LECTURA
Esclavos del Tercer Reich. Los españoles en el KL Mauthausen
Sobre el campo de concentración más terrible de todos, al que solo eran transferidos aquellos individuos ‘irrecuperables’ y que, por tanto, debían de ser condenados a morir
Diego Martínez López / Gutmaro Gómez Bravo 1/10/2022
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[CTXT publica un adelanto de Esclavos del Tercer Reich: Los españoles en el campo de Mauthausen (Cátedra, 2022) escrito por Gutmaro Gómez Bravo y Diego Martínez López.]
Instalado inicialmente en 1938 por orden del Reichsführer-SS, Heinrich Himmler, en una cantera de granito a menos de 3 kilómetros del pueblo del que cogería prestado su nombre, el KL Mauthausen no tardaría más de un año en recibir a sus primeros prisioneros de nacionalidad polaca, los cuales, junto con los soviéticos, acabarían conformando los dos contingentes de mayor proporción. El tercero sería precisamente el de los españoles, cuestión que unida a que ningún otro grupo nacional acumularía más miembros en puestos relevantes de la administración del campo y a su participación decisiva en la construcción física del mismo, hicieron que fuera conocido como “el campo de los españoles”.
En lo que se refiere a su estructura, Mauthausen, al igual que otros muchos campos, no adquiriría su forma esencialmente definitiva hasta 1942. Para ese año, contaba ya con una imponente muralla en sus lados oeste y sur, ocho filas de una espesa alambrada electrificada, una amplia red de puestos de vigilancia y su temible búnker, además de los barracones, duchas, cocina, depósitos de agua o la enfermería (revier) que eran necesarios para mantener la logística del campo. Su elemento más característico, sin embargo, lo constituyó su cantera de granito (Wiener Graben), propiedad de la DEST y su escalera de 186 peldaños, especialmente diseñada para infligir un castigo absoluto a todos aquellos que, como esclavos, fueron destinados a la explotación del yacimiento.
Aunque en un primer momento la extracción de las pesadas rocas de la cantera se realizaba a través de una rampa, esta pronto se sustituyó por una escalera de 160 escalones irregulares que, a partir de 1941, sería ampliada hasta los 186. Sobre ella desfilaba diariamente mientras eran aporreados por los SS una hilera de prisioneros exhaustos y desnutridos cargados con piedras de más de 20 kg, las marmitas de la comida y, en ocasiones, con los cadáveres de sus propios compañeros.
Su elemento más característico lo constituyó su cantera de granito y su escalera de 186 peldaños especialmente diseñada para infligir un castigo absoluto
Por otro lado, la violencia en los campos tenía una función clara y precisa que evolucionaría a lo largo del tiempo. Las cárceles, por su parte, terminaron entrando del mismo modo dentro del engranaje de asesinato en masa de todos los definidos como “indeseables”, aplicando las leyes raciales. Entre 1934 y 1936, Alemania iniciaría la denominada “transferencia general” hacia los campos, la cual implicó el el trasvase de unos 14.000 presos, la mayoría alemanes caracterizados de asociales y “biológicamente inferiores”. A pesar de todo, la población penitenciaria fue superior a la que había en los campos de concentración alemanes hasta 1943, momento en que se acelera la llamada Solución Final. Una simbiosis facilitada desde su origen, ya que los campos de concentración bebieron directamente del sistema penal anterior, tomando prestado muchos de sus elementos característicos como eran el trabajo forzado, el castigo disciplinario o su propia apariencia resocializadora. Todo ello quedó regulado y amparado bajo el denominado “sistema de estadios progresivo”. De acuerdo con el mismo, los presos habían de ser clasificados en tres categorías distintas en función de sus características, existiendo un programa completo de sanciones y recompensas en función de la peligrosidad y del prisionero desde finales del siglo XIX. Antes de que concluyera el año de 1940, comenzó a aplicarse un sistema similar en los campos de concentración, divididos en tres categorías para definir el tipo de preso que debían de albergar.
Mauthausen fue el único campo comprendido dentro del tercer y último nivel, honor que nunca habría podido alcanzar de no haber sido por su cantera, destinada originariamente a la creación de las nuevas ciudades alemanas. Aunque, a lo largo de la guerra acabaría por perder su operatividad, la mera existencia de esta clasificación muestra el interés de las autoridades por racionalizar unas entidades cuya violencia traspasaba de lejos su pretendida función reformatoria para caer en el horror más absoluto. Auschwitz y la Solución Final darían buena prueba de ello. Igualmente, resulta muy significativo que Mauthausen fuese reconocido por los propios nazis como campo de tercera categoría, hasta el punto de situarlo como el más terrible de todos los de la red y al que solo debían de ser transferidos aquellos individuos irrecuperables y que, por tanto, debían de ser condenados a morir. Su muerte, sin embargo, estaba sujeta a su condición como prisioneros y a los intereses económicos del Reich por lo que el descanso final solo podía ser concedido como consecuencia del colapso de las fuerzas tras haber contribuido a construir el nuevo Imperio alemán.
