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Charleville-Mézières es una localidad y comuna francesa situada en el departamento de las Ardenas, en la región del Gran Este. Tiene una superficie de 31,44 km² y 48.615 habitantes. La cruza el río Mosa y es conocida, entre otras cosas, por su oro líquido: el champagne.
El tren que me lleva en esa dirección –ciudad y bebida– avanza por un camino en el que se alternan dos tonalidades de verde. Uno claro, casi fluorescente y otro oscuro y brillante. De esta vegetación y de ganas de aventura, escribía también en primavera, pero dos siglos antes, el adolescente Rimbaud, quien se aburría como nadie en su ciudad a la que despreciaba. Se tendía en el campo y contemplaba el paisaje con sus profundos ojos azules. Así se muestra en los versos del poema Sensación:
No hablaré, no pensaré en nada:
pero el amor infinito me subirá hasta el alma,
y me iré lejos, muy lejos, como un bohemio,
por la Naturaleza –feliz, como con una mujer.
(marzo 1870).
El poeta tenía hambre de cosas nuevas, le deprimía la mediocridad intelectual de su ciudad, le asfixiaba su entorno y especialmente su madre a quien llamaba “la boca de la sombra”. Cierto que la señora además de pechoña no era la alegría de la huerta, pero quién lo sería tras haber sido abandonada por su marido, el oficial de infantería Frédéric Rimbaud, con cuatro hijos. Uno de ellos el enfant terrible o, en español, pendejo insoportable. Quizás ella tampoco quería esa vida. Parir hijos hasta que el cuerpo no le diera más para después encima criarlos sola. Quizás también le hubiese gustado meter cuatro cosas a un bolso y no volver jamás. Pero como mujer educada en el catolicismo y perteneciente a una clase burguesa, para Vitalie Cuif, la viuda Rimbaud como se hizo llamar tras la fuga de su marido, no existía otra opción que la de quedarse y cumplir su rol de madre extremadamente estricta, y así, hacer frente a las habladurías del pueblo sobre su condición de esposa abandonada.
El oficial Frédéric Rimbaud tenía inquietudes literarias, había hecho guías para estudiantes de árabe y traducido el Corán al francés. Dadas sus actividades militares pasaba poco tiempo en la casa familiar. Iba a la guerra y ganaba medallas: en la conquista de Argelia, la guerra de Crimea y la campaña de Cerdeña. Sólo volvía cuando estaba de permiso. Hasta que un día le pareció que era mejor no regresar, dejó el ejército en 1864 y se instaló en Dijon. Arthur, su hijo, tenía diez años y luego usaría las mismas guías hechas por su padre para aprender árabe.
Papá sale de casa en búsqueda de aventuras mientras mamá cuida a los niños. Los hombres son exploradores, las mujeres contienen al marido y son hogareñas. Ideas propias del patriarcado, que incluso hoy, cuando creemos que va a caer, conocemos a mujeres que dejan sus trabajos, sacrifican sus carreras profesionales, sus proyectos artísticos por dedicarse a la crianza o a las parejas y pasan a depender económicamente de estas, formando uniones profundamente desiguales. Cuyas consecuencias negativas son sólo para ellas, pues mientras el hombre sigue avanzando en sus sueños y desarrollando sus capacidades, la mujer, en casa, retrocede y se vuelve más precaria no solo en cuanto a dinero sino, tanto peor, a sus propias aspiraciones. Y si un día decide retomar su antigua vida y huir de ahí, el sistema la castiga duramente por su periodo de vacío laboral. Y para qué hablar del mundo del arte, ya bastante precario, en el que probablemente también habrá perdido sus redes. Esto hace que muchas de ellas se queden atrapadas en sus relaciones ocupando una posición de vulnerabilidad hasta que la muerte los separe. Amén. A pesar de los avances del feminismo, la familia heteronormativa y las parejas desiguales que tanto gustan al patriarcado parecen estar intactas.
Pero regresemos a Rimbaud, quien en un escenario familiar como el relatado y genio como era, no podía tener otro destino que el de rechazar a la madre, sufrir la ausencia del padre y huir constantemente. De su madre, de su ciudad, de Verlaine y finalmente de la poesía.
