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literatura

La buena memoria

Notas sobre cómo pensar las cuestiones del pasado y un breve repaso al asunto la de memoria y la filiación de la mano de tres escritoras

Daniela Farías 21/10/2022

<p>Ilustración de Constanza Aravena.</p>

Ilustración de Constanza Aravena.

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El cielo se ha puesto bermellón en este atardecer de otoño, anunciando que entramos a octubre, el mes rojo por excelencia. Unas nubes forman un martillo y una hoz de algodón. A su lado, Marx, que es lo más parecido a Dios Padre, a Papá Noel o a Papá Pitufo. No olvidar que este último fue señalado como propaganda comunista por los mismos que después se obsesionaron con Venezuela. 

Seguro que Pitufina, pasados los años, decidió dejar su hogar de setas que le nublaban la memoria y le hacían ver todo maravilloso para convertirse en Sherlock Holmes e indagar en el misterioso y traumático pasado del padre (de la madre no se habla en los dibujitos, otro enigma por resolver). Como escribió Patricio Pron, llegado un momento los hijos quieren saber quiénes fueron sus padres: “Los hijos son los detectives de los padres, que los arrojan al mundo para que un día regresen a ellos para contarles su historia y, de esa manera, puedan comprenderla”1. La “literatura de los hijos” nos acostumbró estos últimos años a que los narradores que interrogan a los padres para cerrar un sentido, saldar una especie de deuda con el pasado, lo hacen entrada la treintena o alrededor de los cuarenta. Por eso me interesó lo que hizo Jane Lazarre en El comunista y la hija del comunista (las afueras, 2021) donde la escritora, a sus setenta años, reconstruye la historia del padre, que, además de un importante miembro del Partido Comunista, era también inmigrante y judío. Es una señora hecha y derecha. La mirada es otra, la búsqueda también. No hay solamente un intento de regresar al pasado para entender al padre y la propia identidad sino también para comprender, con una considerable perspectiva del tiempo, el modo en que las fuerzas históricas se inmiscuyen en las vidas íntimas y las agitan. Escribe Lazarre: “Yo ahora vuelvo a preguntarme por las palabras que me rondaban en la memoria, y cómo esta puede abrirse cual telón de un escenario para revelar experiencias, sentimientos vagos y vacilantes y a veces ocultos durante décadas que van regresando, de repente, a medida que nos acercamos a la vejez”2.

Un día recordábamos con una vieja amiga del colegio los helados gigantes, según nosotras, que solíamos comer en El Glotón de la calle Serafín Zamora, cerca de nuestro colegio en Santiago de Chile. Mi amiga le explicaba a su hijo pequeño que los helados eran del porte de su cabeza. Además de reírnos porque desde que salimos del colegio no habíamos vuelto a pensar en el nombre de esa calle, ya que sólo la asociábamos a los helados descomunales, nos dimos cuenta de que era muy probable que los helados fueran un poco más grandes que la media, pero nunca del tamaño de la cabeza de un niño de seis años. Nuestros cuerpos habían crecido. 

Mientras más recordamos algo, más se va pareciendo esa imagen o ese evento al recuerdo que vamos armando de él, quizás se aleja de lo que realmente era o pasó, porque, en definitiva, recordamos el recuerdo, pero no por eso deja de ser verdad. Lazarre lo sabe: “La experiencia nos revela y transforma los recuerdos, aunque también puede distorsionarlos y petrificarlos”. Como los helados gigantes de mi amiga y yo, que serán para siempre en nuestra memoria de un tamaño exagerado.

Memoria y olvido no se oponen

El cielo revolucionario se ha transformado en azul marino y yo paseo por el barrio de Le Marais en París. En la Rue des Rosiers me muevo por galerías y boutiques con objetos hermosos que no puedo comprar, al ritmo del sonido del cristal de las copas chocando y haciendo el santé. Me detengo en el King Falafel Palace, que promete el mejor falafel kosher. Estoy en el corazón del antiguo el barrio judío, conocido como el Pletzl (‘pequeña plaza’ en yiddish) en el periodo de entreguerras. Falafel en mano camino mirando las únicas tiendas abiertas un domingo en París, ya que se rigen por el calendario judío. Avanzo hacia el número 10 de la Rue Hospitalières St. Gervais, donde se encuentra la escuela primaria del mismo nombre. En su fachada, una placa hecha en los años 70 indica: “165 niños judíos de esta escuela deportados a Alemania durante la Segunda Guerra Mundial fueron exterminados en los campos nazis. ¡No se olvide!”. Se me quita el apetito y pienso que en esta ciudad memoria y glamur se llevan bien. No es la única placa de este tipo que encontramos en colegios parisinos. 