Los años más duros y de mayor mortalidad del campo coincidirían precisamente con el internamiento de los primeros españoles y el comienzo de las obras que acabarían dotando de su forma definitiva a Mauthausen. La explicación habría que buscarla en la lógica con la que los nazis entendieron y gestionaron, más que los campos en sí mismos, el trabajo forzado dentro de ellos. Así, hasta abril de 1942, se aplicó un régimen de extenuación generalizado consistente en dificultar lo máximo posible la labor impuesta a los reclusos con el único fin de acelerar su muerte, algo que sumado a la nula atención sanitaria y a una más que insuficiente alimentación provocó auténticos estragos en la población del campo. Las órdenes de incluir en el programa de eutanasia -iniciado en septiembre de 1939- a todos aquellos que estuviesen enfermos durante más de tres meses dadas por Himmler en marzo de 1941 o el mandato, dado en diciembre del mismo año, de acabar con todos los prisioneros acusados de poner en peligro la ocupación alemana, contribuirían sin duda a engrosar las cifras del horror producidas por los campos nazis. La implementación de nuevos instrumentos como la propia cámara de gas, cuya construcción se iniciaría en octubre de 1941, también tendría un impacto grave en dichas cifras.
Ideado inicialmente para una capacidad de 3.000 personas, Mauthausen no tardó prácticamente ni un año desde su creación en alcanzar su punto de saturación, de forma que se hizo necesaria la puesta en funcionamiento de su principal subcampo: Gusen. Iniciado en diciembre de 1939 a través de la explotación de prisioneros austriacos y alemanes, Gusen compartía, en esencia, las mismas características de Mauthausen. Situado a apenas 5 km del campo principal, su propósito original era la explotación de Kastenhofen, la cantera de granito localizada al norte y que, al igual que en Mauthausen, era propiedad de la SS a través de la empresa DEST. La principal diferencia con el KL del que dependía no era otra que la mayor crueldad que caracterizó tanto al trabajo como a las torturas y experimentos que allí se practicaron, un factor clave que se tradujo en una tasa de mortalidad de las más elevadas de todo el conjunto alemán.
Los años más duros y de mayor mortalidad del campo coincidirían precisamente con el internamiento de los primeros españoles
A partir del mes de septiembre de 1941, sin embargo, la Alemania nazi iniciaría un viraje en la forma de gestionar los campos que culminaría el 30 de abril de 1942 con la modificación no solo de la estructura de los campos, sino de todo aquello que atañía a la organización de los mismos hacia el esfuerzo de guerra. El “centro de gravedad” de los campos debía desplazarse hacia el rédito económico, haciéndose hincapié en la necesidad de limitar el uso de la fuerza y, por ende, de reducir las desorbitadas tasas de fallecimientos registradas hasta el momento. Así, entre los meses de mayo de 1943 y marzo de 1944, las ratios de mortandad mensual caerían por debajo del 2% de la población total del campo.
Este nuevo ordenamiento aceleraría la introducción del ámbito concentracionario nazi en el programa de industrialización alemán. De esta forma y a partir de este momento surgieron una infinidad de campos subsidiarios que marcaron el giro en los patrones de deportación, los cuales, en el caso de Mauthausen, se tradujeron en un aumento en los envíos de prisioneros hacia sus campos subsidiarios. Ebensee, por ejemplo, se convertiría en el nuevo destino de miles de esclavos que pasarían a estar ocupados en la fabricación de los famosos misiles V-2, mientras que en Gusen serían introducidos en la industria aeronáutica alemana, con la que colaborarían en la producción de los cazas Messerschmitt. Las transferencias, no obstante, serían paulatinas y no alcanzarían su máximo despliegue hasta 1944.