Bienvenida a Charleville
En la estación de Charleville nos espera Kathy, una de las gestoras culturales que trabaja en el municipio. Toda de negro y con gafas oscuras. Pañuelo al cuello. Delgadísima. Como si fuera una descendiente directa del poeta maldito. Parece una muñeca antigua. Nos damos dos besos y nos ayuda con las maletas. A mí y a los dos actores que llegan conmigo, uno de ellos L., mi pareja, quien me presenta como Daniela su copine. Como buena copine, vengo a echarles una mano, en calidad de asistente para la obra de teatro que presentarán sobre Rimbaud y su correspondencia entre 1870 y 1875. El periodo más juvenil y literario, ya que, en estas cartas, además de reflexiones, incluía también poemas que compartía con su exprofesor de literatura, Izambard, con el poeta parnasiano Banville, con su amigo también poeta Demeny y con Verlaine. Además de una que otra queja de Charleville y de su madre.
Me siento atrás en la camioneta Van de Kathy. Mientras habla me distraigo a menudo con su cabello rojo fuego que brilla con el sol e intento adivinar su edad. Unos cuarenta y pocos, me parece. Pero es lo que llamo un caso Christina Rosenvinge. Esa gente que nunca se sabe. Que están congelados en el tiempo. Podría tener 35 o 50. Nos cuenta sobre los estragos que dejó el coronavirus en la vida cultural de la zona, a la que ya le cuesta mucho arrancar por lo lejos que queda de París. A pesar de los programas de descentralización cultural desarrollados en las últimas décadas, provincia es siempre provincia.
El teatro queda a las afueras de Charleville. En realidad, es un gimnasio antiguo que tuvimos que adaptar para el espectáculo. Imagino que Kathy celebró aquí su baile de graduación e inmediatamente la identifico con Carrie bañada en sangre y una mamá medio loca como Vitalie Rimbaud. Una vez cumplidas mis tareas de asistente teatral que podrían resumirse en transportar unos cuantos focos, acomodar sillas a modo de butacas y repartir café al equipo, me fugo a pasear por este lugar en mitad de la nada. Probablemente un lugar marcado como “terra ignota” en los mapas medievales.
Afuera me llega una brisa de flores y estiércol. Se siente el mugir de las vacas y a lo lejos el infaltable ruido de una motosierra. Me tiendo en el pasto a mirar el cielo despejado. Azul como los ojos de Kathy y de Rimbaud. El azul de la naturaleza es el color al que nunca llegamos, el de la distancia. El mar y el cielo son azules cuando se ven desde lejos. Estoy a 293 metros de altura. Si quisiera podría ir a comprar chocolates a Bélgica y volver. “¿Danielle o Danielá?”. Me interrumpe Kathy. “¿Tu nombre se pronuncia Da-nie-lá?”. Le respondo que sí. Me gusta cómo suena en su voz femenina, la voz de todas las mujeres de Francia. A ella le gusta mi nombre “exótico”. Yo le respondo que en Chile muchas niñas nacidas en los ochenta se llaman así o Camila o Catalina.
Kathy habla un poco de español porque pasó unos meses en Granada cuando estaba en la universidad y casi se murió de calor, cuenta en un español andaluz afrancesado. Me pregunta si echo de menos a mi familia. Le respondo que sí. Que sí los echo de menos. Que es raro estar tan lejos. Pero que en el fondo hay cosas que me gustan de estar lejos. Esa distancia ofrece un descanso de la propia biografía.
–Yo a veces me escapo a París –confiesa con una sonrisa pícara arrugando su nariz pecosa–. Al teatro. Los conciertos y las librerías. Algunas veces me llevo a mes filles o voy con mon mari, pero otras prefiero ir a la aventura sola.
–Todas lo necesitamos –le respondo a mi nueva amiga fugitiva. A la Albertine proustiana posmoderna.
La fuga
Albertine desaparecida o La fugitiva es el sexto y penúltimo volumen de la novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, que narra el sufrimiento del narrador por la ausencia de la amante.
Albertine desaparecida (Albertine disparue) se publicó póstuma, en 1925, con este título para no ser confundida con La fugitiva, el libro de poemas de Rabindranath Tagore publicado en 1918. Pero posteriormente, en 1954, se publica en Francia como La fugitive (La fugitiva). Luego se irán alternando ambos títulos tanto en español como en francés.
¿Por qué se fuga Albertine? Se escapa de los celos del narrador que pretende “salvarla” de su presunto lesbianismo. Ella nunca se lo confiesa y él no encuentra nada mejor que secuestrarla en su lujosa vivienda de París. Huye para resistir y vivir, aunque, alerta de spoiler, para quienes van en el quinto volumen –La prisionera–, encuentra la muerte.
Albertine como la alegoría de la mujer prisionera de los valores de una rígida sociedad. Pero también, según advierte Anne Carson en su ensayo Albertine. Rutina de ejercicios, como creación ficticia inspirada en la pasión del propio Proust hacia su chófer personal, Alfred Agostinelli, quien huye a Antibes para ser aviador, y que muere en un accidente aeronáutico.