En una entrevista recogida en el libro Conversations avec Louis Malle, el cineasta contaba que desde el principio su intención con Au revoir les enfants (‘Adiós, muchachos’ en España, ‘Adiós a los niños’ en Latinoamérica) era hacer una película de ficción y no un documental. Quería mostrar, a través de la mirada infantil, aquella historia terrible que se repitió en tantos otros colegios franceses. Hoy llamaríamos ese registro autoficción porque, si bien Louis Malle incluyó elementos autobiográficos en la película, también dio un tratamiento especial a los personajes y al orden de los acontecimientos que no coincidían totalmente con la realidad. Por ejemplo, el director nunca fue amigo del chico judío de su colegio, algo que le pesó durante años. En el libro comenta que tardó mucho tiempo en decidirse a hacer la película debido a la impresión que le habían causado las vivencias escolares en aquel momento y el destino de sus compañeros judíos, el trauma. 

Pese a quienes veían en el testimonio facultades catárticas, Primo Levi nunca le atribuyó un poder sanador. Lo primordial para él, sobre todo durante los primeros años de la posguerra, era ser creído

Después de Shoah vino el “boom de la memoria”, que se acentuó en los años ochenta y que respondió a la necesidad de una nueva historicidad donde la identidad del sujeto recuperó el trono que le había sido arrebatado por las estructuras en el pasado. Cobraron importancia las experiencias de quienes sobrevivieron a los campos de concentración, sus testimonios, que relataban las atrocidades sufridas, aunque fuera de manera parcial, ya que la memoria nunca es total, no puede abarcarlo todo. Pese a quienes veían en el testimonio facultades catárticas, Primo Levi nunca le atribuyó un poder sanador. Lo primordial para él, sobre todo durante los primeros años de la posguerra, era ser creído.

El testimonio de la víctima y sobreviviente de grandes eventos traumáticos, cuya preponderancia no se remitió únicamente al Holocausto, sino que se extendió a las dictaduras latinoamericanas y a la española, fue fundamental en las políticas de reparación, verdad y justicia. Estas fueron acompañadas de memoriales, efemérides y monumentos conmemorativos cuya bandera de lucha es “no olvidar”, como el caso de la placa en la escuela francesa que comentaba líneas más arriba. 

Ilustración de Constanza Aravena.

Ilustración de Constanza Aravena.

Sigo mi paseo por Le Marais. Frente a la escuela Hospitalières St. Gervais se ubica una plaza que en 2018 fue nombrada el “Patio de los 260 niños” y que recuerda a los estudiantes judíos deportados durante la redada del Velódromo de Invierno. 

Francia es un país particularmente dado a las conmemoraciones y memoriales. Hay siempre una exhortación a ser “militantes de la memoria”, como los describió Todorov. 

Existen muchas maneras de pensar la cuestión del pasado y el tema no se agota en la oposición entre memoria y olvido. Ya que, como planteaba el crítico y filósofo búlgaro-francés, recordar es siempre una selección, por lo tanto, hay una parte que decide olvidarse. Es imposible una memoria que lo retenga todo. Lazarre también lo entendió así: “Cuando nos ponemos a recordar no existe el don de la seguridad absoluta”3.

Recordar es siempre una selección, por lo tanto, hay una parte que decide olvidarse

Todorov también advirtió sobre el cuidado que hay que poner en el culto a la memoria, en el “delirio conmemorativo” y en la importancia de que la revisión del pasado tenga como fin ser utilizado como lección para un mejor actuar en el presente y no al contrario, como sucede con aquellas guerras comenzadas en honor a la Historia. Lo primordial del testimonio del sobreviviente de los campos de concentración era transmitir el horror de lo ocurrido para que no se repitiera. 

