus guiñoles del saber. Pero también tuvo que ver con introducir un elemento de exceso en la novela. Me interesa muchísimo la tradición del exceso. Rabelais, Sterne, Joyce, Melville… Las experiencias más intensas que he tenido como lector siempre han partido de algún cortocircuito, de algo que me ha obligado a detenerme y a pensar qué demonios me pide tal libro, qué está haciendo ese libro con el lenguaje o con un género o con el mundo. No sé, me fascina porque me supera. Puede ser un exceso moral o un exceso formal o del tipo que sea, no importa. Pero los libros perfectamente adecuados me parece que terminan por no decir gran cosa. La literatura siempre ha sido crítica precisamente por eso, porque desadecúa, porque trabaja para desbordar algo o para girarlo contra sí mismo o para denunciarlo como obsoleto, aunque sea desde la melancolía de un Cervantes o de un Joseph Roth. En todo eso se perfila una especie de política del exceso.
El catalán es una lengua sin Estado, o incluso con un Estado en contra, una lengua que es el núcleo vertebrador de una cultura y una identidad
Por lo que se refiere al lenguaje, en una entrevista con Laura Fernández hablaba de que el escritor catalán tiene a veces actitudes de salvapatria. ¿A qué se refería?
Bueno, esa frase sonó algo peor de lo que quería. Me refería a una cuestión de base, que es que el catalán es una lengua sin Estado, o incluso con un Estado en contra, y que la lengua ha sido, y es, en núcleo vertebrador de una cultura y una identidad, por lo que el trabajo con la lengua está especialmente politizado. La cuestión de base es que el catalán ha sido una lengua perseguida durante décadas de una dictadura salvaje y que parece que siempre se encuentra en un horizonte de desaparición, por lo que una de las preguntas fundamentales de todo escritor catalán parte de su posición respecto a la lengua. Una de esas posiciones es la de salvarla. En realidad, escribir en catalán ya es haber tomado esa posición. Lo que veo que no se piensa a menudo es qué significa eso de salvar la lengua para cada escritor en particular. Normalmente, se tiene una idea léxica de esa salvación: preservar ciertas palabras, ciertos usos, casi en un sentido museístico. Me parece fenomenal, pero creo que puede haber otros modos. La sintaxis, por ejemplo. Un amigo escritor, hablando de esto, me comentaba que expandir o ensayar posibilidades sintácticas también es salvar la lengua, pero salvarla en el sentido de explorar sus posibilidades expresivas. Sería lo contrario de, aun escribiendo en catalán, incorporar una sintaxis anglosajona para facilitar la traducción, por ejemplo. Ok, escribes en catalán, pero es sólo una piel que recubre un corpachón inglés. Luego están los escritores que entienden que salvar el catalán es tratarlo como si fuera una lengua como el inglés, que tolera y celebra cualquier tipo de violencia o de injerto o de flexión.
La influencia del inglés es indudable en una autora en castellano como Laura Fernández, a la que citaba antes, pero también en Rodrigo Fresán. Ellos, así como también Max Besora, y usted están introduciendo autores, más allá de los siempre mencionados Pynchon y Foster Wallace, del postmodernismo norteamericano. ¿Una tradición que todavía no había penetrado en el campo literario español y catalán?
Sí, con Laura hablamos a menudo de esta fascinación por referentes que, en el caso del catalán, además, no han sido traducidos, o muy poco. Hasta hace poco, Gaddis, los novelones de Barth o de autores menos conocidos aún, como William Gass, Ronald Sukenick o Gilbert Sorrentino sólo circulaban en inglés. Nicholson Baker algo más, pero también es un tipo a reivindicar, como Barthelme, que justo ahora se ha empezado a traducir al catalán. En catalán pasó que se tradujo sobre todo la tradición minimalista de lo posmoderno y se dejó lo maximalista como rareza excesiva, como paréntesis, salvo quizás ciertas obras de Miquel de Palol. Es interesante ver cómo hace tiempo que se está volviendo a saquear creativamente el arsenal posmoderno, que es riquísimo.
Y, además, esta introducción, en su caso como en el de Fresán, parte de Melville, como “padre” de los que vinieron después. ¿Qué es lo que le interesa del autor de Moby Dick?
