NIÑERING
El frío que vendrá
Suiza importa cerca del 75% de la energía que despilfarra sin remordimientos desde hace décadas. No sé si vivir por algún tiempo como ‘los pobres’ les hará replantearse la sostenibilidad a largo plazo de su fastuoso estilo de vida
Adriana T. 15/09/2022
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Había caído una buena nevada sobre el aeropuerto de Zúrich aquella tarde de enero en la que aterricé en el hermoso país helvético por primera vez. La blanca estampa me acompañó durante todo mi viaje hasta el pueblecito argoviano en el que me instalé y pasaría los siguientes meses de mi vida. El frío en el exterior era cortante, y me provocaba dolorosas punzadas en la cara y en los dedos de las manos.
Dentro del impresionante chalet en el que vivía y trabajaba, sin embargo, todos íbamos en camiseta de manga corta. Nunca había llevado ropa tan ligera a diez grados bajo cero. Ni siquiera necesité una manta extra para arroparme por las noches, y podía caminar descalza en mi habitación sin sentir incomodidad alguna. Resultó no ser una rareza, como fui comprobando en las sucesivas casas en las que viví y trabajé durante aquellos años. Nunca pasé frío, ni siquiera en aquellas construcciones antiguas y mal aisladas que debían de tener al menos medio siglo, si no más. Las calefacciones se encendían en octubre y permanecían en funcionamiento ininterrumpido, también durante las noches, hasta que en los árboles del jardín empezaban a despuntar los primeros brotes primaverales.
Pero no fue solo eso.
Yo había crecido y vivido siempre con una suerte de respeto reverencial hacia el consumo de suministros dentro del hogar. No era conciencia ecologista: era pobreza. Mucho más allá de apagar las luces que no se estaban utilizando, yo sabía que el horno no se debe usar demasiado si no quieres llevarte un sustito en la factura, que secadoras y lavadoras hay que ponerlas siempre llenas, que la mejor calefacción es un jersey grueso combinado con no quedarse quieta mucho rato. También fuera de casa moderaba mucho mi consumo. No compraba fruta y verdura que no fuera de temporada y de relativa proximidad, porque no me lo podía permitir. No vacacionaba en destinos a los que hubiera que llegar en avión –no vacacionaba, en realidad–, no concebía que una persona poseyera –y usara– más de un vehículo, no tiraba la ropa hasta que no se caía a pedazos.
Suiza está planteando escenarios en los que podría haber multas o incluso penas de prisión para quienes calienten sus casas a más de 19ºC durante el invierno
Al emigrar tuve que desaprender buena parte de mis hábitos, absolutamente arraigados en las capas más profundas de mi cerebro, para poder adaptarme a las rutilantes costumbres de mis empleadores y no desentonar demasiado en el primer mundo. Pero con mi última jefa, una señora dicharachera, simpática y muy concienciada, la cuestión se me fue por completo de las manos. Cuando la conocí, antes de presentarme a los niños cuyo cuidado y educación me serían encomendados, me explicó con solemnidad que ella era una mujer muy preocupada por la causa medioambiental. Que en su casa se reciclaba todo muy bien –y no mentía: teníamos seis o siete cubos diferentes– y se hacía un uso racional y bien justificado de los recursos. Que yo tendría que adaptarme a un modo de vida más austero por el bien del planeta. Parpadeé, me encogí de hombros y, sin pensarlo más, firmé el contrato que ligaría nuestros destinos –especialmente el mío al suyo– durante casi dos años.
La primera noche que dormí en su casa –y llegué en lo más duro del invierno–, me desperté sofocada de madrugada y tuve que apagar el radiador de mi habitación para poder conciliar de nuevo el sueño. En las siguientes semanas, me esforcé para aprender nuevas recetas que exigían el uso diario del horno durante varias horas, para darles a la carne y las verduras el punto jugoso exacto. También descubrí que era estrictamente necesario poseer un todoterreno, una moto de gran cilindrada, una autocaravana y un cochecito discreto en un hogar en el que había un único adulto con carnet de conducir. No bromeo, cada uno de aquellos vehículos tenía un propósito imprescindible en la vida de su propietaria, como ella misma me explicó con naturalidad: la moto era por ocio y porque molaba darse un rulillo por la carretera luciendo un casco rosa a 120 kilómetros por hora; el todoterreno era imprescindible para viajar por las zonas más agrestes de Suiza; el cochecito era para ir a comprar sin llamar la atención, porque un todoterreno en el aparcamiento del súper da una impresión poco ecológica, y la autocaravana por si algún finde se sentía aventurera y tenía ganas de acampar en las montañas, junto a los valles y lagos de ensueño. Me pareció de una lógica irreprochable. En los meses siguientes me acostumbré también a las constantes interrupciones durante la mañana, porque casi todos los días llegaban a casa varios paquetes con ropa de temporada y objetos de decoración. Entendí que era necesario, porque la ropa no se cuidaba ni mucho menos se remendaba: se lavaba y secaba sin mucho mimo y era desechada sin mayor problema si aparecía un hilo suelto, un pequeño enganchón o, simplemente, si ya no estaba tan de moda. Yo veía, oía, callaba y procuraba hacer mi trabajo solícita, discreta, alegre y sin juzgar. Además, no era tan mal curro. Los fines de semana, por ejemplo, podía disfrutar de la casa en total soledad, porque sus habitantes pasaban su tiempo libre en países lejanos, a veces fuera del continente europeo. Estaba muy bien.