Beatriz Sarlo, otra queen de cómo pensar el pasado, nos invita a examinar los procesos actuales de memoria. Reflexiona sobre la idea que tenía Susan Sontag acerca del valor desmedido que a veces se le daba a la memoria en detrimento del pensamiento. Lo hacía entre otras cosas para referirse al carácter intocable de ciertos discursos sobre el pasado. A esta idea Sarlo añade: “es más importante entender que recordar, aunque para entender sea preciso, también, recordar”4.

Una princesa montonera y una detective de lesa humanidad

La literatura del yo y el discurso de la memoria no solo se yerguen contra el olvido, sino que pretenden armar un rompecabezas que tenga sentido. 

Podría alargarme mucho sobre el tema y es mejor ver cómo se representan los asuntos hasta aquí mencionados en otras dos novelas que me gustaron mucho. No voy a mentir; aunque sé que no debo leer siempre libros que se relacionen con mi subjetividad para así ampliar horizontes, me entrego fácil a aquellos sobre el trauma heredado a las segundas generaciones, que se me ofrecen como una cama blandita y con las sábanas recién lavadas sobre la que recostarme. Estas lecturas me interpelan por mi propia historia familiar y para qué sirve la literatura si no es para acompañar, entender a los otros y a uno mismo. 

Me refiero a Diario de una princesa montonera: 110% verdad de Mariana Eva Pérez y a Una familia bajo la nieve de Mónica Zwaig. Además de haber sido publicados el mismo año 2021, los dos libros guardan otras similitudes. Ambos reflexionan acerca de la manera en que se han estado construyendo los discursos de la memoria y utilizan el humor para explorar vías alternativas a esta. Ambas autoras son hijas de revolucionarios argentinos y relatan una historia familiar atravesada por la violencia de Estado. La primera como hija de padres asesinados por la dictadura y la segunda desde el exilio en Francia. Estas experiencias distintas hacen que la estrategia narrativa detectivesca que las dos escogen tome diferentes caminos. Mientras la primera narradora busca a su hermano perdido que nació en un centro de tortura y a los restos de sus padres; la otra busca averiguar cuál ese secreto familiar que esconde en Argentina. Sin embargo, las dos novelas plantean la discusión de una memoria en servicio de la justicia. 

Diario de una princesa montoneranació de un blog que la escritora argentina de Mariana Eva Pérez tenía en el año 2010 y que dos años más tarde se transformó en un libro que ha sido reeditado el año pasado en una versión extendida, a la que se agregan una segunda y tercera parte, “La fiesta modesta” y “Mi pequeño Nürnberg”. 

El título de la novela de inmediato me hizo volver a los locos años dos mil y recordar la comedia romántica Diario de una princesa, donde Anne Hathaway, la princesa rebelde, vivía innumerables aventuras antes de decidirse a continuar con el legado de su difunto padre, pero al final todos comían perdices. En el cuento de hadas de Mariana Eva Pérez, las princesas guerrilleras tienen una niñez que les ha sido arrebatada y ningún príncipe las viene a rescatar. Como mucho llega Néstor Kirchner con políticas de reparación. 

En el cuento de hadas de Mariana Eva Pérez, las princesas guerrilleras tienen una niñez que les ha sido arrebatada y ningún príncipe las viene a rescatar. Como mucho llega Néstor Kirchner con políticas de reparación

Ni bien la narradora nos está diciendo que lo que tenemos entre las manos es una novela, para páginas siguientes ironizar con “El deber testimonial me llama. Primo Levi, ¡allá vamos!”6. Porque una cosa no quita la otra. Es literatura, pero también es testimonio, quizás por eso el 110% verdad del título, una cifra que excede al discurso oficial de memoria para narrar todo aquello que queda fuera de él. Hay villanos dentro del gueto, cuenta Mariana Eva desmitificando la imagen apacible de las organizaciones de derechos humanos. 