En este breve ensayo, Anne Carson, a través de Albertine, indaga sobre la propia esencia del personaje novelesco, pero también, aborda la época y la controvertida personalidad de Marcel Proust. Para la autora hay cuatro formas en que Albertine es capaz de ser libre estando secuestrada por el narrador, en el volumen 5 (La prisionera): durmiendo, mintiendo, siendo lesbiana o estando muerta.[1]
Tanto la palabra ‘fuga’ como ‘huida’ vienen del latín fugare. Pensando sobre estas cuestiones: fuga, mujeres y etimología. En lugar de consultar a ciegas el Diccionario de la Real Academia preferí mirar el Diccionario de usos del español de María Moliner. Que es más divertido porque va de la idea a la expresión. Si bien pensamos en ‘fuga’ y ‘huida’ como sinónimos, porque ambas derivan del mismo verbo latino, revisando este diccionario me encontré con que la palabra ‘fuga’, tiene un elemento más, implica fogosidad. ‘Fogoso’ es poner ímpetu o entusiasmo. Moliner da el ejemplo de que un caballo fogoso es un animal que está impaciente por correr.[2]
Albertine, en su paso de prisionera a fugitiva, encuentra la muerte montada en un caballo desbocado, a su vez que Alfred Agostinelli, el chofer de Proust, en un avión sin control.
Prefiero entender esa muerte, al menos en el personaje novelesco, como la carta del tarot de la muerte
Prefiero entender esa muerte, al menos en el personaje novelesco, como la carta del tarot de la muerte. Una transformación. Que es la que implica toda fuga. La única manera que tenía Albertine de resistir y afirmarse era rompiendo consigo misma.
Lo que deseamos es transformador, pero realmente no sabemos qué hay tras ello, y esa búsqueda implica desplazarnos hacia territorios desconocidos, convertirnos en otra persona. Como el deseo de correr hacia lo desconocido en lugar de la cárcel del matrimonio que repudia Esther Greenwood, la protagonista de La campana de cristal de Sylvia Plath:
“Era una de las razones por las que no quería casarme nunca. Lo último que quería era seguridad infinita y ser el lugar del que parte una flecha. Quería cambio y emociones y salir disparada en todas direcciones como las flechas de colores de un cohete el 4 de julio”.[3]
Malditos
Al día siguiente del estreno de la obra sobre el poeta y su correspondencia, cuyo público fue una mezcla entre jóvenes atormentados franceses y parejas belgas que venían por el fin de semana y se apuntaron al primer evento que ofrecía la cartelera, Kathy nos espera en la puerta con su camioneta van para llevarnos al cementerio a visitar la tumba de Rimbaud. “¡Hola!”. Nos saluda entusiasta. Parece no haber sufrido los estragos que nos dejó a todos el champagne en la celebración de la noche anterior. Por sus venas corre champagne y no sangre. Pienso. Ha decidido abandonar por completo el francés y ahora me habla casi sólo a mí en su español andaluz con acento galo.
Pasamos frente al Museo Arthur Rimbaud instalado en un molino del siglo XVII. Nos cuenta que Patti Smith se convirtió en “madrina” –imagino que quiere decir mecenas– del museo en 2011 y seis años después compró el terreno donde se ubicaba la casa familiar del poeta, en la aldea de Roche, a unos cuarenta kilómetros de Charleville y donde escribió Una temporada en el infierno, en 1873. Esto tras el episodio del disparo en la muñeca que recibió de Verlaine en Bruselas. Mi suegra que es vidente, en el sentido estricto, psíquico y profesional de la palabra, no como el poeta vate de las Cartas del vidente de Rimbaud, diría que esa casa necesitaría más de un sahumerio para quitarle las malas energías. Un poquito cargada debía estar, aunque sólo se tratase del terreno, ya que de la casa original queda apenas un muro.
“¡Rimbaud!”. Grita L. con voz resacosa, como si hubiese visto una aparición y yo pienso que se ha vuelto definitivamente loco, como esos actores que se meten tanto en un personaje que pierden la cabeza, tipo Heath Ledger con el Joker, pero menos mal veo que señala un mural en la que aparece retratado el poeta y escrito los versos de Sensación. Hemos llegado al cementerio.
Nos detenemos frente a la tumba de Rimbaud, en el panteón familiar. Protegido por un enrejado a cuyos pies se agrupan macetas pequeñas con flores de vivos colores que contrastan con el blanco de las lápidas al fondo. Una al lado de la otra, el poeta y su hermana, y en el centro un bloque de cemento que es la tumba de sus familiares, incluida su madre, de la que finalmente no consiguió escapar. Justo al lado del cartel que lleva inscrito “Tombe Arthur Rimbaud” hay un abeto muy verde que desprende el olor suave tan típico de los pinos, herboso. Que es también el olor a Navidad europea, a familia, de la que tanto intentó huir Rimbaud.