Las crecientes necesidades económicas del III Reich, unidas a la orden dada también en 1942 por el Ministro de Justicia, Otto Thierack, de extenuar hasta la muerte a todos los elementos “antisociales” condenados y detenidos, incrementarían sustancialmente los envíos de prisioneros a los campos, entre ellos, al KL Mauthausen. En esta coyuntura Himmler tomaría la decisión de ordenar la construcción de dos nuevos campos anexos al lager austriaco, los cuales pasarían a conocerse como Gusen II y Gusen III. El primero sería erigido a tan solo 3 km de la ciudad de St. Georgen, mientras que el segundo sería levantado a 8 km de la localidad de Lungitz, que hasta marzo y diciembre de 1944 no entraron en funcionamiento. Con el objetivo de resituar la posición de los campos dentro de la estructura productiva alemana y de asegurarlos como centros clave de la industria bélica alemana, toda la red de Gusen quedaría integrada dentro de la conocida como operación B8 Bergkristall, un proyecto secreto que preveía la excavación y construcción subterránea de toda una red fabril plenamente operativa que fuese impenetrable a los crecientes ataques aéreos de los aliados. Aunque la mayor parte de la mano de obra ocupada en estas tareas correspondió a prisioneros soviéticos e italianos, los españoles también fueron destinados a los túneles.
A pesar de la preeminencia adquirida por Gusen, la realidad es que Mauthausen llegaría a contar con más de cuarenta subcampos, albergando en ellos a más de 85.000 personas. La situación daría un dramático vuelco durante los meses finales de 1944. El avance de las tropas soviéticas en el Este obligaría a Alemania a iniciar un repliegue que acabó imposibilitando el control de campos de concentración cruciales como el propio Auschwitz, generando una avalancha de presos que pasarían a engrosar las ya de por sí atestadas instalaciones del KL Mauthausen y sus anexos. El hacinamiento impulsaría a las autoridades de los campos a acelerar el exterminio de aquellos enfermos o débiles de los que ya no serían capaces de obtener ningún rédito, algo que conseguirían especialmente a través de drásticas reducciones en las raciones de comida. El resultado sería el esperable, llegando a producir el mayor volumen de fallecidos de toda la historia de Mauthausen. A pesar de ello, la velocidad de las muertes seguía siendo lenta para los SS, por lo que optaron por recurrir al concurso de instalaciones externas para agilizar el proceso. A tal fin, se emplearía el imponente castillo de Hartheim, situado en la también austriaca localidad de Linz, a aproximadamente 30 km del campo de Mauthausen, y que fue empleado durante la segunda mitad del año 1944 para poner fin a las vidas de más de 5.800 prisioneros.
Sin embargo, esta no había sido la única vez que los nazis habían hecho uso para sus fines de este monumental castillo renacentista. Levantado a comienzos del siglo XVII con fines privados y donado en 1898 a una asociación benéfica que lo convertiría en un centro de atención a enfermos y discapacitados, Hartheim había estado en poder de la Alemania de Hitler desde 1938. Mantenido en un estado general de inactividad desde entonces, su funcionamiento sería reactivado en 1940 para convertirlo en uno de los nodos del “programa de eutanasia” que los alemanes habían puesto en marcha durante el mes de septiembre de 1939, un proyecto eugenésico bajo cuyo alcance el castillo de Hartheim sería transformado en un espacio de experimentación y asesinato sistemático que acabaría con toda la población enferma, discapacitada e improductiva de la Alta Austria. Una vez cumplida su función, el castillo pasaría a convertirse en pieza de la llamada “Aktion 14f13”, por la cual, todos aquellos internos en los campos de concentración circundantes que estuviesen impedidos para continuar trabajando habían de ser exterminados en sus salas. En total, se estima que más de 30.000 personas dejaron allí sus vidas, de entre ellas, al menos 12.000 procedían de Mauthausen.
El último año de guerra sería el más duro y trágico de todos, especialmente debido a los desplazamientos masivos de población desde el este de Europa y a la disolución durante los últimos meses de la mayor parte de los campos satélites que rodeaban Mauthausen. La imposibilidad de recluir a toda esta masa humana en el campo principal acabaría por disparar, una vez más, las ya de por sí descontroladas tasas de mortalidad. El 5 de mayo comenzaría finalmente la liberación por parte de tropas norteamericanas, poniendo fin a una mortal pesadilla por la que se había obligado a transitar a cerca de 200.000 personas. Menos de la mitad sobreviviría para contarlo. Su historia había comenzado mucho antes, y se había desencadenado en el cruce fatal entre dos guerras, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial.
[CTXT publica un adelanto de Esclavos del Tercer Reich: Los españoles en el campo de Mauthausen (Cátedra, 2022) escrito por Gutmaro Gómez Bravo y Diego Martínez López.]
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