En un tono alejado de la solemnidad, hace chistes, muchos de ellos sobre sí misma, como forma de afirmar desde donde escribe: “Hija de probeta de los organismos de derechos humanos”7. El punto de mira son las instituciones y los discursos políticamente correctos de la militancia. Se ríe de ciertos ritos y eslóganes como “gritar los Presentes y el Ahora y siempre”.8 Este humor, lejos de frivolizar con el tema de los desaparecidos, es utilizado para reflexionar sobre la justicia y la necesidad de mantener su reclamo, no solo en las efemérides.

Mariana Eva va hacia el pasado para hablar del presente. Para entender es preciso recordar y también escribir. Escribir sobre el “temita” como le llama a todo lo relativo al terrorismo de estado, los desaparecidos y a la militancia por los derechos humanos. En este cuento de hadas Mariana Eva nos dice que no existen los finales felices, menos ante una herida tan profunda. Una fractura familiar que no termina con dos hermanos reconociéndose de inmediato, recuperando el tiempo perdido y comiendo empanadas. Al contrario, Mariana Eva nos habla de los rencores, las penas, las diferencias internas y el no identificarse con la retórica del “Nunca más”. También nos muestra la soledad alrededor de tanta fecha conmemorativa, las contradicciones y las desilusiones dentro de la militancia para desentrañar que las relaciones humanas son más complejas que héroes y villanos, aunque sabemos que los malos malos existen y producen tanto horror que cuesta mirarlos de frente, pero Mariana Eva lo hace con sensibilidad y humor. 

Sigo dando vueltas en Le Marais. Llego por la Rue Geoffroy l'Asnier al Memorial de la Shoah y me encuentro cara a cara con la tumba de un mártir judío. Pienso que definitivamente fue mala idea comer antes, aunque el falafel superó mis expectativas. El espacio también cuenta con uno de los archivos de documentación sobre el “temita” –como diría Mariana Eva– más importante de Europa y está abierto a quien quiera investigar. El museo es de la historia del Holocausto, pero también enseña la historia del genocidio de los tutsis en Rwanda y el de los armenios. Creo que no quiero entrar. Me siento como la gente que prefiere cubrirse los ojos ante el horror de otros pueblos. Nunca he logrado ver el documental de Lanzmann que fascinaba al comediante Alvy Singer en Annie Hall, en realidad ni me lo he propuesto; sin embargo, no tengo problema en ver la trilogía de La batalla de Chile de Patricio Guzmán una vez al año. 

Decido alejarme de Le Marais y de la ciudad de Emily en París. “¿En qué distrito vives?”, me preguntan los amigos que vienen de visita a París. “En ninguno”, como casi todos los franceses que conozco y que viven a las afueras o simplemente han tomado la sabia decisión de huir de esta hermosa ciudad cada vez más ocupada por ricos, destino de turistas, influencers y visitantes de memoriales. Quizás hay una categoría que une estos dos últimos públicos: influencers de memoriales. #NuncaMás. 

Si se me permite una digresión, acabo de recordar que yo misma tengo una foto en Instagram en el Museo de la Memoria en Santiago, que visité con mi hermana buscando algo sobre mi papá que nos coronara también. Nunca hicimos uso de nuestra beca de reparación (con la que estudiar nos habría salido gratis: las razones son un tema familiar tabú que no voy a ventilar aquí), y como no nos pudimos reparar como dios manda, fantaseamos en secreto con la idea ver nuestro apellido en un muro dedicado a quienes lucharon contra la dictadura o una foto de padre junto a otros miembros de la resistencia. Aunque, realmente, él no murió en combate sino un tiempo después, en el aburrimiento del cotidiano, en “democracia” y bajo un gobierno que levantaba memoriales a las víctimas mientras permitía a Pinochet como senador. Ah, pero placas conmemorativas ¡que no falten!

La escritora Mónica Zwaig nació en París y creció en un barrio de la periferia. Una familia bajo la nieve es su primera novela. Está dividida en dos partes. En la primera, Harmónica, la narradora, cuenta su vida familiar en los suburbios de París. Ella es la primera de los hermanos nacida en Francia tras el exilio de sus padres de Argentina. A medida que crece, entiende que hay grandes secretos que se esconden tras la lengua de sus padres:

“Nunca se mencionaba la palabra Argentina salvo para hablar del dulce de leche que traían los abuelos cuando nos venían a visitar. Mis padres habían logrado borrar nuestros orígenes de la superficie. En lo profundo estaban esperando ahí para salir y brotar como las raíces de los árboles debajo de la tierra”9.

