AMÉRICA LATINA
Chile: ¿y ahora?
La respuesta no puede ser un repliegue conservador sino un relanzamiento del proceso constituyente que afronte mejor la disputa ideológica
Gerardo Pisarello 6/09/2022
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El rechazo a la Constitución chilena en el plebiscito del domingo 4 de septiembre ha sido un golpe duro, que no se puede maquillar. Los números están ahí y son inapelables. Sin embargo, sería un error reaccionar con una respuesta conservadora y con una mirada propia del pasado. Como si el problema fuera no haber pactado con la derecha, como en los viejos tiempos de la Concertación, o como si los anhelos de cambio que siguieron a las movilizaciones de 2019 hubieran perdido su potencia.
El proceso constituyente que se abrió en Chile no fue un proceso constituyente concedido desde el poder. Fue un proceso literalmente arrancado a un Gobierno derechista, el de Piñera, mediante una movilización de jóvenes, mujeres y sectores populares que sorprendió al mundo por su coraje y determinación a la hora de enfrentarse al statu quo.
Gracias a esa movilización, en octubre de 2020 se decidió en referéndum, con un 78% de votos a favor, que había que elaborar una nueva Constitución que reemplazara a la de Pinochet, de 1980. Esa decisión vino acompañada, con un del 79% de apoyos, por otra adicional: que la Convención encargada de elaborar el nuevo texto fuera electa mediante sufragio, de manera paritaria, con listas propias para independientes, y con escaños reservados para los pueblos originarios.
Estos altísimos porcentajes, no igualados en otras votaciones, venían a establecer algunos mandatos implícitos dirigidos a la Convención. El primero: que acabara con la Constitución de Pinochet. El segundo: que redactara una Constitución más democrática y participativa, eliminando los resabios autoritarios de la de 1980. El tercero: que fuera una Constitución social, capaz de superar el veto neoliberal a que el Estado pueda intervenir en la economía para proteger lo público y establecer límites al poder privado concentrado. La cuarta: que los derechos de los pueblos originarios, la protección del medioambiente y los reclamos del movimiento feminista tuvieran centralidad constitucional.
Se discutió y se elaboró una Constitución mucho más democrática que la de 1980, vanguardista en cuestiones de feminismo, pueblos originarios o medio ambiente
Estos mandatos fueron asumidos por la Convención con un alto grado de fidelidad. Se discutió y se elaboró una Constitución mucho más democrática que la de 1980, tan social como muchas de las que ya rigen en el mundo, y vanguardista en su manera de recoger las demandas del feminismo, de los pueblos originarios, o de tutelar el medio ambiente.
La cuestión es por qué esta propuesta constitucional, tan sensata y avanzada al mismo tiempo, pero sobre todo tan apegada al mandato de una mayoría social tan amplia, no ha podido recabar un apoyo similar al que tuvo la entrada a este proceso.
Sin duda se podrían señalar errores en la redacción de este o aquel artículo o en la actitud de aquel o de este convencional. Pero una respuesta creíble debería apuntar a lo decisivo: la falta de respaldo institucional, mediático, económico, dado a la Convención, y el boicot a la que fue sometida desde un primer momento.
Bajo el Gobierno de Piñera, la Convención tuvo que operar sin apoyo alguno, en condiciones de precariedad insultantes. Esto facilitó su estigmatización pública y la magnificación mediática de cualquier desliz de sus miembros. Sumado a eso, no podía dictar leyes ni adoptar medidas que mejoraran la vida material de la gente. Algo que permitió a la derecha presentarla como “una Asamblea discutidora”, entregada a debates interminables pero incapaz de cambiar la realidad.
Gracias en parte a este trabajo de estigmatización de la Convención, la derecha consiguió rehacerse. Al soltar el lastre de figuras gastadas como la de Piñera y reemplazarla por perfiles más duros, obtuvo buenos resultados en las elecciones legislativas y presidenciales de 2021. Solo la reactivación de la fuerza de cambio surgida del 2019 permitió frenar ese embate reaccionario y convertir a Gabriel Boric en presidente de Chile.
Antes de que el texto final fuera perfilándose, el trabajo deconstituyente en medios, redes, foros sociales, reuniones familiares, fue en aumento
Durante esta contraofensiva conservadora, los ataques al trabajo de la Convención continuaron. Las críticas mediáticas que antes apuntaban a su excesiva lentitud, pasaron a reprocharle que iba demasiado rápido. Antes de que el texto final fuera perfilándose, el trabajo deconstituyente en medios, redes, foros sociales, reuniones familiares, fue en aumento.