A un costado del ingreso hay un buzón con el nombre del poeta que recibe cartas dirigidas a él desde todas partes del mundo
Caminamos hacia la salida del cementerio Boutet, que asimismo es la entrada, como en los laberintos. Solo se escuchan los tacones de Kathy en el cemento. A un costado del ingreso hay un buzón con el nombre del poeta que recibe cartas dirigidas a él desde todas partes del mundo. “¿Le quieres dejar una carta?”. Me dice Kathy medio en broma medio en serio. Le cuento que yo estaba enamorada de él cuando adolescente gótica. Me vestía toda de negro y andaba lamentándome por las esquinas, por cosas que todavía ni había vivido, con Una temporada en el infierno bajo el brazo. Ejemplar que había comprado en los libros usados de la calle San Diego. Por allá lejos en Santiago de Chile.
Si Rimbaud, como buen adolescente provinciano, sentía que se perdía de toda la efervescencia cultural de la capital, para mí y mis amigos, Chile era nuestro Charleville. ¿Qué unía a adolescentes de los noventa y del fin del mundo con un poeta francés de la segunda mitad del siglo XIX? El universal sentimiento de tedio adolescente y en mi caso, unas ganas enormes de ver otras cosas. De vivir muchas vidas.
Kathy me dice que ella también de adolescente se fugaba a París y pasaba las tardes en las librerías del barrio Saint Michel para comprar livres d'occasion. Me gusta el término con el que se refieren los franceses a los libros de segunda mano. No son libros usados, son de ocasión. Una de cuyas acepciones, en español, tiene que ver con “oportunidad”, “oferta”. Pero también tiene otra que es de “peligro”. Libros peligrosos como los que las mujeres, en siglos pasados, tenían prohibido leer, menos escribir y por ello debían firmar con seudónimos masculinos como las hermanas Brontë o con el nombre de sus maridos como Colette. Libros como los que la severa Vitalie Rimbaud no quería para su hijo. Así le hizo saber por carta a su profesor y primer maestro Izambard respecto a la lectura de Los miserables:
“Hay una cosa que no puedo aprobar, por ejemplo, la lectura de un libro como el que usted le ha dado hace pocos días, Los miserables, de V. Hugo. (…). Pienso que será ciertamente peligroso para Arthur”.[4]
Y en cierta medida la madre no se equivocaba al adivinar que tal lectura encendería la mecha en su hijo, quién se fugó a París para asomar su naricita juvenil y ver cómo era esto de la lucha en la Comuna, antes de su punto más álgido, inspirado por el espíritu reivindicativo de Víctor Hugo. La prohibición y la censura son conocidas prácticas para limitar el acceso al conocimiento por el temor a que la gente piense por sí misma. No por nada en la película Fahrenheit 451 (1966) los bomberos no apagan incendios, sino que queman libros.
Kathy nos lleva a la estación donde debemos coger el tren para regresar a París.
–Llámame cuando te escapes a París. Y buscamos libros livres d'occasion.
–Bien sur. –Abre sus ojos enormes y se arregla el pañuelo de lunares que lleva al cuello.
En el tren de regreso leo el prólogo hecho por la traductora Lolo Rico de las Cartas abisinias de Rimbaud, en el que dice que el poeta se busca a sí mismo como quien persigue un deseo que aún no tiene nombre. Y mientras Charleville va quedando atrás, pienso que esa es la condición de todos quienes hemos sido o siguen siendo fugitivos y que ese algo que buscamos en un escape y que no sabemos bien qué es, es lo que quizás necesitamos encontrar.
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[1] Anne Carson, Albertine, Rutina de ejercicios, tr. Jorge Esquinca, Vaso Roto, Madrid, 2015, p.19.
[2] María Moliner, Diccionario de Uso de Español, Vols. 1, Madrid, Gredos, 1992, p. 87.
[3] Sylvia Plath, La campana de cristal, tr., Eugenia Vázquez Nacarino, Literatura Random House, 2020, p.143.
Charleville-Mézières es una localidad y comuna francesa situada en el departamento de las Ardenas, en la región del Gran Este. Tiene una superficie de 31,44 km² y 48.615 habitantes. La cruza el río Mosa y es conocida, entre otras cosas, por su oro líquido: el champagne.
Autora >
Daniela Farías
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