A diferencia de Diario de una princesa montonera, donde la narradora prontamente se entera del pasado de sus padres y lo que articula la novela es el paulatino desmarque del discurso de memoria oficial y de una militancia cerrada para encontrar otras formas de contar aquello que estos no recogían; lo que sucede en Una familia bajo la nieve, es que hay una ausencia de este discurso oficial, sobre todo en la primera parte. La narradora va recogiendo pesquisas del pasado familiar a través de sus amistades universitarias en Francia. Relata: “Un día me di cuenta de que no sabía quiénes eran mis padres y eso me llevaba a dudar de quién era yo”.10 Entonces decide aprender español, convertirse en abogada, mudarse a Buenos Aires y trabajar en derechos humanos. Ahí empieza la segunda parte escrita como un diario. Y los secretos comienzan a revelarse a través de la generación de los abuelos y de su labor como “detective de la lesa humanidad”. 

Mientras que Diario de una princesa montonera discurre sobre la orfandad y los desaparecidos, Una familia bajo la nieve es una novela acerca del desarraigo. Escrita con una frescura que podría deberse a que la autora no está usando su lengua materna, aborda el tema mediante el uso de imágenes y comparaciones: El exilio como “un herpes, una marca de vergonzosa con poca importancia para los demás, pero que te hace sentir feo”; “la memoria como un animal que no se puede domesticar”; “la infancia es una isla paradisíaca que se convierte luego en una isla desierta, antes de andar a la deriva por el mar de la deconstrucción”.11 

Leí las dos novelas con poca distancia entre una y otra y, en ambas, la experiencia fue de reír y llorar a la vez. Las narradoras hablan con desparpajo sobre temas dolorosos, recurren al humor para romper con la forma convencional sobre la que se ha hablado hasta ahora de la memoria. Y recuerdo las palabras de Chesterton, para quien lo opuesto del humor no era la seriedad, sino el aburrimiento.

Llego a mi barrio, Bagnolet, donde no hay memoriales de nada. Mientras atravieso el parque Serge Gainsbourg –que de niño fue marcado por la estrellita y tuvo que esconderse de la Gestapo una noche en el bosque–, saco de mi bolsillo dos recuerdos del día de hoy: una servilleta sucia de salsas kosher y el volante del Museo de la Shoah. Leo que entre las muchas actividades que ofrece el museo hay una cena de gala este mes en apoyo al Memorial, cuyos fondos recaudados van destinados a la educación sobre el tema en el mismo centro, la inscripción es de trescientos cincuenta euros. Lo que me lleva a pensar que en esta ciudad todo es caro, hasta mantener viva la memoria. 

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Notas:

  1. Patricio Pron, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, Barcelona, Literatura Random House, 2011, p. 12.
  2. Jane Lazarre, El comunista y la hija del comunista, trad. de Blanca Gago, Barcelona, las afueras, p. 32.
  3.  Ibidem, p. 16.
  4. Beatriz Sarlo, Tiempo pasado: cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2005, p. 26.
  5. Publicado por primera vez en Argentina, en 2012, por la editorial Capital Intelectual, y en Barcelona por Marbot, en 2016.
  6. Mariana Eva Pérez, Diario de una princesa montonera: 100 % verdad, Planeta, Buenos Aires, 2021, p. 12.
  7. Ibidem, p. 144.
  8. Ibidem, p. 101.
  9. Mónica Zwaig, Una familia bajo la nieve, Buenos Aires, Blatt & Ríos, 2021, p. 18.
  10. Ibidem, p. 69.
  11. Ibidem, p. 89; p. 80; p. 97.

El cielo se ha puesto bermellón en este atardecer de otoño, anunciando que entramos a octubre, el mes rojo por excelencia. Unas nubes forman un martillo y una hoz de algodón. A su lado, Marx, que es lo más parecido a Dios Padre, a Papá Noel o a Papá Pitufo. No olvidar que este último fue señalado como propaganda...

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Autora >

Daniela Farías

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