Un día, tras la comida del mediodía, el crío se comió media manzana y dejó el resto sobre la mesa. Tiré sin más al cubo del compost los restos de la fruta mordisqueada y oxidada. Fue una de las poquísimas ocasiones en las que mi jefa, casi siempre jovial y comprensiva, me regañó amablemente. No podemos tirar comida, me dijo, no es por el dinero, es un desprecio al planeta, a los niños que pasan hambre, al universo en general. Me quedé tan aturdida que no supe qué responder, así que no respondí nada. Desde la ventana de la cocina se atisbaba el descuidado manzano del jardín, tan cargado de fruta que algunas ramas estaban empezando a quebrarse.
Mi jefa era una mujer resolutiva, una persona de acción, alguien que no se dejaba amilanar cuando sobrevenían los inevitables períodos sombríos de la vida. Una noche, tras una opípara barbacoa veraniega, me contó, muy satisfecha de sí misma, que planeaba adquirir una segunda vivienda en los Alpes, un hogar vacacional en el que pasar parte de su tiempo libre, y así no tener que tomar tantos aviones. “El planeta necesita nuestro compromiso”, me explicó con un brillo especial en la mirada. Le di la enhorabuena y me terminé tranquila mi delicioso postre, como si estuviera acostumbrada a ser testigo de este tipo de epifanías vitales.
Solo sé que este otoño, ante el frío que vendrá, muchos suizos descubrirán atónitos que no pueden comprarlo todo con su dinero, y tendrán que usar un jersey grueso
Hace pocos días circuló por las redes sociales un bulo, un montaje, una imagen fake. Era hilarante y, dados mis sesgos personales contra los suizos y su insufrible hipocresía –que nunca me he molestado en intentar ocultar–, en un primer momento me pareció plausible: en el fotomontaje se decía que la administración helvética había elaborado un plan para fomentar la delación vecinal en el que se recompensaría con 200 francos a cualquiera que avisara a las autoridades si un vecino o conocido calentaba la casa a más de 19ºC este invierno. Como digo, la información era falsa, pero solo parcialmente. Las autoridades suizas han dado comienzo ya a una campaña para promover el ahorro de energía entre los ciudadanos de una de las economías más opulentas, no solo de Europa, sino de todo el mundo.
Y es que, el próspero paraíso centroeuropeo importa cerca del 75% de la energía que despilfarra sin remordimientos desde hace décadas. Y aunque digan ser neutrales, no formen parte de la UE y caminen por encima de nuestros mundanos follones, resulta que van a sufrir los mismos problemas de recorte de suministros que están afectando en mayor o menor medida al resto de Europa. Las autoridades helvéticas ya se están planteando escenarios en los que podría haber multas o incluso penas de prisión para quienes cometan la osadía de calentar sus casas a más de 19ºC durante el invierno que se avecina.
No sé si vivir por algún tiempo como los pobres les hará replantearse la sostenibilidad a largo plazo de su fastuoso estilo de vida, o si se limitarán a pasar el trago con el fastidio de un niño malcriado que se ve expuesto a un castigo transitorio. Solo sé que este otoño, ante el frío que vendrá, muchos suizos descubrirán atónitos que no pueden comprarlo todo con su dinero, y tendrán que usar un jersey grueso para permanecer dentro de casa quizá por primera vez en su vida.
Había caído una buena nevada sobre el aeropuerto de Zúrich aquella tarde de enero en la que aterricé en el hermoso país helvético por primera vez. La blanca estampa me acompañó durante todo mi viaje hasta el pueblecito argoviano en el que me instalé y pasaría los siguientes meses de mi vida. El frío en el...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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