Solo por poner un ejemplo cercano. En Madrid, en el Congreso, llegamos a recibir por sorpresa a una delegación de la patronal chilena, acompañada de empresarios e incluso de juristas. En esa reunión, la ofensiva deconstituyente se manifestó con desinhibición absoluta. Con su énfasis en los derechos de los pueblos originarios, la nueva Constitución ponía en peligro no solo “la unidad de Chile”, sino también “el orgullo español de muchos chilenos”. Tras su aparentemente inofensiva preocupación por lo social, la Constitución escondía una vocación “expropiatoria”, peligrosamente “amenazante para la propiedad” y para la “seguridad jurídica en los negocios”.
Este tipo de falsedades y de medio argumentos, repetidos hasta el hartazgo en televisiones, radios, grupos de WhatsApp y encuentros presenciales, conectaron con los miedos de una parte importante de la población y se prolongaron hasta el día del plebiscito. Con una salvedad: si algo entendieron diferentes sectores de la derecha, es que debían desvincular la crítica de la “Constitución lesbo-indigenista-comunista” de una defensa abierta de la Constitución de Pinochet. Se podía atacar el nuevo texto falseando su contenido o apelando a interpretaciones inverosímiles que se podrían deducir del mismo. Lo que no se podía era vindicar de manera explícita la Constitución de Pinochet, enviada a la papelera de la historia por las revueltas de 2019 y por ese 78% del voto de octubre de 2020.
Fue así como apareció la inteligente operación del “rechazo para reformar”, esto es, el intento de seducir a quienes habían apoyado la necesidad de una nueva Constitución, pero comenzaban a dudar de los contenidos de la surgida de la Convención. También a esta operación se destinaron ingentes recursos y la percusión constante de los grandes medios. Por la mañana, “con esta Constitución te expropiarán tu casa, tus ahorros”, “con esta Constitución se rompe Chile”. Por la tarde, “hay que rechazarla, pero para reformarla, y nosotros somos garantía de que así suceda”.
La presión fue tan grande que el gobierno se comprometió, en caso de que ganara el “apruebo”, a reformar la Constitución para despejar las “dudas interpretativas”
La presión fue tan grande que el gobierno cayó en la tentación y decidió secundarla, comprometiéndose, en caso de que ganara el “apruebo”, a reformar la Constitución para despejar las “dudas interpretativas” con las que las derechas llevaban semanas sembrando miedo y ansiedad. A la vista de los resultados, no está claro que esta estrategia haya sido correcta. Sobre todo, porque contribuyó a desdramatizar el rechazo y a generar confusión entre sectores preocupados por el impacto del texto, aunque no alineados con la derecha.
Sea como fuere, la cuestión es que la campaña de falsedades, de magnificación de cualquier error gubernamental, sumada a una situación económica y social delicada, con una inflación rampante, han acabado con una de las constituciones más avanzadas de los tiempos actuales.
Atribuir la derrota en el plebiscito a la falta de diálogo con una derecha que no abandonó en ningún momento su vocación destituyente de la Convención y del nuevo Gobierno no parece realista. Como sostenía ayer Pablo Iglesias, es probable que los resultados tengan mucho más que ver con la incapacidad de las izquierdas de dar la batalla ideológica con medios y marcos propios. Y no solo eso: también con su falta de capilaridad territorial y con las enormes dificultades para crear, desde el Gobierno, un “nuevo orden” con cambios políticos y económicos de fondo, que generen confianza y una adhesión duradera entre los sectores más golpeados de la sociedad.
Por todo eso, la respuesta a los resultados del domingo no puede ser un repliegue conservador sino un relanzamiento del proceso constituyente que afronte mejor la disputa ideológica, el impulso de políticas materiales transformadoras, y el reto de la (auto)organización territorial de los sectores medios y populares.
Más allá de las dificultades de la aritmética legislativa, hay materiales para conseguirlo. El principal, la fuerza de las impresionantes movilizaciones de calle de la campaña del Apruebo que mostraron que la potencia constituyente del 2020 sigue viva. Convocar a esa multitud de capas medias y populares que forzó a Piñera a conceder un referéndum constituyente y que hizo presidente a Boric es fundamental para que el proceso de democratización, de distribución de poder, se profundice, en lugar de ralentizarse. Y es, asimismo, la única manera de poder acabar de una vez con la Constitución de Pinochet y de dotar al país de una nueva Constitución que, si quiere ser de futuro, deberá ser por fuerza democrática, social, ecológica, feminista y plurinacional.
El rechazo a la Constitución chilena en el plebiscito del domingo 4 de septiembre ha sido un golpe duro, que no se puede maquillar. Los números están ahí y son...
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Gerardo Pisarello
Diputado por Comuns. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.
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