Melville para mí fue el autor que anticipó más genialmente la tensión entre información y relato que se volvería tan importante a lo largo del siglo XX. Todos los capítulos enciclopédicos y eruditos que cortan lo que podría haber sido una novelita de aventuras son maravillosos si se piensan como un segundo viaje, una segunda aventura que acompaña a la primera, la de Ahab e Ishmael y toda la tropa. Los dos viajes, además, fracasan. Lo que es modernísimo de Melville, y que lo enlaza con Sterne, y seguramente hizo que no lo leyera nadie, es que no se limita a contar esa tensión, sino que la pone en acto. La performa. Se permite deformar la forma de la novela de aventuras y llevarla al límite para hablar de esa tensión. Es de una modernidad terrible. Foster Wallace lo retoma con su centenar de páginas de notas al pie, un siglo y medio más tarde.
Melville fue un autor que escribió para un público que no existía, pero ahora…
Sobre el público, no sé, puede ser. Creo que nunca ha habido demasiado público para esta clase de novelas que hacen pasar ciertas ideas al acto, y, a la vez, siempre lo ha habido. Quizás ahora haya algo vivo en esta literatura del exceso, sí.
Falta leer de modos que escapen a la lógica del mercado, que nos pide que leamos tropecientos libros a la semana sólo para estar al día
No puedo no preguntarle por Quim Monzó, por ser un referente para usted y por ser el introductor en su momento de la literatura norteamericana en la literatura catalana. ¿Quizás con esta primera novela se ha alejado más de Monzó, construyendo sus propios precedentes?
Monzó es un referente total. Menudo genio… Hizo un uso increíble de todo el posmodernismo americano, minimalista y maximalista, Coover con Carver con Barthelme, entre tantos otros, y redefinió el cuento catalán durante los ochenta y los noventa de un modo indiscutible. El problema de obras tan tremendas como la suya es que perfilan tan bien una práctica que uno tiene que admitir que nunca escribirá un cuento monzoniano tan bien como Monzó. Llevan su propuesta a tal grado de perfección que la agotan. Y para mí, homenajear a un referente es concederle lo que es suyo e irse para otro lado. Esto es un poco lo que hice en el libro anterior, Plantes d’interior. Empezaba con un cuento monzoniano sobre un tipo que no paraba de crecer y que terminaba ahogado por su propio piso, porque el seguía creciendo y el piso no cedía. A lo largo del libro, los cuentos se iban volviendo más extraños, más excesivos formalmente, y se cerraba con una reescritura del motivo del gigante que ya era más cercana a Los puntos ciegos. Con la novela sigo en la línea de ese último cuento, sí, y trabajando más directamente con toda esta otra tradición. Un poco, es como volver a los autores que Monzó releyó en los ochenta, pero aprovechando otras cosas, otros aspectos de su escritura.
Por último, hablemos de la Escola Bloom, porque, en un momento en que los talleres de escritura abundan, han apostado por una escuela de literatura, de lectura crítica. ¿Es precisamente esto lo que falta, saber leer?
Falta leer de modos que escapen un poco a la lógica del mercado, que nos pide que leamos tropecientos libros a la semana sólo para estar al día de las novedades. Es una escuela que parte de no saber qué significa escribir, porque es precisamente porque no sabemos lo que es, que podemos hablar de ello. Si lo supiéramos, pues nos lo dirían de pequeños, nos pasarían una tarjetita con la explicación de lo que es escribir y listo. Y es una escuela montada sobre el deseo. A los profesores les preguntamos de qué quieren hablar, en qué están trabajando, qué están investigando, y montamos los seminarios a partir de ahí. No hay un programa prefijado, un libro blanco ministerial. Y sí, leemos un montón, porque no hay escritura sin lectura. Y sin un tipo particular de lectura. Crítica, lenta, paciente. En la escuela tratamos de darle a los textos el tiempo que necesitan, que nunca es el tiempo bulímico del mercado de novedades y retos de Goodreads. Leer no es simplemente pasar los ojos por encima de las páginas. A veces hay que volver sobre lo leído, leer otras obras, releer. Pensar, conversar. Para que pasen cosas interesantes, hay que darles tiempo, que es lo que intentamos en la escuela.
Seguramente, Borja Bagunyà, confundador de la Escola Bloom y doctorado en Teoría de la literatura y literatura comparada, ha escrito una de las mejores novelas de la literatura catalana del año pasado (Los puntos ciegos, Malas Tierras). Y, sin lugar a duda, su traducción al castellano –brillante,...
Autora >
Anna María Iglesia
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